domingo, 30 de agosto de 2020

Reseña de “Medio siglo con Borges” de Mario Vargas Llosa

El libro, editado por Alfaguara, en Buenos Aires durante el 2020, es una colección de reflexiones y estudios sobre la obra y figura de Borges hecha por otra pluma fundamental de la literatura hispanoamericana, Mario Vargas Llosa. Los textos surgieron a lo largo de esos cincuenta años con el formato de conferencias, reseñas y crónicas que los testimoniaron. El mismo Vargas Llosa advierte: “desde que leí sus primeros cuentos y ensayos en la Lima de los años cincuenta, fue una fuente inagotable de placer intelectual.” Pero, contrariamente a lo que se espera de un texto como éste y viniendo de quien viene no es simple condescendencia lo que se dice. Pues el Premio Nobel no cae en la tentación de inclinarse hacia ninguna de las dos posturas que caracterizaron el acogimiento de la obra de Borges. De rechazo, por sus opiniones políticas, o de profunda admiración por la perfección de su obra. El escritor peruano hace gala de su originalidad de creador y propone artículos cuyo punto común es aceptar el crédito que el mundo le dio al autor argentino con el fin de suavizar lo que de verdad tiene intenciones de decir. Uno de los asuntos que lógicamente debió convocar la subjetividad de Vargas Llosa es el desprecio de Borges por el género de la Novela. “El ripio” era la primera de las argumentaciones de Borges contra la novela. El “ripio”, esos muchos pasajes que se utilizan para conectar unos hechos con otros, con el fin de rellenar lo que sí vale la pena, malogra toda novela, pero Vargas Llosa revela otra con la que quienes amamos el género coincidimos plenamente. La novela es una experiencia más totalizadora. Atañe no sólo a la construcción creativa ejercida con la razón, a fuerza de sus ladrillos filosóficos, dialécticos e intelectuales. Incluye, como la vida, la puesta en escena de todas las capacidades y potencias humanas. La razón es sólo una de las potencias humanas. Eso convierte el texto en una actividad transformadora tanto para quien la escribe como para quien la lee. La novela tiene otra gratuidad, ligada al sinsentido y las torpezas de la vida, a la improvisación, al error, a la emoción que cada episodio despierta en los personajes, etc. El cuento, en cambio, suele ser un producto deliberado de antemano, de edificación minuciosa y analítica y su trama se proyecta y cierra antes de ser escrita. El asunto del género no es menor. En un cuento, como en un poema, la densidad de sentido de una palabra es mucho mayor que en una novela. Eso genera la exigencia de que, tratándose de un producto breve, cada detalle conduzca al efecto que debe dar el cuento. Nada ha de ser baldío. Por el contrario, si vemos un anillo que se describe con detalle o un sillón de terciopelo verde a espaldas de una ventana, seguramente esos objetos serán resolutivos en el relato. Y aquí es donde se explica la crítica de Vargas Llosa a Borges. La novela se inclina mucho más hacia un retrato del caos de la vida tal cual se percibe. El cuento muestra, en cambio, el ingenio con el que el escritor va conduciendo las capacidades del lector, va manipulando sus conjeturas y sus sorpresas. La previsibilidad de este tipo de texto en el acto de escritura es lo que limita la capacidad transformadora del género. Con la misma honestidad con que el autor de “Medio siglo con Borges” reconoce haber sentido placer intelectual frente a sus textos, califica prácticamente de eremita a ese hombre que vive más dentro de la tradición literaria que en un sitio de Buenos Aires o Ginebra. Su capacidad de relacionarse la atribuye a una educación que no le permitía desairar a nadie. Pero no era real sino aparente. “¿Me escucha? Tengo la impresión de que sólo accidentalmente. Habla no a un interlocutor definido, esa persona de carne y hueso que tiene al frente y que debe ser para él apenas una sombra, sino a un oyente abstracto y múltiple ̶ lo que es el lector para el que escribe – y quien está a su lado se siente un mero pretexto, renovado y anónimo, de ese monólogo incesante, erudito, fascinante, que es para él una conversación.” Mientras describe el vestido que permanece cinco años después de la partida de su madre, sobre la cama que le perteneció, y revela el aire de celda monástica que tiene el propio cuarto del escritor argentino, también le dedica una crítica lúcida no a sus textos sino a las ideas sobre la vida y la literatura que están supuestas allí. “[…] el tiempo, la identidad, el sueño, el juego, la naturaleza de lo real, el doble, la eternidad. Se aventura a decir que al hombre lo dominaba el temor a la vida, especialmente al sexo y al peronismo. Se permite algo de mal gusto que suma sólo para desprestigiar a uno de los cerebros más lúcidos del siglo XX. Remite el patetismo de su iniciación sexual. Esto y las opiniones del peruano respecto a la intimidad de la relación amorosa de Borges con María Kodama son el punto más cuestionable de la reseña, junto con la calificación de “tiranías” con que define a los gobiernos de Perón. En fin, postula que los temores de Borges, deshumanizan su arte y la convierten casi en un teorema. El rigor con que Borges maneja no sólo la historia de la literatura y la filosofía, la poética de todos los géneros literarios, la obra de los principales escritores que dio la historia es lo que lo aleja del público que podría consumirlo. Tal es la tesis de Vargas Llosa. Quizá sea cierto. De algún modo, Borges es una usina para escritores, una usina que sólo se enciende si uno conoce previamente los temas, o está dispuesto a dejar en pausa la conclusión y estudiar, antes, cada detalle. Como la siempreviva polémica de Cortázar en Rayuela… ¿Paul Klee o Mondrian? ¿El arte que no supone conocimientos previos del receptor es ideal? ¿O el ideal es aquel que desafía a los que se han preparado con una formación ambiciosa? Si algo podría ayudar a optimizar el trabajo de este libro sería que el autor peruano se permitiera buscar la objetividad y aprender de Borges lo que Borges puede enseñar. Tal vez recordar también que cuando se juzga la obra de un artista, se juzga la obra, no al artista. Por momentos esa subjetividad parece responder a la necesidad de medirse con el “centímetro” de Borges. Como si se sosegara pensando que la genialidad del autor argentino se debía a sus mismas limitaciones que le hacían infeliz en el resto de los ámbitos de la vida. Esa idea probablemente lo conforte. Medir de acuerdo con las dimensiones de otro puede resultar una invectiva en apariencia, pero la raíz que revela es que quien se propone como sujeto de análisis ha sido declarado como el referente indiscutible al que aspira quien escribe.