domingo, 30 de junio de 2019

La estupidez de la codicia. El rey Midas.



Es sabido que los griegos tenían en la mesura el ideal del hombre. Eran, lo que según Nietzsche califica, “apolíneos”, es decir, buscadores incansables del equilibrio, de lo conveniente, de la justa medida, de la prudencia, etc.
También es célebre la diferencia entre  el concepto de la actividad laboral concebida por el pueblo heleno y la exaltación del trabajo y sus réditos que tuvieron luego los romanos.
Otium y negotium certifican etimológicamente la diferencia. Para los griegos, el término positivo era el ocio, y su negación “Neg” “Otium” era aquel tiempo que el hombre necesariamente debía dedicar a conseguir las necesidades materiales básicas. Ese periodo diario era un verdadero hurto a la educación y el ejercicio de aquello que dignifica al hombre: el ocio, la reflexión, el estudio, la creación artística, etc. Es decir,  las actividades dignas de ser ponderadas. A partir de la Civilización Romana, este concepto se invirtió. Pragmáticos como eran, los romanos consideraron desde tiempos muy remotos que lo importante era la riqueza y que se lograba mediante esfuerzos en el trabajo o en la guerra.
A partir de entonces, el mundo occidental fue adoptando esta concepción alternativamente, aunque la ponderación de la materia por encima de todo jamás remitió y llega hasta nuestros días.
No obstante, los griegos, con su espíritu apolíneo, habían pensado combatir el materialismo de un modo sugestivo. Tomaron la fama de un rey Frigio para forjar el mito.
El rey Midas, en efecto, fue un soberano que expandió su imperio en muy poco tiempo.
Cuenta la historia que, cuando murió Orfeo, Dionisio (el dios del vino y el desenfreno), partió de Tracia. En el camino, su guardián Sileno, anciano y beodo como estaba, se perdió.
Unos frigios lo hallaron y lo llevaron ante Midas, el rey. Cuando él lo vio supo de inmediato que se trataba del guardián de Dionisio. No fue extraño porque Midas se había convertido al culto de Dionisio recientemente. Por eso, ofreció un banquete de diez platos en honor de Sileno y cuando todos hubieron hartado el hambre y la sed, condujo una comitiva para reunir al guardián  con su señor. Dionisio los recibió con enorme alegría. Como pago por la generosidad de Midas, le ofreció cumplirle un deseo.
El Rey, imberbe como solemos ser muchos de sus congéneres aun milenios después, cometió la estulticia de pedir que se le concediera un don. El de convertir en oro todo lo que tocaba.
El imperio frigio comenzó a enriquecerse sin límites, al mismo tiempo que Midas ayunaba y se abrazaba al insomnio sin remedio. Bastaba con que tocara su cama para que ésta se tornara metal rígido y frío. Cada vez que quería llevar agua a su boca, el líquido se solidificaba en un lingote de oro y de ningún modo calmaba su sed. Lo mismo sucedía con los alimentos. 
Cuando la situación se tornó insostenible, Midas acudió a Dionisio y le rogó que le quitara el don recibido. Después de sumergirse en la fuente que representa la sabiduría, Midas perdió su don pero ganó su vida.
Y su ejemplo sigue enseñando la estupidez de la codicia que pone, por encima de todo, el dinero, los metales preciosos, las joyas. Ninguna de esas cosas puede garantizar la supervivencia y sí conspira contra ella.
No hace falta citar ningún caso para saber que la carrera material destruye vidas, genera  infartos y, en fin, siempre se pierde. A medida que alguien se enriquece, adquiere nuevas necesidades. Cambian sus referentes, se encarecen sus gustos y vuelve a sentirse pobre. Es la historia de nunca acabar y la fórmula perfecta de la infelicidad.
En suma, la lección del rey Midas es una de las enseñanzas míticas más vigentes milenios más tarde. Y los griegos vuelven a proponer por su intermedio, que incluso en la conquista de la riqueza, lo ideal es la moderación, una ambición “apolínea”.