domingo, 28 de julio de 2019

Columnita de mitos. Dafne y Apolo


Apolo y Dafne, cazador cazado y presa que fue árbol
Dependiendo de qué frontis atravesemos en el templo del mito, hallaremos una enseñanza u otra. Se ha dicho por ahí que frente a toda obra el lector sólo se lee a sí mismo… Veamos qué le sopla al oído a cada quien el Mito de Dafne y Apolo.
Estaban en riña Apolo y el hijo de Afrodita, a quien los griegos llamaban “Eros” y los romanos, “Cupido”. Una criaturita alada que flechaba con dos saetas a sus víctimas. Una era de oro y despertaba el amor inmediato por quien primero se apareciera ante los ojos del herido. La otra, era de plata y generaba, con la misma premura, el rechazo.
Si bien Cupido lo hacía llevado por su capricho momentáneo y un ánimo hilarante, había aprendido a usar muy bien su arco. Estaba furioso con Apolo y sabía cómo vengarse. Por ello, lo siguió hasta el bosque y le asestó un flechazo áureo para que se enamorara de lo primero que viera. Lo que vio el dios Sol fue a Daphne, la segunda víctima de Cupido. A ella, con una saña imperdonable, la flechó el amorcito con la flecha de plata. Lo que sucedió después, ya pueden imaginarlo… Apolo comenzó a sufrir ese tormento que llamamos “amor”. Su adorada Dafne, en cambio, sólo supo escapar desesperada del sujeto que le resultaba desagradable.
Cuando descubrió que no sería fácil huir de un dios y mucho menos, de un dios enamorado, comprendió que necesitaría auxilio celestial y le pidió a su padre que le permitiera preservarse de éste y de todos los hombres: abrazaría la castidad. El dios le concedió el ruego y Dafne, frente a los ojos azorados de quien amaba las curvas de su cintura y la piel lustrosa de cada región de su cuerpo, se fue transformando en un laurel colosal. Un árbol de laurel.
Apolo no supo hacer más que llorar a los pies del torso que se tornó tallo y los miembros que fueron ramas o raíces. Así, con el líquido que vertió en llanto, no hizo sino regar las raíces de su amada para alzar incluso más la distancia interpuesta por Cupido.
El árbol es, para los estudiosos del símbolo, la imagen del deseo ascensional del hombre que hinca las raíces en tierra para no olvidar su naturaleza y, sin embargo, crece hacia lo alto y aspira a alcanzar el cielo.
Algunos intérpretes dirán que Dafne, como Diana, representa a quienes rechazan la vida marital y se consagran a otras vocaciones. ¿”Sublimación” habría dicho Freud?
Pero esta naturaleza polisémica del mito aun nos permite varias interpretaciones. Será posible descubrir el motivo por el cual Apolo siempre lleva una corona de laureles y gusta de premiar a sus atletas con esa tiara.
La actitud juguetona de Cupido y sus flechas, quizá retrate el carácter caprichoso e inexplicable que nos suscitan la atracción o el rechazo, cuando vemos por primera vez a alguien. Nada hay para hacer contra eso. Nada,  si nos empeñamos en evitar que nos arrase el amor o nos congele el rechazo de quien nos conmueve. Sólo ese amor ínfimo que es Eros podrá decidir el cariz de ese primer flechazo.  
Pero como en el mito cualquier flanco se abre portal, probablemente el costado que más aporte a nuestra experiencia actual es la paradoja de perseguir algo deseado y, en esa carrera, alejarlo más incluso. Cuanto más se acerque Apolo, más repudio sentirá Dafne.
Tal vez ésta sí sea una tragedia cotidiana de la que nadie está exento. Y la insistencia de retener lo adorado se convierta en la fórmula efectiva para que el amor se nos diluya, como agua, entre las manos.
Aunque… Dejemos que lo diga Garcilaso, que lo hace tanto mejor:

A Dafne ya los brazos le crecían,
y en luengos ramos vueltos se mostraban;
en verdes hojas vi que se tornaban
los cabellos que al oro escurecían.
De áspera corteza se cubrían
los tiernos miembros, que aún bullendo estaban;
los blancos pies en tierra se hincaban,
y en torcidas raíces se volvían.
Aquel que fue la causa de tal daño,
a fuerza de llorar, crecer hacía
el árbol que con lágrimas regaba.
¡Oh miserable estado, oh mal tamaño!
¡Que con lloralla crezca cada día
la causa y la razón por que lloraba!
                                                     GARCILASO DE LA VEGA

Columnita mitos. Edipo


El destino inexorable o Edipo, rey de Tebas
Hay un mito emblemático que se ha tornado tragedia de la mano de Sófocles, pero que pasado el periodo clásico siguió contándose narrativamente como era en el origen.
Se trata de Edipo. Nacido de sus padres Layo y Yocasta, es abandonado en un monte porque un oráculo aseguró que ese hijo mataría a su padre y se casaría con su madre. Con el horror lógico frente al presagio, Layo manda a un súbdito a deshacerse de él. El hombre agujerea un piecito del bebé y lo cuelga de un árbol para evitar convertirse en asesino, y convencido de que en ese estado de indefinición dejaba abierta la posibilidad de que los dioses definieran el futuro de la criatura. De la herida del pie toma su nombre Edipo. Con el pasar de las horas, un pastor del reino de Corinto se encuentra al niño. Lo libera y lo lleva hasta la estancia de los reyes, Pólibo y Mérope, quienes lo acogen con mucha alegría ya que el deseo de ser padres no les había sido concedido.
Edipo se cría con esos padres amorosos, pero en un banquete escucha de boca de un beodo algo que lo lleva al oráculo de Delfos. Allí se entera de que matará a su padre y se casará con su madre, pero sigue desconociendo su origen.
Para no cometer esas atrocidades, decide abandonar el reino y alejarse de sus padres. En el camino, se topa con un grupo de hombres, se enfurece y asesina a uno de ellos. El sujeto resulta ser Layo, rey de Tebas y su padre biológico.
Más tarde, es abordado por la esfinge, monstruo que sometía a la ciudad de Tebas al terror. Cada peregrino que la encontraba debía responder un acertijo. Si no lo lograba, la esfinge lo aniquilaba. La adivinanza decía: ¿Cuál es el animal que de mañana camina en cuatro patas, de tarde en dos y de noche en tres?
Edipo resolvió el dilema: “El hombre”, de niño gatea, de joven anda en sus dos piernas y de anciano usa los pies y un bastón. La esfinge paga con su muerte el hallazgo de Edipo, y con ello el héroe exime al pueblo de Tebas de su yugo.
Detrás de la figura de la esfinge es posible que haya lo mismo que detrás del Minotauro: un tributo. Las ciudades antiguas eran vencidas y luego de un saqueo inicial quedaban ligadas a la nación vencedora mediante una deuda que se pagaba regularmente. La esfinge podría representar el tributo que le pagaba Tebas a un pueblo enemigo.
Cuando Edipo la libera de esa opresión gana el derecho de ser rey. Así es como sucede a su padre Layo en el gobierno de Tebas y, naturalmente comparte el poder con Yocasta, con quien se casa, ignorante de que se trata de su madre.
Sófocles dedica su tragedia Edipo Rey a la investigación que el héroe lleva a cabo para conocer por qué la ciudad sufre epidemias y malogra sus cosechas. De a poco va comprendiendo quién es y con quién se ha casado. Incapaz de seguir viendo esos sacrilegios, se quita los ojos, mientras su madre se suicida.
La historia busca transmitir patéticamente la creencia en un destino inexorable propio de la Civilización Griega. Edipo corre escapando de su sino y en la carrera se encuentra con él.
Durante el proceso de reconstrucción, Yocasta se preserva de saber la verdad e intenta convencerlo de que no busque más. Pero Edipo es un héroe noble y siente que es su responsabilidad acabar con los males de la ciudad. En ocasiones se deja llevar por la hybris (desenfreno), pero debe su inevitable infortunio al error fatal, el asesinato de Layo.
La historia de Edipo sometido injustamente por el destino servía para educar las emociones de los ciudadanos antiguos mediante la catarsis que purificaba todo sentimiento negativo. El hombre común tendía a preguntarse qué males podrían lloverle a él si al gran héroe tebano la vida lo castiga así. Aprendía, de tal modo, a evitar su propio error fatal por medio de la prudencia y la mesura.