domingo, 8 de septiembre de 2019

Pigmalión en la columnita de mitos


Pigmalión y los efectos de la Palabra
Pigmalión era un Rey que aspiraba a casarse con una mujer que fuera perfecta. Pero los años transcurrían y no daba con ninguna que tuviera esa característica. Como no la hallaba, intentaba aplacar su ansiedad esculpiendo figuras en mármol.
Un día terminó una obra y se enamoró de ella a un punto que pidió a los dioses que le dieran la gracia de poder amar a esa mujer como una criatura real.
Afrodita le envió un sueño en el que Galatea, como había llamado a la escultura, cobraba vida. Temeroso de haberse engañado, el rey notó que estaba cálida, que sus venas latían. Afrodita vio qué tan feliz lo había hecho el sueño. Y, cuando despertó, la diosa le concedió el milagro y él, por fin, tuvo su Reina.
El mito, como suele suceder, suscita diversas interpretaciones.
En principio, Pigmalión representa al artista que se enamora de su obra, o al maestro que se siente orgulloso de su discípulo.
Los autores que además hacen docencia suelen recomendar, a dramaturgos, poetas o narradores que, una vez terminada una producción, busquen una distancia antes de cursarla para su publicación. El motivo es que todo artista se identifica tanto con su trabajo que es incapaz de verla como la observaría un tercero. Es preciso alejarse para poder reconocer su verdadero valor. Este hecho explica el hábito de algunos artistas plásticos de tapar su producto por un tiempo para redescubrirlo de pronto, en otro contexto.
Pero también, visto desde la pedagogía y la psicología,  mediante este mito se retrata el “efecto Pigmalión” cuyo interés es creciente en los últimos años.
¿De qué se trata? Un alumno, un hijo, un discípulo se esmera por cumplir la expectativa del educador, tanto si es esperanzada como si profetiza un desempeño negativo.
El niño en formación desconoce parcialmente los alcances y las tendencias de su identidad, motivo por el cual toma las características que le atribuyen los adultos y fatalmente cumple con ellas al actuar. Así sucede lo que  llamamos “profecía autocumplida”.
El peligro de cristalizar una personalidad tal cual es en una circunstancia requiere una atención especial. No se trata de moldear arcilla sino de edificar un hombre o una mujer.
Nuestra gramática distingue las cualidades, de los estados. Técnicamente, una cualidad es parte del sujeto, y define las características constituyentes de cada ser. En cambio, cuando se trata no de una condición sino de un estado del sujeto al momento de cumplirse la acción estamos frente a un “predicativo”, es decir, un modo de estar en ese preciso instante. Esta diferencia que parecería ser formal es, en cambio, esencial. Pongamos un ejemplo:
El niño entregó, atolondrado,  la evaluación.
El niño atolondrado entregó la evaluación.
En el primer caso, el niño no es atolondrado sino que estuvo torpe en ese momento del examen. En el segundo, es así siempre. En ese “siempre”, en esa cualidad calificada como inherente a su ser, hay una promesa de eternidad.
Esta divergencia es medular a la hora de generar una conciencia de sí. Porque todo aquello que sea un estado puede mejorarse. Pero la condición de alguien promete permanencia, inalterabilidad y, en fin, determinismo.
El resultado de un modo y otro de decirlo puede tener efectos a largo plazo. No será la primera vez que la Palabra crea realidades.
El mito, más que nunca en este caso, es una lección de prudencia, de empatía y de inteligencia aplicada a la tarea de educar que, tanto si somos padres como si cumplimos algún rol en la educación formal debemos aprender sin excepción.