sábado, 28 de mayo de 2016

El río: ausencia, tiempo y tradición (Introducción dictada en el Encuentro Anual de Letras Pampeanas 2015, Toay)


Poesía
Hablar de poética es necesariamente hablar de un imaginario. Mientras la escritura narrativa se enhebra a partir de hechos, la ensayística a partir de conceptos, el poema tiene como célula la imagen.
La poesía encarna el sentir más profundo y el pensamiento primigenio de los pueblos. Porque, tal como lo explicaría Heidegger , el pensamiento en imagen (o metafórico) es la forma de expresión e intelección más propia del Ser (del Dasein). Así  la entendieron los más altos poetas. Todos ellos coinciden en observar la poesía como un modo de develamiento de la verdad, y no como un juego intelectual ni como entretenimiento. Dante, Góngora, Shakespeare, Goethe, Huidobro, Vallejo, Borges, Cortázar y tantos más ven en la poesía  un vehículo hacia la verdad, una verdad sutil. Nunca para ellos constituye una evasión.  Así, no hace poesía sólo quien cumple el acto de escribir lírica. Ni siquiera el que crea literatura.  El pensamiento poético es una disposición frente a la realidad, una actitud contemplativa y reflexiva frente al mundo y frente a la naturaleza. Hace poesía quien se detiene a ver con el secreto deseo de comprender.

Imaginario
Es por ello que el estudio de un imaginario es mucho más que la enumeración de aspectos formales. El imaginario de un poeta, de una generación, o de una región es un producto que revela una cosmovisión particular. De-vela la identidad profunda de un ser.
Si un pueblo  escoge hablar de un volcán, porque preside su paisaje, el volcán pronto encarnará en el imaginario muchos más sentidos que el de su simple actividad material. El pueblo pondrá en su figura todas las tensiones latentes que, como el volcán físico, están pendientes de erupción en su comunidad…  Puede que identifique con él la fuerza, puede que lo vea como la ira de la naturaleza, como castigo divino, como materialización del mal…
Cuando el imaginario se construye  comunitariamente, las imágenes de algún modo cifran los sentires, la historia, los terrores y también los sueños comunes.





El río y el Caldén
Dos imágenes presiden el imaginario pampeano: El caldén y el río. El primero, por su presencia. El segundo, por su ausencia.
Ausencia
A Borges le gustaba recordar una anécdota: un día se encontró por la calle con Enrique Banchs, que sería más tarde un poeta delicioso, justo cuando había sido abandonado por su amada. Banchs estaba desahuciado. Pero esa ausencia, la falta que le hacía su amada, fue el motivo y la pasión que motivaron su mejor libro “El cascabel del halcón”.
Borges recuerda el episodio y reflexiona sobre él en un soneto que titula, precisamente, “Enrique Banchs”
Un hombre gris. La equívoca fortuna
hizo que una mujer no lo quisiera;
esa historia es la historia de cualquiera
pero de cuantas hay bajo la luna
es la que duele más. Habrá pensado
en quitarse la vida. No sabía
que esa espada, esa hiel, esa agonía,
eran el talismán que le fue dado
para alcanzar la página que vive
más allá de la mano que la escribe
y del alto cristal de catedrales.
Cumplida su labor, fue oscuramente
un hombre que se pierde entre la gente;
nos ha dejado cosas inmortales.
Los más altos logros de la poesía se los debe la humanidad a las ausencias. Dante Alighieri halló en la muerte de Beatriz Portinari sus mejores versos. La Laura inalcanzable, desposada por otro, fue la raíz de los sonetos petrarquescos imitados para siempre.  La poesía se hace grande cuando se torna compensatoria, cuando intenta rebasar lo alcanzable por las manos humanas. Por eso nada hay más poético que el intento de renacer lo ausente sobre el papel, que darle vida a lo perdido en la Palabra.



El río
Pero entonces, toca aquí  hablar del río, pero no del de los tratados hidrográficos ni el que espera los dictámenes de la Corte, que sin dudas autoridades en el tema lo ilustrarán más tarde. Mi invitación es a pensar el río como figura poética.
Hemos dicho que cuando el paisaje se vuelve figura poética, encarna muchas más acepciones que la literal. ¿Qué significan estas aguas, entonces?
El río es una imagen presente en la literatura desde tiempos muy remotos. Los valores que se le asignaron metafóricamente son muchos.
De dos modos diferentes hiere el río la imaginación activa, como la llama Bachelard: como obstáculo por atravesar, o como materia en la cual sumergirse (cuya variante sería la de vehículo en el cual flotar, barrenarlo.)

Transformación/dificultad
En algunos textos clásicos, los ríos aparecen como interrupciones del paisaje telúrico cuyo tránsito implica una dificultad o aporta una transformación, un cambio de estado. Así, los ríos del Infierno, que se repiten en Homero, en la Eneida de Virgilio y en La Divina Comedia  reflejan distintos tormentos, el Aqueronte, los dolores, el Flegetonte, las quemaduras, El Cocito, la pena y el frío de la muerte, el Estigio, los miedos.
El Leteo, que aparece en ocasiones en el Infierno y en otras en el Purgatorio, retrata el olvido. Sumergirse en él es olvidar las vidas anteriores y embarcarse en una nueva forma de existencia.
Para los aztecas, atravesar el río  Apanohuáyan era ingresar en el recinto de los muertos. Pero atravesar el río no siempre implica muerte. En El Cid Campeador, por ejemplo, cruzar el río de Burgos es transformarse  en un exiliado. El Arlanzón le señala que se ha convertido en  extranjero.  El Cid lleva la imagen del agua en sus pupilas, por que las aguas son el pasaje hacia el destierro. 
Fuente de vida
En la Biblia, aparecen los cuatro ríos del paraíso que descienden en una especie de salto, cuyo origen es el Creador. Luego los brazos se dirigen hacia los cuatro puntos cardinales, de ellos provienen todos los ríos del mundo. Según esta acepción, el río es fuente de vida.  Del mismo modo, el río es el vehículo en el que va meciéndose Moisés en el cesto de bambú construido por su madre para salvarlo de la matanza de los niños pequeños durante la permanencia del pueblo judío en Egipto. La cesta llega por el río a manos de la hija del faraón y gracias a él Moisés salva su vida. San Juan Bautista también utiliza las aguas del río Jordán para bautizar y dar “vida nueva” a los bautizados.
En el Popol Vuh, las aguas son quienes reviven a los gemelos luego de haber sido asesinados por los dioses de Xibalbá. En ese caso, también el río tiene la connotación de dar vida, y eso coincide con el registro que tiene la ciencia respecto al origen de la primera forma de vida, gestada en aguas dulces.
Tiempo
Pero cuando las aguas no son atravesadas, sino vehículo, materia en que el hombre se sumerge, curso que el hombre adopta y alimenta, tienen otras implicancias. En casi todas las culturas se ha visto en las aguas en movimiento, en las aguas corrientes, como las llama Bachelard, la imagen de la sucesión.
Platón recuerda a Heráclito en el Cratilo cuando dice que un hombre no puede bañarse dos veces en las mismas aguas. El río podrá ser el mismo, pero las aguas que bañan sus pies no son las mismas. Esta acepción propuesta por Heráclito refleja el fluir del tiempo, o más precisamente, del hombre en el tiempo. Somos esos ríos que van a morir al mar.
Manrique retoma el tópico “Nuestras vidas son los ríos  que van a dar en la mar”, que hacia el Renacimiento se bautiza como Vita Flumen, es decir, la vida como río. Somos esos hijos de Cronos, es decir, los hijos del tiempo, nacidos en un instante al tiempo y destinados a morir en el tiempo algún día.

Borges confiesa que su imagen favorita es precisamente ésta,  la del río de Heráclito: el tiempo como un cauce que fluye y no se detiene, pero que está destinado a desembocar en la eternidad, que es el mar.
 En realidad no es el tiempo el que corre sino nosotros en él.
El río del tiempo seguirá siendo río cuando cada uno de nosotros haya pasado. No serán las mismas aguas, pero sí será el mismo río.

Muerte y permanencia comunitaria

Esta idea de permanencia comunitaria a pesar de la caducidad de los individuos recuerda la visión de los pueblos originarios, que lejos de concebir como el mundo occidental la vida y la muerte en algo individual, comprenden los ciclos sin angustia porque saben que morirán individuos, morirán estas aguas, pero el río ─la comunidad, la tradición, el pueblo,  y aún la naturaleza (que ellos percibían como madre a la que todos los seres estaban integrados)− seguirá viviendo.

Tradición

En efecto, muchas veces el río, en su incesante fluir representa la tradición. Así, se hablado mucho del “río” de la literatura.  Todo aquello que llega a nosotros para ser continuado y legado a otros ha de ser imaginariamente un río.

José María Arguedas  intenta en su novela más lograda una gesta tan quijotesca como conmovedora: recuperar aquello que la Perú civilizada ha preferido olvidar, esa voz del pueblo originario que canta subterránea reclamando su lugar, la voz inca sepultada debajo del progreso, de las estructuras europeizantes, de la “civilización”. Y, curiosamente, tituló esa novela como “Los ríos profundos”.

El río es tradición, y aquí, en nuestra Pampa, haber hecho represa al río real, el de los mapas, fue hacer dique a las voces que venían de tierra adentro  y del pasado, a remontarnos, a integrarnos a su tradición, a sumarnos y sumarse. Voces ranqueles, voces de la tierra …
Hacer dique fue sepultar bajo las glebas secas de la llanura nuestra primera tradición. 

Ésta es la acepción que tiene el río para el imaginario pampeano. Es un motivo doloroso, que explica la nostalgia que en ocasiones nos atraviesa. Pero la imagen también suscita el poder compensatorio de la poesía y su tenor de trascendencia.
Porque toca al poeta pampeano dar vida a la polifónica sinfonía de aguas corriendo, aunar las voces que suenan con aquéllas que se han perdido.  

Toca a él arrancar de la pena por la ausencia del río, el grito sagrado de la poesía.

Cartomancia (dedicada a Olga Orozco)

Cartomancia

Caída

Sonríes con la vista perdida a centímetros de tu ruina. Loco, imberbe.
Incapaz de imaginar los abismos que estás a punto de escoger.
El sol brilla directo sobre tu frente y se refracta feliz,
sólo porque sabes que eres libre de dar ese paso sobre el precipicio.
No conoces. No puedes comprender lo que estás eligiendo.
Eres Adán frente al manzano. Dichoso de adivinar el fresco jugo que atravesará tu garganta.
Y muerdes. Y dejas que tus mandíbulas trituren con fuerza la prohibición.
Ya eres el Mago que deseabas. Ahora ya no hay camino certero para ti.
Todo se ha vuelto encrucijado. Las voces oídas se dividen entre blancas y oscuras.
Y el mundo se torna un sitio escarpado, confuso, caído.
Te extravías del sol al pulso de tu mordida
 de saberes.  Pierdes. Penas…

Infancia

Y ahora, desterrado, desesperas
por  que alguien vierta las gotas de leche en tu boca
y, por fin,  se terminen los gruñidos que duelen dentro.
Duele tu centro y duele la espera.
El hambre te enseña qué cosa es el tiempo:
lo que tarda el mundo en comprender lo que deseas.
La materia se te hace carne y la necesidad  te flagela.
Eres la Emperatriz, la densa realidad que vibra tan lento
que olvida su propio movimiento.
Y aprendes a llorar más alto,
a encender de odio tus ojos cuando se te niega lo que quieres.
Y comprendes que debes ser Emperador, el irascible,
violento alarido para acallar de una vez el grito interno.
El hambre y el vacío.
Así  te tornas soberano dispuesto
 a luchar por aquello que te mantendrá vivo.

Juventud

Y descubres a la gata negra cruzando los techos
La ves paralizada ante un aire cargado de presencias.
Y tu abuela se espanta,
 y te enseña el Avemaría por conjurar lo que te atrae.
Ella es tu Sacerdotisa. Pero sólo te mostrará devoción,
Y no te será suficiente. Cuestionarás y te rebelarás.
No sabrás, hasta que aprendas con la razón,
 la lluvia de nombres y martirios.
Recién ahí serás el Hierofante. El sacerdote, cierta calma de saber.
Y creerás que entendiste y que ya no podrán arrebatarte la paz.
Pero un día, sin explicación, descubrirás las voluptuosidades
de un cuerpo ajeno. Y desearás. Y no podrás evitar tender a él,
aunque arruines todo lo obtenido. Serás Los Enamorados.
El tonto Paris escogiendo la Belleza de Afrodita,
que lo premiará con la mujer más bella,
 arrebatándole la esposa al Rey.
Y por poseer a tu Helena,  ganarás la tempestad,
 el fuego y la muerte de tu raza.
E irás a la guerra. Te entregarás a las tendencias destructivas.
Y El carro reflejará la división de tu caballería:
un corcel blanco, y uno negro
que se disputarán el poder de tu gobierno.
Correrás cielo abajo y tierra arriba sin cesar.
Y sólo cuando hayas dominado tus apetitos,
 descubrirás otro peldaño de la escala.

Madurez

Luego serán las virtudes para volverte un hombre.
Enseñanzas cardinales.  Los cuatro rumbos.
Aprenderás a sopesar en tu balancita qué tomarás del mundo
 y qué botarás. Harás Justicia contigo.
Intentarás aceptar lo que la experiencia te enseñó:
que tienes una bestia oscura  galopando en las entrañas.
Deberás conocerla para atemperar su trote.
Iris te guiará a en la tarea de pasar
del jugo lunar a la sustancia de oro de tu psique.
La Templanza germinará en ti…
Y cuando lleguen las pruebas, sabrás que debes resistir,
que los dolores no son más que probar tu propia Fortaleza.
Y como Heracles vestirás la piel del León de Nemea,
porque habrás comprendido que no hay más fuerza
que aquella que vence sus propias garras.
Y la última lección será la Prudencia. Te convertirás en Ermitaño.
Te alejarás del mundo y aprenderás a callar. A esperar.
A agasajar al Cronos que te devora,
sin desesperar por saberte futuramente muerto.
Aceptarás tu finitud y por fin querrás usar
 el soplo de la vida  para algo medular…


Anagnórisis

Y los obstáculos no habrán terminado. El Diablo te enseñará cuánto lo escuchas.
 No descubrirás un mal pequeño, un tumorcillo por extirpar.
Verás lo sutil que puede ser
su pernicioso operar en ti, tiñéndolo todo:
Cada paso que das. Cada paso que has dado.
Por fin habrás de ser testigo de una lucha de ángeles
tan real como el suelo que pisas.
Serás el campo de Marte para ellos.
Y te sentirás idiota, por no haberlo notado antes.
Te arrepentirás de casi todo.
Todas tus estructuras caerán ante tus ojos.
Sabrás que eras uno más sumándole metros de ladrillos a Babel.
La Torre.
Pero de ello vendrá la iluminación. Por fin, desmoronadas las apariencias.
Entreverás en El Colgado una cruz que se ofrece en sangre.
Que vuelve a elegirte como sacrificio para que recuperes la vista.
Un Prometeo abrazado al dolor, que vence a La Muerte
Mientras ofrece, pierde y reconstruye
una y otra vez, su carne.
Lo sentirás liberarte de ese final
que te atormenta desde el minuto cero.
Se te esfumará el terror, porque a las tres de la tarde partirá,
pero ése no será el fin de la historia.

Luz

Y solo entonces podrás despegar un poco los pies del suelo. Virtudes aéreas.
Descubrirás las armas de vuelo.
Con ellas viajarás a la Luna y por fin notarás que todo lo que ves es sombra,
Y te será imprescindible la Fe, en adelante.
Porque el satélite no tiene luz propia.  Su luz proviene de un Sol
que no logras mirar cara a cara sin quemarte.
Y, sin embargo, lo sentirás tibio en tu piel cuando refresques la herida de otro.  
Cuando des el pan al hambriento.  Cuando seas Caridad.
Entonces, sintiendo esa dicha inexplicable,
 sabrás que un día, aunque sea lejano, serás admitido,
y no necesitarás nada más, para ser dichoso,
 hasta que hayas entregado el cuerpo.
Esta Esperanza te llevará,
 como la Estrella de los Reyes Magos,
adonde tienes que ir.

Final

Y se dibujará ante tu vista la última encrucijada viva.
El Juicio.
Tendrás que decidir, prueba de postre,
si deseas borrar tus faltas y aceptas andar el camino,
O si volteas y tomas la ruta…
Podrás  fugar hacia el otro lado, si lo deseas.
El infierno no es más que eso.
Nadie sino tú juzgará tus actos. Libre elección.
Y quizá, si tu vida comprendiera, elegirás la verdad,
para siempre.
Vivirás en ese sitio que te estuvo negado,
El jardín sin sed y sin sudores
que por fin será abierto para todos aquellos
que lo han soñado sin renuncia.
 El sitio perfecto. El Mundo.




La novela como espiral, ala luz del primer capítulo de Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal



                                                                                                                                  Gisela Colombo
1.1. La espiral marechaliana

Descenso y ascenso del alma por la belleza, podría considerarse el verdadero manifiesto filosófico-estético de Leopoldo Marechal, el texto que resume toda su visión. Es una obra breve pero conceptualmente nutricia.  En ella, el autor explica un concepto base que ha regido su vida y su obra.  Intenta describir el mecanismo mediante el cual el alma se purifica y asciende por la vía de la Belleza, por la vía artística. El texto se acompaña con una ilustración sugestiva. Marechal dibuja una espiral  que tomaremos como punto de partida para este estudio.
El diseño describe la dinámica en que el alma gira en torno de su vocación primera, la de alcanzar el bien. 
Tres direcciones componen el movimiento:
En un primer momento, el alma se aleja de su centro y desciende hacia las criaturas, a los objetos bellos que la atraen.  Es cuando se enamora de un ser. Se detiene el alma en la criatura y a ella se asimila, por ese fenómeno por el cual amando nos asemejamos finalmente a lo que amamos. En ese estadio, se olvida de sí y pierde su centro, abandona el movimiento natural y se extravía. Se pierde en la criatura, en el universo visible.
Pero como su vocación es infinita, porque el alma lo es, pronto descubre que ese objeto no puede saciar su deseo. Lo descubre a partir de una decepción o de la privación del objeto amado (por el rechazo o por muerte).  Es entonces  cuando el alma siente la desproporción entre el amor y el objeto limitado que ama.  Sumergida en el dolor, comienza a abrir los ojos de la inteligencia  y comprende que no hallará el bien infinito que busca en las criaturas, en el mundo visible, y que debe regresar a sí misma, acercarse nuevamente a su centro.  Pero ahora, al retornar, lo hace con el conocimiento pleno de su vocación y con la directriz hacia la que debe orientar sus amores para no ser decepcionada. Es decir, asume por fin, la verdadera vocación de su alma.
La espiral resume geométricamente este peregrinar:

“Ahora bien, si buscáramos una ilustración, por analogía, de las tres direcciones resueltas en un solo movimiento, daríamos con la línea espiral. El alma se alejó de su centro y descendió a la criatura, siguiendo la dirección de una espiral centrífuga: se detuvo en la criatura y a ella se asimiló, abandonando con su forma, su movimiento natural.  Pero el alma recobra su movimiento al abrir los ojos de su inteligencia, y, esclarecida ya, lo reanuda, pero internándose ahora en sí misma y acercándose otra vez a su centro, según la dirección de una espiral centrípeta que arranca de donde termina la primera y concluye donde la otra empezó.”[1]

1.2. La espiral y el círculo

La espiral es una forma común en el mundo vegetal y ha sido utilizada muchas veces como símbolo en la historia de las artes. En general se la asocia con la evolución de un estado. Simboliza emanación, extensión, desarrollo, continuidad cíclica pero en progreso.
Es la síntesis de un movimiento circular con otro de dirección recta. Es el ciclo, pero sin el determinismo que supone la circularidad. Algo es circular en la medida en que está cerrado en sí mismo, es decir, en que no lo asiste la libertad de cambiar.
Y entonces, lo que salva de esa determinación irreversible del círculo, es la apertura a nuevas experiencias, el riesgo, la apertura en el círculo para que la figura devenga en espiral.
El determinismo de una figura circular es salvado por la nota optimista de la línea recta u oblicua, imagen del avance. Del círculo y la línea recta nace la posibilidad de girar pero avanzando, transformándose.

1.3. La espiral y el número áureo

Las espirales, que sirven al autor para ilustrar la senda mística del alma, poseen un valor mucho más amplio. En ellas, han visto los antiguos una expresión de la hermosura ideal.
La proporción entre los elementos de un conjunto, sea cual fuere el objeto o el ser, tiene, en su realización ideal, una proporción numérica a la que los antiguos llamaron “número áureo”, y que los neoplatónicos vieron como la firma de Dios en el mundo sensible.
 En las espirales geométricas se expresa esa proporción.
Con el advenimiento del neoplatonismo cristiano y sus ideas estéticas, las espirales que se dan en la naturaleza, comenzaron a valorarse como expresión de la marca divina impresa en las criaturas. Según estos sabios renacentistas, todos los objetos de la creación guardan entre sus partes una proporción que avanza como las volutas de una espiral. 
La disposición de las semillas de los girasoles, las conchas marinas, la ubicación de las hojas de los vegetales en torno del tallo, y especialmente el sobrevuelo predador de las aves de rapiña, describen una espiral logarítmica. Especies como las águilas o los cóndores realizan un vuelo en forma de espiral al aproximarse a sus presas. Su instinto parece revelar esta dinámica para optimizar la efectividad del ataque.

Marechal nos introduce dentro de la historia de Adán Buenosayres imitando aquel vuelo logarítmico.
“Lector agreste, si te adornara la virtud del pájaro y si desde tus alturas hubieses tendido una mirada gorrionesca sobre la  la ciudad…”

En los primeros tramos del capítulo inicial, el narrador nos conduce a sobrevolar un panorama que incluye la geografía rural, la ciudad, y luego el barrio de Villa Crespo hasta dar, en sus volutas, con la calle Monte Egmont, donde descansa nuestro héroe. 
De tal modo, la espiral abre la obra como una clave de interpretación, o la llave para comprender la cosmovisión que el texto supone. Pero este inicio sería un detalle, si no fuera porque el mecanismo de la espiral traspasa la estructura interna de la novela, como si fuera el esqueleto.

2.       Desenrollar el papiro
2.1 Espiral mística

Si pensamos en una vida de esquema circular, los episodios se repetirían una y otra vez en idéntica circunstancia.  La espiral, en cambio, daría cierta repetición de sucesos, aunque sometidos a cambios, porque la línea no cierra sobre sí misma, sino que se abre a otros espacios.  La espiral para retratar la evolución de un alma propone una especie de repetición de aprendizajes, pero experimentados en distintas circunstancias o con diferente grado de profundidad.
Si el alma, como sostiene Marechal, constela en espiral, los saberes se irán adquiriendo de a poco, en repeticiones que, sin embargo, supondrán una comprensión más amplia o más profunda cada vez que se repitan.
Imaginemos un místico como Teresa de Ávila, quien debe, en su primera prueba para aprender la mansedumbre y la obediencia, aceptar la prohibición de recibir visitas, porque su superior las considera injustamente nocivas. Más tarde, más avanzada en su senda espiritual, tal vez deberá soportar que su propio confesor considere los prodigios que hace como obras del demonio. Ambos casos acuden como pruebas para enseñarle la disposición mansa que debe practicar ante la adversidad, pero la profundidad de su comprensión y el tamaño de la exigencia son diferentes.  La virtud de la mansedumbre se va incorporando a medida que las posibilidades del alma lo permiten. La comprensión de su naturaleza se va revelando de a poco a los ojos de Teresa.
Así, el camino místico avanza como en oleadas, no es jamás de línea recta, ni mucho menos circular. Cada uno de los aprendizajes adquiridos debe atesorarse en el centro, grabarse en el alma como saber necesario para nuevas experiencias, nuevas vueltas de la espiral.
Marechal conoce la dinámica mística que hemos descrito en virtud de las lecturas que lo han acercado a místicos y santos de la Iglesia Católica (San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Jesús, San Isidoro de Sevilla, Santa Rosa de Lima, etc.)

2.2. Sentencia y glosa

La estructura de la obra marechaliana reproduce una espiral.
En las obras no ficcionales del autor, es decir, las de temática filosófica como lo es “Descenso y ascenso…”, se utiliza el procedimiento de ex−plicitar o desplegar lo que está plegado dentro de una sentencia. Es decir, una frase inicial abre el texto y no sólo anticipa el tema, sino que se presenta como eje desde el cual se desplegarán más tarde, en distintos grados de profundidad, y sucesivamente,  los sentidos latentes.
Según sugiere Pedro Luis Barcia,  la estructura de “Descenso y ascenso del alma por la belleza”, posee este mecanismo. Existe cierto paralelo entre ese proceder y el recurso de la glosa medieval.  De hecho, consigna el prologuista que “Descenso y ascenso…” , en su edición de 1939, desnuda el origen del procedimiento. Marechal incluye como encabezado  la sentencia de san Isidoro de Sevilla, que luego glosará mediante toda la reflexión que compone el texto.  Utiliza, tal cual se practicaba en tiempos medievales, el procedimiento de ex−plicitar o desplegar lo que está plegado dentro de la sentencia.
 “La sentencia se propone a Marechal como un texto in nuce, como una nuez cerrada, que hay que abrir y exponer, desplegar lo plegado. Para hablar de lo botánico, la sentencia es un fruto dehiscente, que se va abriendo poco a poco, explicitándose.”[2]
No hay dudas respecto al uso del recurso en textos críticos o filosóficos del autor. Pero, visto bien, un mecanismo de la misma especie se inscribe en la narrativa, tal como asevera  Graciela Maturo.  En efecto, una dinámica similar al ejercicio de glosar trasciende el ámbito de lo filosófico, y se reproduce en la estructura de sus ficciones. Maturo observa como denominador común de las novelas de Marechal, cierta dinámica textual espiralada, especialmente en la primera y en la tercera. 
“Nos ha parecido que la espiral representa realmente el movimiento de las novelas de Marechal, y ello se marca especialmente en la primera y la tercera. En la espiral combina Marechal los tres movimientos del alma expuestos por su maestro Dionisio Areopagita…”[3]
Ambas ─Adán Buenosayres y Megafón o la guerra─ proponen, como principio, una especie de prefacio, integrado al cuerpo del texto, que anticipa los asuntos e incluso preanuncia los hechos y peripecias que habrán de narrarse con detalle y profundidad, más tarde.
En efecto, comparten esa particularidad estructural.
Barcia ─siempre refiriéndose a Descenso y ascenso del alma por la belleza─ descubre el espíritu de este procedimiento, al escoger sugestivamente una imagen recurrente en la obra de Marechal:
“Por eso, al final de su libro y trabajo, leemos: Explicit, que si en otros escritos puede ser una forma de cierre, en este caso sobra toda su plenitud de sentido, pues explicit significa ‘ha sido desenrollado´, lo que estaba en rollo ha sido desplegado.”[4]
 El rollo o papiro enrollado dibuja una espiral. La metáfora es reveladora. El papiro enrollado es de reminiscencia bíblica. Marechal toma esta imagen y la incluye insistentemente en toda su obra. Se trata de una alusión a un libro sellado, mencionado en el  Apocalipsis de san Juan, autor también de uno de los cuatro evangelios sinópticos.
La palabra “Apocalipsis” significa “Revelación”. En la referencia apocalíptica, el libro sellado es la misma Creación, la misma realidad visible que no ha sido del todo manifestada y que lo será recién en el final de los tiempos cuando suceda el Juicio, la Parousía, y la instauración del Paraíso definitivo. De modo que la referencia misma podría sugerir que existe latenente una revelación en el texto de Adán Buenosayres, una quita del velo sobre algo. Pero también que ese descorrerse el velo será un proceso pausado, será del modo en que se desenrolla un papiro.

Esta referencia no la hace el crítico ni el prologuista, sino el mismo Marechal cuando en el Libro I de Adán Buenosayres, apenas presentando los primeros tramos de su obra dice:
“… ni que  sea retirado el cielo como un libro que se arrolla.”[5]
El libro/rollo que permanece silenciosamente enrollado, aguarda ser desplegado, por tanto, leído, comprendido, asimilado.  La expresión,  que aparece en un contexto no del todo ubicuo, opera como  una de las tantas claves interpretativas que el autor va desperdigando en su narrativa.
Varias veces vuelve a utilizar la misma imagen, a lo largo de su obra.
“…y era el Dios temible que enrolla y desenrolla el mar como un papirus.”[6]
Y luego:

 “Ahora las manos de Solveig enrollaban y desenrollaban el Cuaderno de Tapas azules.” [7]

En este caso, el papiro por desenrollar es el “Cuaderno de tapas azules”, que por propiedad metonímica, es el libro todo. Es decir, Adán Buenosayres, la novela, es en este caso el rollo, la verdad que irá desplegándose.

2.3. Referentes de la estructura en espiral. Evangelio de San Juan. La Odisea

Pero esta dinámica del desenrollar asociada a un texto no es, en modo alguno, una innovación de Marechal.
Algunos exégetas han visto en el Evangelio de san Juan una estructura similar a la de una verdad que se desenrolla paulatina, como el papiro que la contiene.

“Pero en conjunto, el pensamiento de Juan, aun cuando salta de un aspecto a otro, resulta inteligible (y eso es lo que se pretende con las notas a los respectivos versículos). Con todo, el hecho de que Juan combine diversos temas, y su reflexión se mueva en espiral, más que en línea recta, no es razón suficiente para reorganizar todo el discurso.”[8]

El evangelista avanza alternando episodios narrativos de la vida de Jesús, con reflexiones y revelaciones teológicas. Su particularidad diferencia mucho este Evangelio de los otros tres y lo convierte en el más iluminado. No en vano la tradición cristiana identifica a san Juan con el águila, el ave que alcanza mayor visión en virtud de su alto vuelo.
Sin embargo, la geometría espiral como clave místico-religiosa no se circunscribe al ámbito de la literatura sacra. Maturo advierte que Marechal era consciente de la matriz espiralada impresa también en la épica antigua.

“La épica antigua, de contenido iniciático, ‘despliega las peripecias (la palabra misma tiene el sentido de circularidad) del héroe como sucesivas o diversas aventuras en el mundo y la experiencia. Esas aventuras, lejos de comportar dispersión, conllevan un crecimiento y enriquecimiento progresivo que es modelo de realización humana. Marechal advirtió este sentido envolvente de la aventura no espacial sino espiritual, al leer la épica homérica. Descubrió ‘el símbolo de la realización espiritual que se oculta invariablemente bajo la trama de las epopeyas tradicionales, según refiere en claves de Adán Buenosayres (1966:19.)”[9]

En síntesis, como en La Odisea, o en el Evangelio de san Juan, la verdad en Adán Buenosayres irá desplegándose, vuelta a vuelta, retornando a transitar una y otra vez las experiencias, aunque ganando en expansión  y profundidad a medida que avance.
El recurso de la sentencia o de “la historia in nuce” como inicio, se torna la médula del texto, porque la espiral del conocer, del develar la Verdad es forma, además de contenido.
El camino místico estará calcado en su dinámica por la técnica narrativa que relata en oleadas, en salidas y regresos, en vueltas del papiro, la misma espiral.

            
3.       Nudos temáticos en el Capítulo inaugural de Adán Buenosayres

Hemos dicho, entonces, que los nudos temáticos centrales se ofrecen en el capítulo primero y operan como anticipaciones narrativas y como claves interpretativas de lo que será el resto de la obra.  
Lo que es en mínima escala, será a gran escala. Esta idea de micro y macrocosmo no sólo atraviesa la estructura sino que se explicita directamente en los primeros pasos de Adán Buenosayres.

3.1. Macro y Microcosmo

Retornemos al vuelo que nos propone el narrador:

“y por lo tanto sometido al movimiento incesante, a la vertiginosa danza helicoidal que resultaba del triple movimiento de la tierra, el de su rotación sobre sí misma, el de su traslación en torno del sol y el de su fuga con todo el sistema planetario hacia la constelación de Hércules y a una velocidad de mil ciento setenta quilómetros por minuto. ¿Qué hizo él al sentirse viajero cósmico y danzarín estelar? Adán Buenosayres se puso a estudiar con simpatía los objetos que le acompañaban en el viaje.”[10]

Los lectores trazamos el vuelo helicoidal acercándonos a nuestra “presa”, que es Adán Buenosayres, mientras despierta en su vivienda de Villa Crespo.  Cuando en recurso cinemátográfico, la espiral se acelere y hagamos un “zoom”, orbitaremos en torno de él, pequeña muestra de universo, microcosmo.

“Se dijo [Adán] que aquel cuerpo suyo, alargado entre dos sábanas poco limpias, era el antiguo y venerable Microcosmo, abreviatura y centro de todo el mundo visible, resumen de los tres reinos y poseedor de sus tres almas, el alma elementativa de los minerales, el alma vegetativa de las plantas y el alma sensitiva de los brutos; devorador y asimilador de todas las naturalezas corporales inferiores (¡El gran Omnívoro!); vinculado al Macrocosmo por analogía y correspondencia, de modo tal que su corazón se asimilase al Sol, su cráneo a la Luna, su hígado a Júpiter, su brazo a Saturno, sus riñones a Marte, sus testículos a Venus y su pene a Mercurio“ [11]

3.2. Despertar de la conciencia

Mientras Adán va abriendo los ojos a ese 28 de abril, irrumpe un juego de alternancia entre la vigilia y el sueño.  Asistimos al velarse y develarse del mundo  ante los ojos del héroe.  El protagonista está inmerso en un sopor limítrofe entre el sueño y la vigilia. Es convocado por los ruidos del afuera, de la realidad, pero permanece muelle en su entrega a las profundidades del sueño.
 El despertar de Adán no es el instante del pasaje del caos original a la Creación, sino de la noche de la ignorancia, a la iluminación. Porque Adán volverá a la indeterminación del sueño y al regresar, hallará los objetos intactos. Es él, Adán, representante de todo hombre, el que se ilumina y se oscurece alternativamente.
Con la misma lógica que propone el Macro y Microcosmos espacial, el texto presenta la identificación entre el  despertar de Adán  y el despertar  de la humanidad.  Como si el instante de iluminación de Adán fuera en mínima escala el intento inaugural del hombre por explicar su condición, su naturaleza y su puesto en la Creación. La apertura de ojos será analogía del despertar del pensamiento para la humanidad.
Este hecho explica la mención de algunos filósofos presocráticos y la referencia a las respuestas que ofrecen.

Hemos dicho que varias veces es convocado Adán por las voces del mundo y luego vuelve a caer en la profundidad del sueño.  Se sumerge en el sueño con la impresión errónea de que con la luz de su entendimiento desaparecerán también los objetos circundantes. Es decir, de que la existencia del mundo sensible pende directamente de su acto de conocimiento. Este hecho recuerda la polémica filosófica entre el idealismo y el realismo.
3.2.1          Idealismo  vs. realismo
La polémica tradicional en la historia de la filosofía irrumpe en el texto:
“Adán cerró de nuevo los ojos y el universo de su cuarto volvió a la nada. “¡Que se jorobe!”, refunfuñó, imaginando afuera la disolución de la rosa, el aniquilamiento de la granada y el estallido atómico de la pipa. Quizás, y al solo cerrarse de sus ojos, también la ciudad se habría disipado afuera, y se habrían desvanecido las montañas, evaporado los océanos y desprendido los astros como los higos de una higuera sacudida por su fruticultor… “¡Diablo!”, se dijo Adán. “[12]
La discusión gira en torno de la percepción del mundo sensible. Quienes abogan por la mirada realista, consideran a los objetos sensibles como previos e independientes del conocimiento que el hombre pudiera tener de ellos. Esta postura plantea que el conocimiento se abre a ellos. El idealismo, en cambio, vuelve la atención sobre el sí mismo y ese acto de pensamiento es, en última instancia, lo único existente con seguridad.
El relato, según percibe Adán, se resuelve a favor del realismo. E incluso, como veremos al analizar la supervivencia por la belleza, lo excede. No sólo tienen existencia real los objetos sino que además pueden subsistir, sobrevivir a su propia finitud por medio de una metanaturaleza, de una supervivencia como idea, como esencia espiritual en la mente de Otro.  Oportunamente, retomaremos este concepto.

3.2.2          Teoría de las raíces (Macro y microcosmo en la historia del pensamiento)

El texto menciona la teoría de las raíces atribuida a Empédocles, bajo la forma de un acto de gratitud. 
“Entonces, ante los ojos de Adán y en el caos borroso que llenaba su habitación, se juntaron o repelieron los colores, atrajéronse las líneas o se rechazaron: cada objeto buscó su cifra y se constituyó a sí mismo tras una guerra silenciosa y rápida. Como en el primer día, el mundo brotaba del amor y del odio! (Salud, viejo Empédocles), y el mundo era una rosa, una granada, una pipa, un libro. (¡Salud, Empédocles!)” (pag. 17)
Continúa así proponiendo las respuestas antiguas a las preguntas fundamentales. Esta teoría plantea la existencia de cuatro raíces o elementos que componen el universo todo. Se trata del agua, el aire, la tierra y el fuego. Estos principios se relacionan entre sí a partir de una fuerza primera de atracción o “Amor”, y otra que las separa, la del “Odio”. El mundo es una especie de equilibrio entre estos dos movimientos continuos.
El conocimiento se produce precisamente por la concordancia de constitución entre el hombre y el mundo circundante, porque el conocimiento es posible en virtud de que lo semejante conoce lo semejante. El cambio y la permanencia de un ser en la vida depende de ese equilibrio.
Según esta teoría, el ser humano, microcosmo, es también un compuesto de los cuatro elementos. La salud consiste en el balance entre las raíces (elementos).
Más tarde, siempre en el Libro I, se hará presente también la preocupación por el hombre y su funcionamiento físico.

3.2.3        Sed de Uno

Mediante el episodio del despertar del mundo, el narrador plantea otro de los nudos de su novela en las primeras páginas.  Se trata del asunto de la sed de Unidad que caracteriza al hombre, según la visión de Marechal.

“Puesto entre la solicitud del sueño que aún gravitaba sobre su carne y reclamo del mundo que ya le balbucía sus primeros nombres. Adán consideró sin benevolencia las tres granadas en su plato de arcilla, la rosa trasnochada en su copa de vidrio y la media docena de pipas yacentes que descansaban en su mesa de trabajo: “¡Soy la granada!”,”¡soy la pipa!”, “¡soy la rosa!”, parecieron gritarle con el orgullo declamatorio sus diferenciaciones. Y en eso estaba su culpa (¡salud, Anaximandro!): en haber salido de la indiferenciación primera, en haber desertado la gozosa Unidad.[13]
Refiere, sin explicar, al pensamiento de Anaximandro. En él se plantea que la Unidad, a la que llama arché, es el elemento positivo del cual todo proviene. Cada criatura que se engendra, que nace, comete una “injusticia”, se hurta a sí misma de esa totalidad perfecta que es la Unidad.
 Y al individuarse, es decir, al hacerse individuo, el ser gana una especie de maldita condición que lo llevará a oponer su parcialidad a otras parcialidades o criaturas. De tal forma, la individuación que Marechal pone en boca de los objetos ─“yo soy la rosa”, “yo soy la pipa”─, la declaración de su individualidad, supone la angustia de haber sido exiliado de la Fuente de Vida.
Este concepto al que denominamos “sed de Uno” es característico no sólo la filosofía de autores presocráticos, sino que se continúa en Platón, se acentúa en Plotino, arriba a los neoplatónicos y sigue su curso. Una gran tradición de pensadores  de peso para Marechal ha referido la sed de Unidad, como un motor de experiencias místicas e incluso artísticas. El ideal de regreso a la Fuente primera de Vida, que aquí se expresa a través del episodio del despertar de Adán, se alza como la motivación más medular del hombre. La vía de la belleza la reconoce como el móvil primario del trabajo artístico.

3.2.4. La ascesis y el martirio
Cuando Adán cierra los ojos esta vez, comienza a sentir cierta angustia que en los momentos de adormecimiento anteriores no experimenta. Si antes cerrar los ojos era sumergirse en la indeterminación primera, sentirse abrazado por un todo, ahora representa la desconexión de un mundo con el que es preciso comerciar.  A continuación de la palabra “Diablo”, a la que usa como una interjección exclamativa, introduce una mención del libro del Apocalipsis que desnuda un sentimiento de miedo. (Se trata del miedo a la destrucción de la Creación, al final de su propia vida). Esta asociación inmediata entre el diablo y el miedo podría sugerir la resolución a un conflicto bien propio de la vía mística. Y es el del límite de la ascesis.
Muchos santos que recibieron orden de documentar por escrito su vía mística han referido que la voz misma del espíritu iba guiando sus pasos y conminándolos a tomar cada vez compromisos más exigentes. Todos ellos explican que los nuevos yugos se van asumiendo por voluntad libre, por entrega y donación al espíritu y nunca como imposición.
La cuestión de los límites de la ascética se relaciona directamente con la vocación que reconoce el poeta. Si bien es cierto que el llamado a la santidad es universal y nadie está de antemano excluido de esa condición, Marechal parece sugerir que la vocación extrema de los santos es un llamado para elegidos a los que él no pertenece. Esos seres convocados por Dios para compartir el destino de crucifixión del Salvador se caracterizan por su adhesión al martirio, al sacrificio, y más, por una fe tan plena en la realidad trascendente, que son capaces de atentar contra sus propios bienes terrestres por ganar con ello los bienes del cielo. 
Los actos libres son los que van definiendo en parte el compromiso, aunque las gracias siempre devienen de Dios, según dicta el Catecismo de la Iglesia. Cuando el autor dice que él “no ha sido llamado al difícil camino de los perfectos”, es porque en el proceso de purificación ascética se ha hallado con una valla infranqueable. El martirio es esa valla.
Ya hispostasiado en Adán, establece el contrapunto del poeta con Rosa de Lima, quien será el referente de santidad para el autor.

“Suspenso y aterrado, Adán había leído la historia de su batalla con el mundo y aquel proceso de autodestrucción que la rosa limeña iba imponiendo a su envoltura mortal. Y en una medianoche, cerrando el triste libro y acudiendo a los nunca ociosos telares de su imaginación, Adán había evocado la imagen de Rosa en su cámara de tortura: suspensa del madero que había erigido en su habitación y en el que se crucificaba ella para imitar a su dolorido Amante: sintiendo en sus tendones rotos y en sus huesos desencajados la pesadez de una carne que, con ser tan poca ya, no había logrado vencer aún las leyes de su miseria: rendida la cabeza entre cuyo pelo, ¡tan hermoso antes!, la corona de puntas metálicas hacía correr una sangre nueva sobre los viejos coágulos […]estaba absorta en el trabajo de su destrucción: se destruía en sí para reconstruirse en el Otro, y tal era su labor de aguja, su bordado de sangre.” (pág. 26)

Hemos dicho que en la vía mística como en la vida en general el libre albedrío es el derecho inalienable del ser, por lo cual, cada paso de ascensión será precedido por un acto de voluntad libre.  La pregunta que se nos plantea, entonces, es:
¿Por qué Marechal dice que notó que no había sido llamado al camino de los perfectos, y no menciona, en cambio, haberlo decidido?
La literatura ascética no pierde de vista jamás que el camino místico depende en todo de las gracias que Dios envía a cada quien. Abrazar el martirio, para los mártires, representa una elección libre, pero asistida por una gracia que los arrebata hacia un pensamiento o un sentir distinto del que tiene el hombre común. La frase bíblica lo certifica: “Mi yugo es liviano”. Si la gracia santificante opera sobre el santo, entonces el martirio se torna un deseo, un ardor, una necesidad. El miedo se disipa detrás de una fe que lo mueve todo, incluso la destrucción de sí mismo.
Por el contrario, si el miedo ─a la propia destrucción─ persiste, es posible que el místico no haya sido llamado al martirio.
Este hecho que se menciona en varios textos de Marechal parece haber sido importante como confirmación de su destino, pero también de su estética.
El motivo es que si el santo que se martiriza, como Rosa de Lima, lucha contra la corporalidad y el mundo sensible, en cambio, el carisma que ha tocado al autor ─no llamado a la santidad, sino a su vocación de poeta profeta─ requiere el abrazar al mundo sensible.
Ir hacia las criaturas se torna una vía ineludible para Marechal, ahora que se sabe llamado al camino de la Belleza, y no al del martirio.
Ya resuelto en la negativa a la vocación extrema del mártir, el asunto del ascetismo continúa presente como preocupación. Porque el camino de la santidad reconoce otros carismas fuera del sacrificio de Rosa de Lima.

3.2.5 Reivindicación de la experiencia sensible

San Agustín, entre otros tantos, ha sido ejemplo y voz de otro modo de construir la beatitud. Sin martirio, sin sustraerse del mundo, sino por el contrario, usando lo creado como puente al Creador.
Marechal abreva de las fuentes agustinianas contrarias a la vía negativa del Areopagita. El santo enaltece el mundo sensible, porque ve en él los vestigios de Bondad, la Verdad y la Belleza de Dios. Por ello considera el contacto con el mundo un sendero bendito.  
Mientras el Pseudo Dionisio sostiene su indagación de la verdad partiendo de lo alto hacia lo bajo (las criaturas), San Agustín considera las criaturas como escalas para levantarse desde la contemplación de la belleza sensible a la belleza inteligible, rastreando en lo bello el reflejo de la Belleza primera.
En un pasaje antes citado, se menciona al diablo a continuación de un planteo de idealismo filosófico, lo cual parece advertir sobre la inconveniencia, para el poeta, de aislarse de la vida sensible. Lo que en un principio habría de ser el modo de re-ligare con la condición primera de la criatura, la de su origen en la fuente divina ─la vía purgativa, comienzo del itinerario místico─ en un estadio de mayor conciencia de las posibilidades de la propia alma, se torna un arma destructiva. Porque el alma ha descubierto que su límite es otro. Que su vía es la de la Belleza. Se trata de una reivindicación que hace el autor de la experiencia sensible.
Este dato constituye la médula de su pensamiento estético. La vía de ascensión por la Belleza supone naturalmente la apertura del alma a los seres sensibles. Ése es el itinerario que se describe mediante el movimiento de espiral en Descenso y ascenso del alma por la belleza.

3.2.6. El descenso

La senda de beatitud del santo, aun cuando reivindique el mundo sensible, incluye no obstante, la castidad. Y Marechal no lo ignora.
La reivindicación de la experiencia sensible trae naturalmente el peligro. Inmerso el poeta en el mundo, el riesgo de caída se abre como un portal.
Marechal presenta el episodio en que Adán tiene un acercamiento sexual con Irma.

 “Adán la oyó reír en la escalera y chacharear después abajo, como si nada hubiese ocurrido; y él se quedó allí saboreando su vergüenza, su remordimiento inútil, su ira contra sí mismo por haberse dejado enredar otra vez en el famoso truco de la Natura (¡salud, viejo Schopenhauer!). Claro, la Natura especulaba con el deshonor del pobre monstruo que, destinado en su origen a la beatitud paradisíaca, se había venido escandalosamente al suelo y se chamuscaba, como los insectos nocturnos, en cualquier vislumbre o simulacro de su felicidad primera.”[14]
Se trata de una aproximación física, despojada de toda emotividad y sentimiento. Adán se deja conducir por su animalidad ─a la que luego haremos referencia─ y siente inmediatamente la desconexión entre esa actitud y su vocación.
Es claro que la sexualidad bajo estos parámetros constituye una caída.
Y luego dirá “¡Lo cuerdo habría sido negarse a los llamados exteriores, como Rosa de Lima”[15] dicho en oposición al episodio precedente en que Adán sucumbe ante los deseos lúbricos de su joven empleada doméstica.
Los fuertes, los que han sido capaces del mayor amor no descenderán a las criaturas, porque directo es su camino ascensional.  Quienes han intentado la imitación de los de sacrificios de Cristo, los “Cireneos” que lo han auxiliado a cargar la cruz del mundo, no necesitan caer para conocer luego la misericordia. Pero el poeta, como Ulises, está llamado a oír el canto de las sirenas, a someterse a la tentación, a descender a las criaturas. Esta reivindicación de la caída, del descenso, es una marca omnipresente en la literatura marechaliana, y busca revelar siempre su sentido más profundo, el de quitar el velo sobre la misericordia que gobierna la Creación.

3.2.7.Circularidad de la “vida ordinaria”
En el otro extremo de la vida ermitaña de Rosa de Lima, que todo lo ve con los ojos del otro mundo, existe el hombre común que ha olvidado su origen y destino.
A una existencia circular se refiere Marechal en el capítulo primero de Adán Buenosayres, cuando habla de lo diurno.

 “Y al decirse que aquella escena era la misma de ayer y exactamente la de mañana, sintió el frío de una realidad sin vuelo que se daba todos los días, inevitable y monótona como el grito de un reloj. […] ‘El día es como un pájaro amaestrado, reflexionó Adán, ‘viene cada doce horas al mundo, por el mismo rincón del globo, y nos encaja su eterna cancioncita;”[16]

La existencia ordinaria de quienes nada se preguntan, posee una circularidad insoportable para Adán. Este aspecto aquí enunciado será motivo de un largo pasaje de El banquete de Severo Arcángelo, donde el autor se refiere a la “vida ordinaria”, como la cárcel que reduce al protagonista a un vivir casi animal, el de un gallináceo engordado a corral.
Dicha idea se manifiesta como una evolución de lo que en Adán Buenosayres se alude mediante el concepto de “lo diurno”. Adán dice no sentirse a gusto con lo nocturno, y sin embargo, necesita fugar del día porque en esa vida ordinaria no existe espacio para preguntas, riesgos e iluminaciones. El día, la vida ordinaria, es la elección del hombre común que se adormece pensando en saciar las necesidades de la materia y olvida su condición. Vive la circularidad de la condición animal que compone su naturaleza.
La incomodidad que Adán siente a propósito de la circularidad de la experiencia ordinaria, se manifiesta en el Libro Primero durante el despertar. El maestro Adán Buenosayres se niega a ir al colegio como una rebeldía hacia esa existencia circular. Y, en cambio, se sumerge en la evocación de su visita a casa de Solveig, su amada.

“Se  sobresaltó de pronto, al recordar que también él era un maestro infantil y que treinta y dos pares de ojos desvaídos lo mirarían luego desde sus pupitres. ‘¿Iré a la escuela?’, se preguntó en su alma. Y evocando el edificio húmedo, la cara saturnina del director y las decadentes figuras de los pedagogos, Adán resolvió en su alma: ‘No iré a la escuela’.”[17]
3.2.7 Desproporción entre el amor encarnado y el deseo del alma
Las vueltas del papiro que se desenrolla, en ocasiones, toman la forma del racconto. En un primer racconto del capítulo primero, Adán se somete al recuerdo de una gran decepción.  Solveig participa de una burla que se le hace al poeta por dos versos: “El amor más alegre/que un entierro de niños”.
La risa de Solveig es el primer punto de anagnórisis, en que Adán comienza a descubrir la desproporción entre su amor y el objeto del amor.  Más tarde tendrá la confirmación en un episodio que ocurre en el vivero.

“Estando solos él y ella en el vivero de las flores, aquel recinto los aproximaba como nunca; y ésa fue su gran oportunidad y su riesgo inevitable, porque Adán, junto a ella sintió de pronto el nacimiento de una congoja que ya no lo abandonaría, como si en aquel instante de su mayora acercamiento se abriese ya entre ambos una distancia irremediable, a la manera de dos astros que al tocar el grado último de su cercanía tocan ya el primero de su separación.  En aquella luz de gruta que, lejos de roerlas, conseguía exaltar las formas hasta el prodigio, la de Solveig Amundsen había cobrado para él un relieve doloroso y una plenitud cuya visión lo hacía temblar de angustia, como si tanta gracia sostenida por tan débil soporte le revelase de pronto el riesgo de su fragilidad. Y otra vez habían empezado a redoblar en su alma los admonitorios tambores de la noche, y ante sus ojos alucinados vio cómo Solveig se marchitaba y caía, entre las rosas blancas mortales como ella.”[18]
Una segunda anagnórisis lo llevará a ver a Adán la incongruencia entre su vocación de amor ilimitado, eterno e incorruptible, y el objeto de su amor, destinado irremediablemente a morir.
Es en este episodio en el que el protagonista adivina el destino finito de la amada, la muerte avanzando hacia ella. Y el alma desea detener esa caducidad.
Esta sensación no es nueva, sino que en ella el poeta se remonta para evocar su infancia, cuando el descubrimiento de la caducidad y la fragilidad de la naturaleza humana lo asfixian. Primero, el terror tiempo:

3.2.9. “Terror tiempo”  y “terror espacio”
La percepción de que existe una incongruencia entre el alma espiritual y la condición humana se expresa en el terror que al niño le provoca la sucesión temporal. Aunque esta realidad es sutil para la edad, Adán lo descubre en Maipú, siendo pequeño:
“¿Cómo se le había insinuado el Terror Tiempo? Allá, en Maipú, había concebido el Tiempo como un arroyo que corría sobre la casa: un arroyo invisible cuyas aguas traían a los recién nacidos y se llevaban a los muertos, hacían mover las ruedas de los relojes, descascaraban las paredes y roían los semblantes que uno amaba. ¿Y el terror Espacio? Lo había sufrido cuando el pedagógico don Aquiles enseñaba en clase los millones de años que tardaría una locomotora en llegar a la estrella Sirio: o bien en sus noches de la llanura, mirando las apretadas constelaciones australes, cuando presa del vértigo se abrazaba él a su caballo inmóvil, para sentir junto a su miedosa carne algo viviente, próximo y amical.”[19] (Pág. 33.)
La dimensión espacial también abisma el temor de Adán y es motivo de angustia permanente.
“¿Cómo había conseguido salvarse de ambos terrores? Los había superado en su alma, que no era espacial ni temporal; por la virtud de su alma, que sabía librar a la rosa del dolor tiempo y el dolor espacio sustrayendo su forma inteligible de su carne sensible y regalándole la vida sin azar de los números abstractos; gracias a su alma, que al aprehender los sistemas astronómicos de Aquiles los dominaba y hacía girar en su interior como planetarios de juguete; merced a su alma, devoradora y asimiladora de todo  el mundo inteligible, Microcosmo también ella, o cielo a donde se venía el descarnado espíritu de las cosas.”[20]
El hallazgo temprano de la tragedia humana, alma eterna sometida a la caducidad del cuerpo, aporta al niño una angustia que no logra compartir con el entorno. El mundo que lo rodea no parece percibirlo y se evade viviendo lo fugaz como si fuera eterno, una renuncia a la memoria de que lo que hoy es, no será mañana. La soledad del niño acentúa la angustia. De ella, del recuerdo de esa angustia, nace la certeza adulta de que la vocación poética es más que un oficio del escribir, una profesión. Se trata de una vocación espiritual que trasciende lo escritural. Un modo de percibir, un motor de búsqueda existencial que no se conforma con el mundo sensible, sino que intenta atrapar, retener, eternizar la sucesión, franquear la distancia espacial, diluir los límites.[21]
Adán adivina la caducidad de su amada, la percibe y aún así, acaba enredado en un amor destructivo. Porque está signado por la incongruencia que habita desde siempre en su espíritu, que se sabe eterno y sin embargo, está atrapado en una vida finita, destinado a morir.
De tal modo, amar una criatura, anima más el dolor natural del hombre. El poeta pronto comprende que ama un objeto desproporcionadamente menor que la naturaleza de ese amor.  Angustiado por la fragilidad del soporte de belleza que es Solveig, Adán ensayará esfuerzos poéticos por atraparla en su mente y en sus poemas. Llevada a su alma inmortal, le dará a Solveig su misma condición de “rosa eternizada”.
Por ello, Marechal introduce un nuevo racconto, esta vez enmarcado en el previo, y plantea mediante un recuerdo de infancia, muy anterior al de Solveig, el asunto de la supervivencia del alma.

3.2.10 Negación de la muerte.  Supervivencia del alma
Adán viaja a su primera infancia, en San Martín, y recuerda el velatorio de un bebé.  Con él vendrá la explicación:
“Por eso debía ser alegre el entierro de un niño: era irse a vivir en otro eternamente, por la virtud eterna del Otro.”
Vivir en Otro es el estado de permanencia en unión con Dios, una especie de “cielo” que imagina Marechal para los inocentes, para aquellos que vuelven a la Fuente de su existencia, al morir.
Las jóvenes no habían comprendido una frase que ahora se explica por el episodio de la muerte del niño. Morir es para ellas lo que para el mundo: un castigo, una privación, tal vez un pasaje hacia la nada. Pero el poeta exhibe su mirada diferente, su noción de trascendencia. Expirar no define la disolución más que del cuerpo, de aquello que está sujeto al tiempo y espacio. Pero el alma espiritual, la misma que notaba su naturaleza infinita al sentir dolor por las limitaciones temporo-espaciales, está destinada a regresar, a “vivir en el Otro”, en el Creador.
Si eso sucede con el Creador, cuyo pensar convierte en ser lo que piensa, por virtud del Verbo creador, entonces el poeta, que es demiurgo, piensa y nombra, estará cumpliendo una tarea análoga.
Marechal enlaza, en este capítulo inaugural, el “vivir en Otro” (Dios), con el “vivir en otro” (poeta).
“Y Solveig Amundsen lo ignoraba, sin duda; pero aquella tarde no debió reírse de Adán, porque también ella, sin saberlo, vivía en él una existencia emancipada de las cuatro estaciones. “[22]
Cuando Adán piensa la rosa, hace que ella viva en su alma, que es inmortal, por lo tanto, le concede la inmortalidad. Pero él mismo confiesa que “la rosa es Solveig”.  La amada puede morir, y de hecho, la de Adán se irá, pero permanecerá para siempre viva por virtud del verbo.
3.2. 11. La vocación poética
A continuación, sugestivamente, el texto hablará del humo, identificado con el acto de creación, porque Solveig podrá ser inmortalizada, si Adán la convierte en rosa evadida de la muerte, en poema.
“Lo cierto era , por ejemplo, que al cerrar sus ojos (y Adán lo hizo nuevamente) la rosa no se anonadaba en modo alguno: por el contrario, la flor seguía viviendo en su mente que ahora la pensaba, y vivía una existencia durable, libre de la corrupción que se insinuaba ya en la rosa de afuera; porque la flor pensada no era tal o cual rosa, sino todas las rosas que habían sido, eran y podían ser en este mundo: la flor ceñida a su número abstracto, la rosa emancipada del otoño y la muerte; de modo tal que si él, Adán Buenosayres, fuera eterno, también la flor lo sería en su mente, aunque todas las rosas exteriores acabasen de pronto y no volvieran a florecer. ‘¡Rosa bienaventurada!’, se dijo Adán. ¡Vivir en otro eternamente, como la rosa, y por la eternidad del Otro!”[23]
Un nuevo racconto, vivificará el tiempo de la infancia en que Adán Buenosayres descubrió su vocación poética. El maestro don Aquiles menciona ante todos los niños que él habría de ser poeta. Esta especie de profecía se relaciona con el terror espacio y el terror tiempo, donde se manifiesta la angustia que explica su vocación poética. Sus terrores anuncian al niño una vocación intemporal y sin espacio, que no puede ser saciada sino por el conocimiento de aquello que trasciende la vida. De lo Uno. La mirada inquisidora, que interroga al mundo visible, caracteriza al poeta, y es responsable de su deseo de crear.
“¿Cómo había conseguido salvarse de ambos terrores? Los había superado en su alma que no era espacial ni temporal; por la virtud de su alma, que sabía librar a la rosa del dolor del tiempo y el dolor espacio sustrayendo su forma inteligible de su carne sensible y regalándole la vida sin azar de los números abstractos; gracias a su alma, que al aprehender los sistemas astronómicos de don Aquiles los dominaba y hacía girar en su interior como planetarios de juguete, merced a su alma, devoradora y asimiladora de todo el mundo inteligible, el Microcosmo también ella, o cielo a donde se venía el descarnado espíritu de las cosas.”[24]
El crear, el fijar la belleza terrena en la conciencia, confiriéndole la condición de “rosa evadida de la muerte”, es decir, de eterna, de incorruptible, es lo que combate el terror existencial.
Esos horrores que dominan al niño se manifiestan como una sensibilidad especial que posee y que se identifica con la condición natural de poeta. Ser poeta, de acuerdo con lo que se desprende del texto, es tener una percepción especial de la vida. La mirada del poeta, lejos de mecerse con la música amnésica del mundo, está herida por la visión de la caducidad, de las limitaciones, e incluso de la animalidad que compone al ser humano.
“Desde luego ─se respondió─, era el hombre, la enigmática bestia razonante, la difícil combinación de un cuerpo mortal y un alma imperecedera, el monstruo dual cuya torpeza de gestos hace llorar a los ángeles y reír a los demonios, la criatura inverosímil de que se arrepintiera su mismo Creador.”[25]

3.2.12. Hombre: compuesto de ángel y bestia
Y es esa misma mirada la que se pregunta por qué Dios ha creado una criatura tan bestial, mezcla de animal y de ángel. Y la respuesta incluye justificación para toda la escala del ser.
“El Creador necesitaba manifestar todas las criaturas posibles; el orden ontológico de sus posibilidades le exigía un eslabón entre el ángel y la bestia: y eso era el monstruo humano, algo menos que un ángel, algo más que un bruto. ¿Qué hizo Adán una vez emitida tan sabia hipótesis? Como de costumbre se admiró largamente a sí mismo…”[26]
3.2.13. Equivalencia entre la vida psíquica y la vida experiencial
De la misma concepción de la poesía como modo de percibir, como mirada previa al acto de escritura, se deduce el peso de la vida psíquica.
Adán vive la promesa del fin del mundo como una realidad aterradora.

“Adán estaba en su camita, con el oído puesto sobre el mismo corazón de la noche y de pronto se dijo que la tierra estallaría sin remedio antes de que se pudiese contar hasta diez. ‘¡Uno, dos, tres, cuatro ─contaba él con los dientes apretados de angustia─; cinco, seis, siete─ y contenía la respiración─; ocho, nueve, ¡nada!, nada por esta vez!”[27]
Pero este miedo, que podría ser un típico fantasma infantil, se transforma en algo mucho menos habitual al relatar la muerte de una madre que, en rigor, jamás ocurriría. La perspectiva de la pérdida se torna una sensación tan intensa para el niño que revela una experimentación cuasi tangible.
O su madre había muerto, y él de madera negra con manijas de bronce; y sería un llanto sin gestos el suyo, un llanto silencioso de hombrecito. Y habría en la estancia un fuerte olor de coronas fúnebres, de cera que arde, y de pabilos carbonizados; y, él, ¡pobre criatura!, daba el último adiós a su madre, por última vez la miraría dentro del ataúd, antes de que vinieran los soldadores de ataúdes…”
Imaginar y vivir aparecen en este primer capítulo como acciones equivalentes en importancia, porque ambas conducen a la angustia pero también a la transformación interior, a la búsqueda de sentido y a la superación de los límites humanos.
El texto deja clara la equivalencia cuando menciona que Adán regresa a la realidad donde no ha ocurrido la muerte de su madre y, sin embargo, sigue horrorizando a los espectadores, que lo consideran “monstruo”.
“De pronto, volviendo a la realidad, oía desde su cama la lenta y armoniosa respiración de su madre; y comprendía entonces que su drama no era real sino imaginado. Pero sus lágrimas corrían verdaderamente, y cien voces duras lo acusaban en la tiniebla: ¡Monstruo!”
La imaginación, expresada o no en creación poética, es una potencia de aprendizaje espiritual. Lo que sugiere que, finalmente, a esos efectos, no es tan distinto haber imaginado a haber experimentado físicamente.
Quizá por ello su madre decía, ante esos gritos de angustia surgidos del sueño:

Es Adán que tiene un mal sueño ─decía ella─, será mejor que lo recuerde.” [28]

Recordar el sueño es, de algún modo, haberlo imaginado, haberlo vivido y por tanto haber aprendido sin necesidad de sufrirlo en carne propia.
Sin embargo, Adán se reprocha esa actitud infantil de saldar sus aprendizajes detrás de la cobardía de lanzarse a vivir en poesía aquello que no se anima a vivir en la realidad.

“Más habría valido jugarse todo, como el abuelo Sebastián, en la gran ilusión que afuera tejía cada hombre y que se llamaba ‘un destino’: buena o mala, sublime o ridícula, de cualquier modo habría sido un gesto leal, una postura honrada frente a lo Absoluto. Pero él, inmóvil como un dio que se ha cruzado de piernas y se hace espejo de sí mismo, había dado siempre en la locura poética de adjudicarse, desarrollar y sufrir ad intra sus destinos posibles, mediante cien Adanes fantasmagóricos que su imaginación hacía vivir, padecer, triunfar y morir.”[29]
Mediante este fragmento es posible observar la postura encarnada de Marechal, que propone la actividad poética como un ejercicio espiritual, que no por ello deba ser escindido de la realidad. Poetizar no debe ser una evasión del mundo sino, muy por el contrario, debe estar asociado estrechamente  con las condiciones históricas, sociales, culturales en que se manifiesta.
3.2.14. Inscripción en una historia y genealogía
Adán evoca a su abuelo, intenta recordar sus rasgos y sus relatos.
“¿Cómo se reconstruía la cara del abuelo Sebastián? Era necesario juntar los párpados con fuerza y pensar en él intensamente al punto, dentro de la negrura interior, aparecían la barba lluviosa, los ojos redondos y lucientes como cabezas de tornillo y la encorvada nariz del abuelo Sebastián.”[30]

Detrás de la figura del abuelo, hay mucho más que la simple evocación de un rostro. En este ejercicio de construcción imaginativa el niño forja no sólo un pasado sino parte de su propia identidad. Reconstruye con la memoria y luego edifica toda una realidad edificada con relatos que no vivió, que le han contado, que ha imaginado. 
Su vínculo con la vida y con su Patria deviene, en algún punto, de este antepasado que representa toda la genealogía en colisión y mestizaje, con las condiciones de una sociedad apenas escindida de la colonización, sedienta de identidad y también de valores comunes.
Hacia el final de la evocación, el regreso a la dimensión espiritual sitúa a Adán frente a la muerte y la escatología final que alberga a su abuelo.

“Eso era, sin duda: el abuelo Sebastián había llegado a la estancia celeste, le habían permitido desensillar y había soltado su tordillo viejo en el campo de las estrellas.”[31]
En este pasaje funde el destino criollo con la experiencia existencial, mística, que atraviesa toda la obra.  Con esto, el autor salva la polaridad posible, reclamable en la escena de las letras argentinas, entre la tradición estética europea que sustenta su obra y la realidad encarnada en América, en el Río de la Plata, en el siglo XX. La respuesta está en la simbiosis, bien propia de nuestro barroquismo americano que es de por sí complejo, de por sí mestizo:
“Sus causas inteligibles eran, según el astrólogo Schultze, los ángeles neocriollos, propagandistas de la emigración e invisibles tentadores de hombres, que recorrían el mundo y arengaban a toda nación, a reclutar voluntarios y conducirlos a las cóncavas naves: dichos mensajeros avanzaban delante de los navíos: con un ala cubrían y amparaban la débil quilla […], a fin de que los reclutas llegaran sin dolor y se cumpliera el alto destino de la tierra Que-de-un-puro-metal-saca-su-nombre. ¿Y no se avergonzó Adán al suponer que ángeles con escarapelas azules y blancas podían ser testigos de su escandalosa inercia?[32]
Así es como concluye el capítulo inaugural del Libro Primero.
3.2      Conclusiones:

Adán Buenosayres, con su gran condensación de sentidos y planos, ha dado lugar a críticas diversas. Muchos han observado en ella una estructura caótica, han sugerido que ciertos apartados están de más, que la polifonía y la diversidad de tonos y estilos podrían operar negativamente sobre la calidad de la obra.
Pero quien se aventure a la raíz de todos los planos, verá, en cambio, el orden maravilloso y el sentido de unidad que se esconde detrás de toda la producción de Leopoldo Marechal.  
Si Descenso y ascenso del alma por la Belleza pudiera ser la sentencia a partir de la cual toda la filosofía de Marechal se desenrolla,  el Libro I de Adán Buenosayres bien podría servir de sentencia dramatizada, experimentada argumentalmente por un personaje, e igualmente densa, profunda y espermática para su creación posterior.
Por virtud de la técnica que escoge el autor, aquella del “papiro por desenrollar”,  este capítulo inaugural cobra una importancia mayor a ningún otro, especialmente tratándose del Libro primero de la obra que se considera su opera suma.
Con el mismo esquema analógico, el personaje de “Adán Buenosayres” es también microcosmo frente al universo. El autor parece retratar en él una muestra mínima que representa la realidad completa.
En efecto, Adán Buenosayres es referencia directa al Adán del Génesis, el primer hombre, recipiente de la vida donada por el Creador. El mismo Adán que decide libremente “caer”, “descender”, sufrir las privaciones y las consecuencias de la muerte. Adán Buenosayres, como él,  está también “herido de muerte”. Pero el Amor aún puede salvarlo y convertirlo en “rosa evadida de la muerte”.
Así,  según señala Graciela Maturo, la peregrinatio de Adán Buenosayres se ofrece como ese libro por desenrrollar,  “como microuniverso total con su propio centro de sentido capaz de tornar inteligible al mundo y de reanudar su vínculo trascendente”.  La lectura del microcosmo “Adán Buenosayres” podrá convertirse, en consecuencia, en una apertura del lector a la contemplación, “[al ] momento en que la Creación entera se vuelve Libro”.[33]





















[1] Marechal, Leopoldo. Descenso y ascenso del alma por la belleza. Buenos Aires, Citerea, 1965. (Pág. 114.)
[2] Barcia, Pedro Luis. “Marechal y la aventura estético religiosa del alma.” En: Marechal, Leopoldo. Descenso y ascenso del alma por la belleza. Buenos Aires, Vórtice. (Pág. 17.)
[3] Maturo, Graciela. Marechal, el camino de la belleza. Buenos Aires, Biblos, 1999.
[4] Ídem.
[5] Marechal, Leopoldo. Adán Buenosayres. Buenos Aires, La biblioteca argentina, 2000. (Pág.23.)
[6] Op. Cit. (Pág. 298.)
[7] Op.Cit. (Pág. 121.)
[8] Barret, Ch. K. El evangelio según san Juan. Madrid, Cristiandad, 2003.
[9] Maturo, Graciela. Marechal, el camino de la belleza. Buenos Aires, Biblos, 1999. (Pág. 118-199.)
[10] Ídem.
[11] Op.Cit., (Pág. 33.)
[12] Op. Cit. (Pág. 19-20.)
[13] Marechal, Leopoldo. Adán Buenosayres. Buenos Aires, La Biblioteca Argentina, 2000. (Pág. 19.)

[15] Op. Cit. (Pág. 27.)
[16] Op. Cit. (Pág. 21.)
[17] Op. Cit. (Pág. 21.)
[18] Op. Cit. (Pág. 26.)
[19] Op. Cit. (Pág. 33.)
[20] Ídem.
[21] Véase Maturo, Graciela.  La poesía, un pensamiento auroral, Buenos Aires, Alción, 2014.
[22] Op. Cit. (Pág. 21).
[23] Op. Cit. (Pág. 20).
[24] Op. Cit. (Pág. 33.)
[25] Op. Cit. (Pág. 32.)
[26] Ídem.
[27] Op. Cit. (Pág. 28.)
[28] Op. Cit. (Pág. 29.)
[29] Op. Cit. (Pág. 33.)
[30] Op. Cit. (Pág. 29.)
[31] Op. Cit. (Pág. 31.)
[32] Op. Cit. (Pág. 35.)
[33] Maturo, Graciela. “De la estética metafísica de Leopoldo Marechal a una hermenéutica fenomenológica de lo imaginario. En: Revista de Literaturas Modernas. N.° 33. Mendoza, 2003.