domingo, 19 de mayo de 2019

Columna de mitos. Las sirenas y el mástil


El valor espiritual de los mitos sigue retratando pruebas del mundo contemporáneo, las sirenas son ejemplo de ello.
En producciones artísticas contemporáneas vemos una y otra vez la referencia a las sirenas. El motivo es que iconográficamente han calado hondo en la cultura occidental. Aunque nuestro imaginario las concibe como peces de la cintura para abajo, con tronco y rostro de mujer, no eran así en el mito antiguo.
En “La Odisea”, se describen como pájaros con rostro de mujer cuya voz es de una exquisitez irresistible. Circe, la maga, le revela a Ulises que al llegar a su isla, los marineros enloquecen con su canto y se arrojan al mar para ser fagocitados por ellas, que son tan atractivas como peligrosas.
Desde la cultura antigua, a las sirenas se le han atribuido diferentes valencias, pero todas coinciden con las tentaciones. Representan aquello que atrae, que se muestra como bello y verdadero, pero esconde una faz siniestra o destructiva.
El hecho de que embrujen con su canto suscita la analogía con aquellos que dicen lo que el poderoso quiere escuchar. La “Hybris” del poder se realiza, en una de sus formas, mediante el encierro del poderoso en un círculo íntimo que no dice la verdad sino que circunscribe las opiniones a aquello que el soberano desea escuchar. El fin es, naturalmente, alejarlo de la realidad hasta confundirlo y tornarlo completamente dependiente.
En el mito de Jasón y los Argonautas, los tripulantes enloquecen al oír el canto de las sirenas, pero Orfeo comienza a cantar más fuerte logrando disipar la tentación y evita así que todos mueran. En este caso, también el peligro radica en la lisonja de los versos de las sirenas.
Para la mitología griega, Orfeo representa el poder del canto, que es para ellos sinónimo de poesía. Canta tan increíblemente bien que los dioses le conceden licencias imposibles de conseguir para un hombre. Entre otras, logra descender al Hades estando vivo para rescatar a Eurídice, su amada muerta. Eso significa que no se le niegan las puertas del conocimiento. Cuando se dice que Orfeo vence a las sirenas se opone una poesía verdadera y profunda, arte de quien puede descender a las raíces de todo, conoce los misterios del más allá, contra un canto “en apariencia” bonito pero falso en el fondo. Porque las sirenas adulan al marinero no para amarlo sino para acabar con él. De allí la idea de engaño.
La satisfacción que prometen las sirenas es efímera. Por eso, ellas también representan la lujuria, algo que se exhibe como amor, pero que dura apenas un breve periodo. Lo mismo sucede con los vicios, que ofrecen un bienestar, que se convierte en  evanescente y da paso al “bajón” y la dependencia.
En “La Odisea” Circe le recomienda a Ulises que tape los oídos de los tripulantes para que no oigan esa maravilla que los perdería. Pero él sí debe escuchar, él sí tiene la talla de héroe. Si aspira a conducir, debe saber. Las sirenas mismas dicen: “El viajero que nos oye vuelve más instruido a su patria”. Así, Ulises encadena su cuerpo al mástil de la nave y los marineros cumplen la orden de que, por más que lo ruegue, no lo desatarán. (Porque, bien sabe la sabiduría mítica que en algún momento la decisión saludable flaquea.)
Ulises finalmente logra vencer el peligro gracias al mástil.
No es difícil adivinar qué es el mástil para él.  Representa el firme poste de los valores, el pilar que nos sostiene erguidos, dignos e íntegros.
Mejor no oír a las sirenas. Pero si se dispone del temple, es importante tener cerca un mástil… Sin él, es alocado aventurarse a los peligros. En cambio, aferrados al mástil, por más riesgo que se interponga, tendremos claro el límite preciso entre experimentar y  extraviar el rumbo.

domingo, 12 de mayo de 2019

Ponencia Simposio Warburg


Lectura en clave ficiniana sobre vida y obra de Aby Warburg.
Astrología y Unidad
Al estudiar a Marsilio Ficino, que era médico, filósofo, traductor, músico y poeta, Warburg se interesó en la función de astrólogo del favorito de la casa Medici. En rigor, la Astrología es una de las disciplinas que exhibe con mayor claridad el sincretismo característico del Renacimiento.  En su ejercicio, se manifiesta la labor de la razón y la lógica pura, al trazar matemáticamente el mapa de los astros en un nacimiento.  Pero en un segundo momento, el astrólogo utiliza la intuición. No se trata de magia, sino de un conocimiento por medio de analogías, cuya célula no será el concepto sino la imagen. En este ámbito, como en la poesía, no se aprende de definiciones o abstracciones sino de identificación de un objeto desconocido con otro conocido. El hombre oscila entre estas dos formas de conocer permanentemente. Sin embargo, en el mundo académico le concedemos más confiabilidad a la razón.
A partir de la Ilustración el descrédito del pensamiento analógico fue relegando lecturas de este tipo y dejó crecer el pensamiento analítico, con su esquema binario, como el modo serio y respetable de conocer. Así, los objetos de estudio suscitan respuestas verdaderas o falsas, correctas o incorrectas, positivas o negativas.
En el mundo de la imagen varias realidades pueden convivir. No se trata de la subjetividad del observador, la valencia de un símbolo contiene múltiples acepciones. Pongamos por ejemplo el episodio bíblico de Moisés que utilizó Warburg. El pueblo hebreo, después de un tránsito por el desierto, se rebela y Dios lo castiga enviándole una invasión de serpientes.  Cuando se arrepiente y pide clemencia, el Creador ordena a Moisés que alce el cayado con una serpiente enroscada. En cuanto los heridos lo miran fijo, se curan.
En este episodio es posible ver lo que llamamos “coincidentia oppositorum”, dos sentidos contradictorios conviven en la serpiente.
Marsilio Ficino y su círculo de la Academia platónica fundada en Careggi estaban familiarizados con el pensamiento analógico. Esto explica las correspondencias permanentes que establecen entre las diferentes esferas de la vida. El concepto de Unidad es lo que atraía a Warburg.  Sin embargo, dejaba traslucir cierta invectiva contra la Astrología por su carácter irracional. Lo que criticaba era un hecho que al propio Ficino le preocupaba también.
La astrología fiduciaria
La posibilidad de leer el futuro daba por supuesto un futuro único posible, un destino inamovible al modo griego. Ni el mundo cristiano, ni la visión positivista conciben un destino único. Ese determinismo es lo que rechazaban tanto Warburg como Ficino. Pero el renacentista se apoya en una sentencia de Tomás de Aquino que descree de la posibilidad de leer el futuro, y resuelve: “El sabio domina sus astros”. El influjo estelar opera sobre la esfera física. En la medida en que el hombre asume su faz intelectual, ejerce su voluntad y se hace responsable de sus actos, escapa de los designios a los que está sometida su naturaleza física.
Ficino creía que no eran daimones (dioses/demonios menores) los que dominaban al hombre. En cambio, manifestaban un orden providencial que para el ser humano era difícil de captar. Hacían visible la dinámica única del Cosmos, idéntica en el macrocosmos astral y en el microcosmos que era el hombre. Y sucedía así porque aun los planetas eran criaturas de Dios. De tal modo, Ficino entendía la Astrología. No era el poder de los astros sobre el hombre, sino la observación de las tendencias universales en objetos que, por su magnitud, revelaban a la humanidad el clima que se imponía en la dinámica del devenir. Cuanto más ejerciera como hábito la voluntad y el libre albedrío un sujeto, menor dominio ejercería sobre él el orden manifestado en los astros.
Fortuna
Otro asunto que interesó a Warburg especialmente fue el de la Fortuna. Giovanni Rucellai, amigo personal de Ficino, como comerciante rico y pujante, hizo forjar un escudo de armas que todavía hoy permanece grabado en la fachada del Palazzo Rucellai, en Florencia.
Marsilio aconseja por carta al empresario. La inquietud del hombre de negocios retrata una preocupación de su época, surgida del cambio de paradigma que ocurre en la economía del Renacimiento.
Si durante la Edad Media la administración feudal  limitaba la movilidad social y económica, también preservaba de la incertidumbre. El hombre común recibía su ración. No dependía de habilidades extraordinarias ni de su olfato comercial. Cuando irrumpió la modernidad, proliferaron nuevas actividades y emergió la burguesía, el futuro comenzó a leerse con la angustia de quien debe conquistar con el trabajo diario lo que necesita para subsistir. Allí el concepto de la buena suerte cobró fuerza y se erigió nuevamente como la “diosa Fortuna” antigua. La misma que en ocasiones tenía un atributo como la cornucopia o aparecía como el timonel de una embarcación. Este modo de concebirla está relacionado directamente con el intercambio de mercancías que domina el Mediterráneo y comunica sitios distantes. Rucellai la incorporó a su escudo de armas como comerciante textil que era y, mediante su apropiación redujo la intensidad de sus temores. Sumó la fuerza de la diosa fortuna a su embarcación.
Viento
El viento es, para el mundo antiguo y medieval, expresión de la voluntad caprichosa de los dioses. El Renacimiento, con su confianza en las capacidades de la humanidad para dominar el entorno, se pregunta si prevalecería la industria del hombre, sus capacidades intelectuales o el “salvajismo” y los cambios abruptos de la fortuna. Ficino respondía que la Providencia no sólo ordenaba los cambios de rumbo y la velocidad del viento, también incluía en el factor “suerte” la pericia del timonel. Si Fortuna acompañaba al capitán, sabría hacer lo que debía, por más inclemencias que enfrentare.
Warburg resalta como una de las particularidades fundamentales del Renacimiento el movimiento que se percibe en la vestimenta  y el pelo de las “ninfas”. El viento es el dinamismo vertiginoso que se abre a una posible caída, pero también es promesa de desafíos, de ascenso, de libertad. Esta idea renacentista queda cristalizada en la pintura y la escultura por medio de la ninfa que, a diferencia de las mujeres reales de las mismas obras, contiene en sí misma el halo providencial.
Miedo
La incertidumbre es hija de la posibilidad de caer, de que la fortuna sea adversa. Es cuando irrumpe el miedo, una de las emociones más presentes en la pintura y también en el espíritu de Warburg.
A partir de la Ilustración y su ponderación de lo luminoso-racional, no sólo se desacredita el pensamiento analógico que la modernidad halla irracional. También todos aquellos aspectos de la cultura identificados con lo dionisíaco. (Nietzsche distingue lo dionisíaco, emocional, intuitivo, desbordante y pasional de lo apolíneo, racional, mesurado y realista. )
Otros investigadores han encontrado en el Renacimiento la “serenidad idealista clásica”.  Lo apolíneo recreado a partir de los modelos de la Antigüedad.  Warburg vió, como Nietzsche, la fuerza dionisíaca que preside el Renacimiento. Su estudio sobre “La muerte de Orfeo”, de Durero lo acredita.
La tradición órfica conserva una cosmovisión que fue relegada de la cultura oficial en el mundo moderno. En esa perspectiva, lo dionisíaco no es algo negativo. La caída, la “catábasis” (viaje físico e iniciático al inframundo) es un descenso necesario para emprender el vuelo. Homero, Virgilio, Dante son eslabones de esta tradición. Ficino y su neoplatonismo también. Entienden la catábasis como un tránsito hacia las propias zonas oscurecidas, los vicios y defectos, como una senda de conocimiento imprescindible.
Si el mal, lo bestial y monstruoso se categoriza como “otredad” no hay modo de domarlo. La muerte de Orfeo representa el silenciamiento  de un modo de conocer. Las mujeres que lo matan son sacerdotisas de Dionisio y no sólo lo asesinan sino que lo descuartizan dispersando los saberes órficos para siempre. Algunos quedarán en la Odisea, otros en la Eneida, en la Divina Comedia y quizá en otros textos más cercanos.
¿Qué matan las mujeres que Durero retrata al liquidar a Orfeo? El sentido luminoso de lo dionisíaco. Prevalece en la cultura occidental la visión positiva de lo apolíneo y la monstruosidad de lo dionisíaco. La ponderación del pensamiento racional y la condenación de todo aquello que no se muestra al hombre como razonable. Ganan las bacantes y se silencia para siempre el valor edificante de lo dionisíaco.
El hombre real teme especialmente la caída. El “descenso a los infiernos” es un modo de nombrar las pruebas  que trae la experiencia. En el caso de Warburg fue la enfermedad mental su catábasis. Iluso al creer que la razón podía evitar los golpes de la fortuna, lo sorprendió  la crisis; el raciocinio, su mayor fortaleza, lo traicionó, haciéndolo inestable.
Sólo entonces, ya sumergido en la miseria temida, rescataría lo que había negado de sí mismo, lo que la academia y él mismo juzgaban “irracional”, y en rigor, era un pensamiento alternativo al de las ciencias.
Esa oscuridad transitada por años de internación le proporcionó la apertura para revisar la experiencia con los indios Pueblo, a los que había visitado décadas antes en un viaje de estudio. Si el miedo a caer limitaba los alcances de las investigaciones, ahora desde su infierno, sólo era posible ascender. Y Warburg se arriesgó a observar una cultura que la modernidad consideraba salvaje  y  aprender de ella. Es allí donde encontró la clave de su curación y de su investigación.
El ritual de la serpiente
En aquella conferencia publicada como “El ritual de la Serpiente”, Warburg descubrirá la raíz perdida en la ciencia europea que le impidió antes ver en las epidérmicas fórmulas de expresión, símbolos polisémicos.
En rigor, la serpiente es para la mayoría de las culturas la fuerza ctónica que anima toda vida; la expresión del pensamiento mágico-ritual. La serpiente emerge en hierofanías para luego perderse en la oscuridad del subsuelo. En este sentido, remite al inconsciente. Aquello que, si no estamos dispuestos a ver, termina gobernándonos. Es la “sombra” de Jung. Y, en Aby Warburg, el pensamiento mágico.
Podría auxiliarnos la biología para comprender el mecanismo de curación. Como sucede con la vacunación, inoculando la dosis pequeña de una enfermedad, el paciente desarrolla en el sistema inmunológico las armas necesarias para combatirla. Luego, cuando el ataque venga a otra escala y desde fuera, habrá adquirido ya el conocimiento y podrá resistir con mejores perspectivas de éxito. Del mismo modo opera la conciencia. En la medida en que los viajes al propio infierno revelan lo decadente de sí, se prepara el sujeto para los desafíos mayores.
Por las ramas
El diagnóstico que se le dio a Warburg fue esquizofrenia, una manifestación de fragmentación psíquica. Varios años luchó en la clínica por la unidad de su psiquis.
Cuando mediante el estudio sobre los rituales de los Indios Pueblo conoció el manejo saludable del miedo a la sequía (la mala fortuna) mediante un ritual dionisíaco e irracional, retornó a la idea de Ficino. Y por fin conquistó aquello que siempre admiró del astrólogo renacentista, la Unidad.  Reconoció e integró por la serpiente el propio ser dionisíaco y su intuición.
Al regreso de la internación, se abocó completamente al plan del “Atlas Mnemosyne” desde otra perspectiva. Había avanzado mucho en la colección de fotografías de obras artísticas con la que se proponía contar la historia de la humanidad mediante imágenes. Pero ahora no segregaría la intuición,  buscaría suscitarla en el espectador. Dispondría las fotos sin explicar (como no se explica en el código de la poesía) el vínculo que lo llevó a reunirlas.  Al espectador quedaría el desafío de desentrañar el hilván.
La integración de lo ambiguo con el lenguaje de la ciencia fue novedad del Atlas. Y el investigador ya no anduvo por las ramas. No terminó el Atlas porque falleció en 1929, pero halló la raíz en el árbol ramificado de sus saberes,  donde vivió y vive todo junto, en Unidad.


Crónica Simposio Warburg


Simposio Internacional Warburg
Durante la semana del 8 al 13 de abril la Biblioteca Nacional fue sede de un Simposio Internacional convocado en conjunto con el Instituto Warburg. Esta entidad perteneciente a la Escuela de Estudios Avanzados de la Universidad de Londres, está dedicada al estudio y difusión de la iconología, una disciplina fomentada por Aby Warburg, pero también de su valiosísima colección bibliográfica.
Investigadores de varias latitudes disertaron iluminados por saberes de diversas áreas.  Historiadores del arte, filósofos, expertos en Letras, antropólogos, psicoanalistas, arquitectos y fotógrafos trenzaron sus exposiciones en una muestra de los haces gnoseológicos múltiples que suscita el trabajo del investigador hamburgués.
Warburg
Aby Warburg fue producto de una familia de banqueros judíos alemanes, que luego habría de migrar a causa de la persecución nazi. A él le correspondía hacerse cargo de la dirección de los negocios familiares pero declinó el derecho de primogenitud en favor de su hermano Max, con la única condición de que no se le negaran los fondos necesarios para comprar libros. Así fue armando una de las más nutridas bibliotecas. Sus estudios en Alemania, Italia y Francia integraron nuevos temas y libros para la colección. El enfoque trascendió la Historia del Arte y se abrió a la religión, el mito, la filosofía y la literatura.  El interés de Warburg por la tradición occidental se amplió hacia otras culturas  derivando en una historia de la imagen, que su discípulo Panofsky titulará “iconología”.
La obsesión que signó la carrera de Warburg fue el fenómeno de supervivencia de algunas fórmulas de expresión  (“pathos” o emociones universales) en la historia del arte. A medida que estudiaba e iba desentrañando las diferencias de recepción de la estética antigua en Italia  y en los países nórdicos,  fue descubriendo que algunas posturas de los personajes representados, podían ser utilizadas para sensaciones profundamente diferentes. Hasta polares. Una fórmula (el ademán de un personaje retratado) que expresaba crueldad se conservó  para ser luego revertida en la acepción de un acto de piedad, por dar un ejemplo.
El historiador del arte concibió así su plan de describir el curso de la historia mediante el uso de las imágenes, pero una enfermedad psiquiátrica lo confinó desde 1918 hasta 1923 en una Clínica para enfermos mentales de la cual egresó de un modo curioso. La extravagancia estuvo en el salvoconducto. Con un diagnóstico impreciso pero siempre cercano a la esquizofrenia, Warburg le propuso a su médico personal disertar académicamente ante una junta médica sobre algún tema teórico. El objeto era acreditar la lucidez de la que era dueño y la exposición finalmente versó sobre un viaje que había hecho varias décadas antes, al que él mismo llamó “el viaje de mi vida”.  Gracias a la conferencia dictada dentro de la clínica, los profesionales se convencieron de la decisión y aprobaron el alta médica. No obstante, no fue el hilo de la historia lo que intentó descubrir en aquella ponencia que hoy se conserva con el nombre de “El ritual de la serpiente”. Quiso observar mediante qué mecanismos rituales sobrevivían al miedo los indios Hopi o Navajos.
La descripción del ritual que lleva por nombre el libro no deviene de su experiencia. No pudo asistir a esa celebración como testigo: lo conoció mediante relatos. Sin embargo, describe el ritual en que la fuerza primitiva y mágica encarnada por la serpiente, era tomada y llevada a la boca de sus hierofantes o sacerdotes. Esa acción, como el episodio en que Hércules olímpico desollaba al león de Nemea y se calzaba su cabeza y su piel sobre la cerviz, significaba la asunción de la fuerza misteriosa de la serpiente, de su naturaleza mágica, como complemento perfecto de las capacidades racionales y prácticas de la tribu. No había allí una escisión entre el pensamiento lógico, y la visión metafórica o simbólica de la vida. Por ello, el ofidio mítico produjo en Warburg una unificación entre la lógica y la magia.
 En el ámbito académico europeo, y en el círculo familiar en el que se crió como hijo de banqueros,  se habían sepultado el mito, la magia, y el conocimiento por medios analógicos.  Entre los indios, en cambio, la mirada racional convivía sin contradicción con la percepción mítica y eso permitía integrar y enfrentar los miedos. La evocación de su estadía con el pueblo originario portó a Warburg la certeza de que no convenía subestimar las concepciones mágicas. Y, en cambio, sí superar la dualidad propia del pensamiento cientificista y binario del siglo XIX y XX.
De regreso de la clínica se abocó nuevamente a su plan de retratar la historia por medio de imágenes.
El “Atlas Mnemosyne”, su última obra, quedó inconcluso a causa del deceso de su autor en 1929. No obstante, se convirtió en una usina de trabajos críticos. “Mnemosyne”, como se llama en la mitología griega a la musa de la “Memoria”, es el mayor legado de Aby Warburg. Y sigue suscitando lecturas variadas como las que se han manifestado en esta ocasión.
Diversidad
El Simposio, celebrado en este caso en la Ciudad de Buenos Aires tuvo su soporte artístico en el Museo Nacional de Bellas Artes con una muestra que se inauguró durante la misma semana del evento celebrado en la Biblioteca Nacional, pero continuará abierto al público unos días más.
La diversidad de las exposiciones fue la fortaleza del Congreso. Los temas oscilaron entre aplicaciones prácticas de la metodología warburguiana sobre objetos artísticos diferentes; reflexiones sobre los conceptos clave de su pensamiento como “Nachleben” (supervivencia de la imagen) y “Pathosformel”; estudios de las imágenes emblemáticas que toma el investigador para desarrollar su teoría: la ninfa y el movimiento; el misterio de la serpiente y su simbología;  las constelaciones y la lectura mágica del cielo. Varias ponencias estuvieron dedicadas al “Atlas Mnemosyne”. Otras abordaron las influencias de su obra en investigadores posteriores. Conexiones ideológicas y diferencias entre la teoría de Warburg y el trabajo de otros intelectuales como Benjamin, Nietzsche, Cassirer, etcétera, también se dieron cita. Conferencistas destacados como  Paul Taylor,  Cassio Fernandes, Martin Trem, Gerhard Wolf Horst Bredekamp, Regina Weber, Luiz Carlos Bombassaro,  Davide Stimilli, Uwe Fleckner, José Emilio Burucúa y Laura Malosetti Costa prestigiaron el evento.
El profesor Bill Sherman (director del Instituto Warburg de Londres) describió desde los proyectos edilicios del Instituto hasta detalles sobre la mecánica de compras, los servicios que presta y el contenido de la colección.
Promediando la semana se celebró el homenaje a un gran warburguiano, formador de investigadores, profesor, historiador del arte y poeta: Héctor Ciocchini. El celebrado docente fue uno de los responsables de la estrecha relación que la academia argentina sostiene con el Instituto Warburg de Londres. Ése fue quizá el momento más emotivo  del encuentro. Le dedicaron palabras José Emilio Burucúa, colega y amigo personal del maestro; Federico Ruvituso, joven investigador, que sin conocerlo aportó una anécdota sobre la relación entre su abuelo y Ciocchini;  Ezequiel Ludueña, que resaltó la humildad del maestro.  Y Laura Rosato, quien lo asistía en sus búsquedas bibliográficas en la Biblioteca Nacional desde los dieciocho años (y a quien Ciocchini le confió para su lectura uno de los últimos textos que escribió), conmovió con la descripción del vínculo de amistad nacido de la admiración y de compartir una tarea intensa como la investigación.
Hacia el final del evento se proyectó un film.  Y se dio cierre a un Simposio bien organizado por un equipo a cargo del Doctor Roberto Casazza. El resultado fue, en suma, nutricio, diverso y original.