domingo, 17 de noviembre de 2019

El circuito de la poesía.


El circuito de la poesía
En el ámbito de La Pampa se produce mucha más poesía que narrativa o dramaturgia. ¿El motivo? Lo desconocemos. Quizá el paisaje y esa sensación de soledad e intemperie que constituyó nuestra primera identidad hayan suscitado más este lenguaje que otro. Tal vez la estridencia de la Naturaleza en su llana resignación haya ganado la partida, a diferencia de los afanes de las grandes urbes que se piensan a espaldas del paisaje.
Lo cierto es que los códigos líricos son diferentes. Al teatro le interesa cumplir una función apelativa, que llame al espectador a dejarse transformar por medio de la catarsis. A la narrativa, contar hechos, reales o no, o crear un mundo total y  paralelo al de la realidad. Pero la poesía es otra cosa… No se trata de contar, ni de provocar catarsis. Es la función emotiva la que prevalece. Y el oído resulta el más herido de los sentidos.
Un ritmo, un uso cadencioso de la palabra acerca la lírica a la música. Es que ambas están emparentadas indisolublemente. Por ello llamamos “lirics” a las letras de las canciones.  El origen de la poesía fue un recitado en compañía de la música de la lira. De allí, la denominación.
Las letras de las canciones son poesía.
Aunque no compremos libros de este género, lo consumimos sin saberlo, permanentemente.
En las prioridades de la poiesis poética, que suene bello está incluso por encima de que el texto sea claro, lógico o comprensible. No obstante, opera sobre una imaginación especialmente plástica.
Es una evidencia la belleza sonora que busca el poema. La percibimos de inmediato. Pero, si la palabra está formada por un sonido asociado a un sentido, la belleza en el sentido depende de las imágenes desplegadas en la imaginación del lector a partir de la lectura  o la escucha del poema.
Al reflexionar sobre los mecanismos de la poesía, podríamos ilustrar sus momentos como si se tratara de un circuito de causas y efectos. ¿En qué consiste? En principio, ocurre un proceso de metaforización del autor, el poeta toma una imagen para retratar su mundo interior. Esa imagen queda cristalizada en el poema independientemente de la circunstancia que llevó al autor a sentir aquello que la imagen retrata.  Es cuando emerge el símbolo. Cuando el lector recibe ese “símbolo” despojado de experiencias toma la imagen y tiende a re-metaforizarla con su propia experiencia.
Pongamos un ejemplo: Supongamos que el poeta recuerda un verano de su infancia en que observaba una sudestada por la ventana de algún edificio costero. Al regresar de vacaciones, su familia se derrumbaría por la muerte inesperada de uno de sus miembros. Décadas después escribe un poema en el que habla de un mar embravecido, que para él representa una especie de presagio de pérdida irremediable.
La poesía no se explica. Esa situación subjetiva que dio lugar al poema no se revelará. Aunque sí estará intacta la descripción de un mar tormentoso. Al arribar a las manos de un lector, la imagen de las olas furibundas llegará como un símbolo que pronto la sensibilidad del receptor convertirá en aquello que, desde su experiencia, puede identificarse con el mar embravecido. Una discusión enardecida con su pareja, una enfermedad que lo acecha, o lo que fuera...  
Cuando el lector lea por primera vez el poema se maravillará frente a la pericia del poeta para leer y describir su estado interior. Se preguntará qué inspiración pudo soplarle al oído exactamente lo que siente uno de sus lectores (él mismo). “Parece haber sido escrito para mí”, se dice. Y esta admiración se debe a la ambigüedad del símbolo y la naturaleza abierta de la poesía. El lector vuelve a metaforizar la imagen y la carga de su propia experiencia. Es el momento en que se cumple la función emotiva que mueve del mismo modo al lector cuanto movió al poeta al ser escrita. Ese encuentro de dos espíritus es el milagro de la poesía.
En la medida en que el poeta tiene genio,  mayor grado de re-metaforización suscitará en los demás su creación. Cuando el artista es infecundo o excesivamente prosaico produce esas frases unívocas y, por tanto, muy poco poéticas. Los “pingüinos en la cama” para hablar del enfriamiento de una pareja, los juegos absurdos de poner en alquiler “el cuarto creciente de la luna” o “tu reputación son las primeras seis letras de esa palabra”, insuperable en su mal gusto.  Esas fórmulas están tan lejos de la poesía como de la física cuántica. Si la musa tiene piel de naranja o un humor hormonal irritable es riesgoso poetizarlo. Habrá que lograr enormes habilidades para convertirlo en algo bello de ser imaginado..
“No consigo respirar/ Hago apnea desde el día en que no estás/Caigo hasta el fondo del mar, arañando la burbuja en que no estás…”
Estos versos que pertenecen a Ricardo Arjona, alguien que vive de su poesía y de su música, no parecen convocar ni la belleza del objeto descrito, ni la locuacidad del poeta. En las antípodas de eso,  dice Borges:
“¿Quién es el mar? ¿Quién es aquel violento/y antiguo ser que roe los pilares /de la tierra y es uno y muchos mares /y abismo y resplandor y azar y viento?”
Vaya aquí un homenaje a los poetas que nos arrancan la emoción estética porque han sabido donar sus imágenes para que los lectores escriban, en idénticas palabras, su propia historia.

Publicado el 17 de noviembre de 2019 en "Viejo Mar" Revista cultural de La Reforma

Columna de mitos. Antígona


Hija de Edipo y de Yocasta, Antígona era ejemplo de rectitud. Cuando su padre partió al destierro a purgar las faltas que lo habían llevado a matar a Layo, y casarse con su madre, Antígona lo acompañó.
Mientras tanto, Creonte, tío de Edipo siguió gobernando Tebas. Pero los dos hijos varones del exiliado, Etéocles y Polinices, reclamaron el trono. Juntos vencieron a Creonte y se hicieron del poder.
Poco después, Etéocles expulsó a Polinices para convertirse en único rey de Tebas. Tenía el apoyo de Creonte, que incluso dirigió a su ejército hasta Atenas para capturar a Antígona e Ismene. Después de la intervención de Teseo, Creonte cambió de opinión y las dos hermanas regresaron a Tebas voluntariamente.
En aquel momento, Polinices y sus seguidores habían iniciado una batalla contra su propia ciudad, muriendo poco después en un duelo con Etéocles, que también perdió la vida. Creonte recuperó el poder y enterró a Etéocles con honores de rey, olvidándose de Polinices, a quien dejó fuera de la ciudad, insepulto y expuesto a la voracidad de las aves rapiñeras. La humillación fue más allá, la decisión se tornó ley. Creonte prohibió los ritos funerarios para Polinices bajo pena de muerte a quien incumpliera. Pero Antígona desafió al rey y arrojó tres puñados de tierra sobre el cadáver. Creonte, enfurecido, la hizo arrestar.
Poco después, el profeta Tiresias le advirtió que debía enterrar a Polinices y liberar a Antígona. El rey, atemorizado por las palabras del oráculo, siguió su consejo. Al regresar los guardias a la cueva que hacía las veces de prisión, descubrieron que la heroína se había ahorcado. Este hecho provocó una cadena de desgracias para Creonte, comenzando por el suicidio de su mujer y generando también la muerte de su hijo Hemón que prometido en matrimonio a Antígona, había suplicado a su padre la liberación.
En el mito y en la tragedia de Sófocles Antígona da la vida por defender la dignidad de su hermano muerto. Pero el sacrificio implica mucho más que la lealtad familiar. Desempolva una polémica perenne en la historia del pensamiento: la visión inmanente contra la visión trascendente.
En efecto, mediante el conflicto de Polinices y sus ritos funerarios se reaviva la discusión. ¿Puede un soberano someter a un pueblo a la desobediencia de las leyes olímpicas? ¿Puede el poder humano aplicarse al reino de la muerte, que excede su soberanía? ¿No hay designios mayores que operan muy por encima de reyes y ejércitos?
Las leyes humanas encarnadas por la figura de Creonte postulan una potestad aplicada a un ámbito que no le corresponde, que excede su jurisdicción.
La desobediencia a la ley de la ciudad que comete la heroína y le trae la muerte es un modo de convertirse en mártir.
El puñado de tierra que arroja sobre el cuerpo de su hermano es la apología misma de la causa de los dioses. Antígona lucha en esa acción contra los excesos del poder de turno, que, imberbe, se siente incluso en el derecho de vulnerar el carácter sacro con que los antiguos concebían el más allá.
Así se erige ella, en el final de su existencia, en la rectitud ya no moral, sino sagrada.  En símbolo de la sensatez de quienes respetan la naturaleza del hombre como humilde criatura. Como simiente gestada por fuerzas superiores de las que procede y a las que volverá. De ese hecho depende para Antígona la dignidad humana.  
Y su tragedia desnuda la nimiedad de los vaivenes políticos que nunca debieran osar someter la naturaleza a su insignificante y efímero yugo.