domingo, 25 de noviembre de 2018

Artículo sobre Lenguaraz de confines de Edgar Morisoli (Caldenia)


Confines en la aldea
Hace un tiempo, don Edgar Morisoli, nuestro gran poeta, me hizo llegar un documento breve destinado a que lo compartiera con mis alumnos. Se trataba de una explicación sobre dos ingredientes de la poesía. Una reflexión sobre los componentes esenciales de todo texto poético.
Tema y motivo
Allí distinguía el “tema”, del “motivo”. Y decía entonces:
“[…] Los “temas” de un poeta pueden ser muchos y múltiples… pero no infinitos. Hay siempre un grupo de obsesiones, sueños, vivencias, que aglutina los temas propios de un creador.
El “motivo”, en cambio, no es otra cosa que la plataforma de abordaje de los temas, la cual sí que puede sumar incontables caminos.”
Para Morisoli, según él mismo ejemplifica, la tragedia de la ambición humana es una de esas obsesiones vitales a las que siempre regresa. Pero sus poemas abordan el tema con diversos motivos. Así lo hace en “Al Sur crece tu nombre” (1974) mediante “Fábula de Villagra”, en que recuerda la psicosis del oro encarnada por la figura legendaria de Villagra. Pero del mismo modo planteará el tema en “Cartel en la Línea Sur” (La lección de la diuca, 2003), “Viaje del Encomendero” (Última rosa, última trinchera, 2005), “Metal del Sol y la locura” (Una vida no basta, 2015). Todos estos constituyen  “motivos” para expresar el mismo “tema”.
El sábado 3 de noviembre, Don Edgar presentó su poemario más reciente, al que tituló “Lenguaraz de confines”. Durante su exposición inicial volvió a tocar la clasificación que les había regalado a mis estudiantes,  aunque habiéndole dado una voluta más, atendiendo el asunto desde una perspectiva más profunda incluso.
Propuso esta vez la complementariedad de “Esencia y contingencia”. 
Si el matrimonio entre motivo y tema concernía a la estética de la poesía, es decir a aquel ámbito de la filosofía que trata el asunto de la belleza, “esencia y contingencia” corresponden a una esfera más amplia, la de la filosofía, la del pensamiento sobre lo real.
Esencia y Contingencia
Contingencia suele referirse a algo posible o aquello que puede, o no, concretarse.  Una eventualidad. En términos filosóficos, Santo Tomás de Aquino le atribuye la condición de contingente a toda criatura. Ninguno de los seres vivos es necesario. Su escolástica sostiene que la misma Creación es un producto gratuito del Creador, que no hizo falta, ni hará falta el día que se agote.
En la obra de Morisoli contingencia  es cada una de las situaciones que suscita la realidad. Circunstancia que envuelve como un entorno al sujeto, o interesa como objeto de reflexión al poeta.
No obstante, detrás de esa multiplicidad de circunstancias propuestas en tiempo y espacio, existe un fondo, un esquema que se repite. Algo que se “dice” con una u otra situación. Un cuadro esencial detrás de cada contingencia. Se trata de lo que el poeta nombrará como “esencia”.
Por ser el fondo que lo anima todo, la esencia es insustituible y atemporal.
Diríase en el lenguaje de Morisoli que la esencia corresponde al “tema”, mientras lo contingente es simplemente una situación en que se expresa ese tema, el “motivo”.  Así, el racismo puede manifestarse en la limpieza de sangre del siglo XV hispano, o en la Polonia de Auschwitz. Pero es siempre el odio hacia lo diferente. “Todos los fuegos, el fuego” diría Cortázar.
Por eso, pronuncia el lenguaraz ante el poema: Tuve ante mí lo efímero y lo eterno de la aventura humana.”
Un ejemplo de esto lo constituye “Sueño a dos voces”, en que se iguala a Ildefonso de las Muñecas con Ernesto Che Guevara en lo esencial de su lucha, a pesar del “Siglo y medio  que distanció sus vidas en la tierra.”
Hasta aquí el Morisoli tradicional.
Viento astral
Lo novedoso es la apertura del campo indagado hacia otras latitudes. Del mundo, al universo.  Las referencias al cosmos, las estrellas, la galaxia, las menciones al cacique de los cielos y el predominio del elemento aire que despliega “Lenguaraz de confines” podrían darnos la pauta de que aquí─ la pesquisa no se limita a comprender las sociedades, los avatares de la historia, o al hombre tarea muy ambiciosa de por sí─.
Y el mismo poeta arroja un motivo para la expansión, una hipótesis que explique la acentuación de lo aéreo en su estética. “El viento astral comenzó a visitarme/ después que Ella partió (¿lo hará en su nombre?) “
Una referencia a la partida de Margarita, su compañera. La necesidad desde entonces de comprender la vida en otro plano se abre paso en la poesía morisoliana.
Incluso crece desde la premisa de que se mueve en pos de una utopía. Desde el principio, señalará el sujeto lírico que se trata de algo rayano con el imposible.
“[…] Yo te ofrezco tan sólo/ un punto de partida/que ojalá fuera el punto que Arquímedes pedía…”
Cuenta la leyenda que Arquímedes de Siracusa, entusiasmado por el descubrimiento de la ley de la palanca, pronunció una frase presuntuosa: "Dadme un punto de apoyo y moveré al mundo". El punto de apoyo de Arquímedes suponía estar parado en el espacio, fuera del mundo.
Eso es exactamente lo que convertía su plan en un imposible. Si de algún modo no nos estuviera vedado observar la vida desde afuera, desde la muerte, seguramente la esencia dejaría de ser un enigma.
Es una tarea quimérica salirse del mundo para poder verlo. Sin embargo, el amor puede obrar algún que otro milagro. Puede llegar en ocasiones, “un viento astral”, que permita pensar las cosas desde afuera.
Trama y Urdimbre
Si bien la indagación amplía su terreno, no hace falta cambiar el método porque para el autor todo está entramado.
En el marco de una entrevista muy interesante publicada en “El anartista” (www.elanartista.com.ar/2015/04/16/pais-del-monte/), Patricia Bailoff y Josefina Bravo le plantean a Edgar Morisoli la siguiente pregunta:
¿Y cuál es la relación entre lo micro y lo macro?” Él responde:
“Todo es una gran trama, ¿no es cierto? La trama del universo, la trama de la vida. De modo que no hay un elemento aislado, por más aislado que pueda parecer.”
Descripción: https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/thumb/0/0b/Kette_und_Schu%C3%9F_num_col.png/250px-Kette_und_Schu%C3%9F_num_col.png
.(1) urdimbre; (2) trama
No extraña la metáfora del tejido. El maestro muchas veces ha mencionado la etimología de la palabra texto, que emparenta la escritura con un tramado de urdimbre y trama, de esencia y contingencia, de tema y motivo.
La imagen de correspondencia entre trama y urdimbre, que subyace a toda la obra, es otra señal de apertura, de cambio. Así se dice en “Dos regresos”:

“Regreso del país de los cantores,
donde el silencio es trama y la palabra
urdimbre. […]”
Aquí hay una inversión de lo que sucede habitualmente en los textos, señalando quizá los efectos del “viento astral”.  La palabra suele ser la herramienta de la trama; y aquello que queda silenciado es la urdimbre. Aquí ocurre lo contrario.
Y entonces, se pondera el silencio.
Después de frecuentar “el país de los cantores”, se sume el poeta en el silencio. Un viaje hacia la mirada desde afuera lo deja perplejo.
La pista podría dormir en el último de los poemas, donde el autor hace un homenaje a algunos amigos artistas que, junto con Margarita, y mediante la memoria que los hace presentes, acompañan su tarea poética. Con ellos y por ellos, se abraza la importancia del silencio.

Pie en tierra
Por más que tiente el viaje aéreo, el propósito poético no es digno si se escapa de la tierra. No se trata de perder raíces y tornarse pluma en el viento.
“Pero mi reino no es el aire. Vivo y canto
en Amerindia, al sur del continente
─entre vientos astrales y pamperos de verdad cotidiana
cuando el Imperio nuevamente acecha.”
En cambio, la verdad  esencial habrá de ser perceptible tanto en las estrellas como en el terruño. Tanto en el paisaje del macrocosmo, como en la intimidad del ser.
Y el poeta está llamado a quitar el velo sobre la esencia, sin detener el pincel con que pinta su aldea. No hace falta viajar muy lejos, sino “traducir” ─haciendo honor a la vocación de “lenguaraz”─ el lenguaje profundo, la raíz secreta de las palabras.
Por ello, al finalizar la presentación, Morisoli decidió citar un poema propio que dio nombre al nuevo libro. Y concluyó:
“No siempre los confines son los que están en la lejanía, los que aguardan tras la línea móvil del horizonte. También hay confines dentro de nosotros mismos, en el íntimo reducto de la conciencia y el sentimiento, en la raíz secreta de la palabra. Confines del reprofundo del corazón, tan difíciles de alcanzar como los otros…”

jueves, 17 de mayo de 2018

"Flor de las Pampas" en Caldenia, con ilustraciones de Claudia Espinosa!

Flor de las Pampas

Gisela Colombo – Están viniendo. Ya no puedo huir. Mi tiempo vital se ha detenido en este 25 de junio de 1923. No siento arrepentimiento. No es eso. Lo que me abruma es la certeza de que la fortuna partió de mi vida… No tengo siquiera el ánimo de mentirme. Todo lo que venga será caer. 
No valdrán las excusas. A nadie importa si lo ayudé. La furia de la turba enmudecerá a tal punto mis razones que nadie sabrá al final que no hemos sido cómplices.
Si él no se hubiera colgado, yo sería un testigo escabroso, aunque jamás me cobrarían sus horrores. Pero alguien tiene que pagar por esas mujeres. Alguien tiene que sufrir por las mutilaciones, que materializar los órganos ausentes, que sangrar sus crímenes. 
Vienen por mí. No hay tiempo siquiera para esconder las pruebas. De todos modos, lo saben. La policía ya ha visto los bocetos. Esta gente, que no sabe siquiera qué es la Belleza, no hallará en mis cuadros nada nuevo. Para mí, es diferente. Podría morir por un cuadro, y entregar al fuego esos garabatos bocetados, sin lamentarlo. Nada valen.
Por eso me entregaré antes de que sus manos puedan dañar las obras. ¿Qué sinsentido habrá sido mi paso por este mundo, si mis retratos más hondos acabaran despedazados en un allanamiento policial?
Esta será la última vez que veo ese caldén fantástico en medio del desierto. Que me sentaré junto a la ventana de esta estancia bendita, donde he vivido cada verano de mi infancia. No contemplaré más el paisaje desolado que me fue moldeando, que se me fue colando hasta hacer de mí una intemperie. 
¿Qué puedo más que escribir la verdad, aunque sepa que no salvará mi suerte? Denuncio mis razones, con la ilusión de que alguien rescate los cuadros del olvido. De que alguien se conduela de mí y salve lo que todavía importa.
Florindo Urteaga se llamó mi condena. 
Por esos años vivía papá y él fue uno de los niños que se crió bajo el cielo de los Larrea. Yo mismo envidiaba sus vidas. Deseaba esa libertad de animales, esas horas sin tiempo, en las que la sucesión se recuerda al amanecer, o cuando el ganado acude a la bebida, antes de que fugue el sol. Deseaba vivir para siempre esas vidas sin futuro y sin pasado. 
Con los años, casi todos partieron rumbo a la Escuela Hogar o a trabajar en otros campos, y no regresaron. Pero Florindo era una criatura extraña. Mis hermanos todavía recordarán el marzo en que lo llevaron a la Escuela cinco veces antes de rendirse. 
Hacía años que estaba en edad de asistir a clase. Supongo que mi padre habrá consentido esa evasión porque alguien tenía que hacer las tareas más ingratas. Y él era el último peón de la estancia, el que limpiaba los corrales.
Marcelino, el mayor de mis hermanos, había pasado el verano restaurando un sulky y en él lo subió para llevarlo a la Escuela. Recuerdo que lo entregó a las maestras y se subió al carro, como aliviado. Pero la escena se repitió cuatro días más. Veía desaparecer el sulky entre la polvareda y partía como llevado por el olfato. Horas después entraba al galpón donde dormía. 
Recuerdo también la crispación de mi madre cuando bajaba la noche. Vivía atemorizada, rogando no verlo siquiera pasar a lo lejos. 
Con los años, lo que presencié fue explicándome su miedo. Y entonces pude enlazar lógicamente la muerte curiosa de los gatos ese verano.
Lo cierto es que Florindo siguió en la estancia cuando papá murió. Lo hizo hasta que hallaron el cuerpo de la cuarta mujer. Como un forajido, habrá vagado los campos, hasta hallar un buen árbol donde colgarse. 
En el ’20 me recibí, “in memoriam” de mi padre, que creía que ningún Larrea merecía el apellido, sin el título de “Doctor en Leyes”. Pegué la vuelta. Sabía que mi vida era la pintura y no tenía sentido permanecer en Buenos Aires teniendo estos cielos aquí. 
La actividad del campo había disminuido. La muerte del ojo del amo dispersó peones y capataces. Florindo tampoco entonces se fue. 
Y hube de conocerlo: era un ser silencioso. Solía aparecer y sobresaltarme. No me miraba directo a la cara. Bajaba la vista y obedecía. No contestaba preguntas. Siempre me alarmó la calma con la que se quedaba en sedicioso silencio, sin acusar la menor inquietud. Quieto y mudo. Creo que en ello percibía yo su sangre fría. 
Comencé a observarlo. Supongo que operó en mí el miedo de mi madre y el misterio de aquellos días. Lo seguía cuando irrumpía en el horizonte. Desde mi estudio, lo veía faenar la vida con el torso desnudo casi todo el año. Ni el frío ni el trabajo lo vencían. El viento, que desquicia al pampeano, parecía ponerlo más activo. Y más silencioso. 
Una tarde de ésas en que ya no hay vestigios de la última lluvia, cuando la tierra borra el horizonte y se nos cuela en la nariz con ese olor tan de estos pagos, lo descubrí. Pasaba cargando un pico y una pala. Iba bañado en sudor, a pesar del frío. Algo en el andar me llamó la atención. 
Dejé los pinceles y me acerqué al ventanal. La perspectiva me daba pocos segundos más. No quise dejar de ver. Tomé lápiz y anotador y salí. 
Iba ingresando a un monte de arbustos y desapareció detrás del ramaje. Me acerqué un poco más, pero no quise arriesgarme hasta el monte. Me acosté en el piso, detrás de una ondulación, y comencé a bocetarlo. La imagen era increíble. Se había quitado la camiseta, el sudor le había mojado las sienes y pegado el pelo a la frente. 
El pico se alzaba y caía junto a un árbol añoso de tronco ancho. Los músculos intercostales habrían sido la delicia de cualquier pintor. No quería perderme el detalle, esos brazos en tensión; el ombligo hundido en un abdomen casi liso… El pantalón desnudaba hacia abajo, más allá de la cintura. Y Urteaga se secaba la frente con la camiseta, la arrojaba al piso y seguía abriendo la tierra. Así transpiró un rato hasta que tiró el pico.
El boceto empezaba a ser un cuadro en mi cabeza, cuando lo entreví salir a la carrera. No me levanté. Entregado al retrato, quería atrapar los movimientos de los hombros antes de que se esfumaran de mi memoria. 
Oí un relincho en el haras. El viento cubrió el resto de los sonidos en su soplido incesante. Después, los cascos acercándose. No supe cómo acurrucarme más para no ser visto. Pensé que la altura del caballo le daría mayor visión. Pero Urteaga iba obnubilado, a la carrera, una mano en las riendas, otra detrás, sujetando una bolsa de cereal desmayada sobre la grupa. Pensé que debía ser grano: poco que se movía el bulto con el galope. Sin dudas era pesado. Fueron segundos, pero la andanada en pelo habría superado las carreras ecuestres de los artistas ingleses, que tan bien captaban el movimiento. Lamenté perdérmelo. 
Se apeó junto al árbol. El caballo quedó inmóvil. Ya abajo, tomó el saco sobre un hombro, como hacen los matarifes con las reses. Después lo soltó sobre la tierra. Sacó el facón y cortó la bolsa. Atravesó de arriba abajo la arpillera y tuve la sensación de que los granos se derramarían sobre el piso. 
En cambio, un manchón turquesa rompió la monotonía del paisaje que se resolvía entre matorrales secos y la ropa descolorida de Urteaga. Tardé un segundo, quizá dos, en enfocarme y descubrir que aquel imán cromático era la blusa de una mujer. Más allá, su cabeza, despejada de pelo e inmóvil. La distancia no me permitía ver bien los rasgos, pero parecía joven. 
Urteaga descubrió el resto e irrumpieron sus piernas, que habían estado acurrucadas en posición fetal. Enseguida, noté la falda gris y un zapato. Lo observé colocándose el facón en la cintura y hundir la cabeza sobre el abdomen de la mujer. Me apresuré a tomar la imagen en cuatro líneas, porque intuía que algo mejor podía venir. 
No me equivoqué. Sacó nuevamente el facón y acarició con la hoja la parte interna de sus muslos. Tomó el extremo de la falda y desgarró la tela hasta la cintura. Retiró a los lados la prenda y quedó descubierta la pálida desnudez de una hembra. Se quedó inmóvil primero y luego acercó nuevamente su cabeza y lamió como un animal el sitio que hay entre las caderas. Esa zona que se hunde cuando las mujeres están echadas. 
Un estruendo repentino quebró la escena y Urteaga se puso de pie. Miraba hacia donde yo estaba. Por milagro no fui descubierto. 
Un poco más tarde oí el galope que se alejaba hacia el cuadro de la avena. Temí, no puedo negarlo. El hombre tenía un cadáver dentro de mi propiedad. 
El placer con el que había acariciado con su cuchillo los muslos abonaba la peor de las hipótesis. Pasé un par de días de quietud en el temor. Pero la curiosidad venció. Desempolvé unos binoculares y comencé a seguirlo desde el ventanal de mi estudio. Pero me sentí acotado en esa perspectiva y decidí subir al techo de la casa y disponer un atalaya. 
La casa, típica en nuestra zona, es colonial y tiene una cabeza idéntica a sus pies. Son tan llanos sus techos como los cimientos. Eso me obligó a montar una fachada que justificara mi presencia arriba, porque no quedaría a resguardo de su mirada. 
Subí con bastante dificultad un atril, el más pesado que tenía, pensando en que los vientos no lo batieran. Lo sujeté con sogas. Por la tarde, los prismáticos me dieron una información precisa sobre los movimientos de Urteaga: fueron actividades rutinarias las que observé. 
Mientras tanto, comencé a pintar el paisaje. Era un día soleado y frío. 
Al caer el sol, cerré el atril y lo dejé tumbado sobre el techo. 
A la mañana siguiente oí cascos y el sonido del sulky. Pero la prisa que llevaban no me dio tiempo a ver hacia dónde salían. 
Me resigné y subí al techo. Abrí el atril y oteé la nube de polvo levantada por el andar del carro. Urteaga salía hacia el Este. A medida que lo veía avanzar fui cayendo en la cuenta de que no habría instrumento que pudiera mantenerlo dentro de mi universo visual, si seguía alejándose. 
Bajé inmediatamente por la escalera apoyada sobre la pared y, binocular en mano, corrí hasta el haras. Tomé mi yegua y salí en la misma dirección.
A un rato de cabalgar descubrí las huellas del carro y las seguí. En un monte lo hallé detenido. Florindo no estaba allí. Por eso me atreví a dejar la yegua y me interné entre los árboles, con bastante cautela. 
Lo que oí, entre el soplido del viento, fue un llanto femenino. No pude detenerme, a pesar del miedo. Seguí avanzando pegado a la línea de árboles, hasta que lo avisté. Estaba inclinado sobre la hierba, entre sus piernas una muchachita de unos quince años. La piel era rosada. Las piernas apenas redondeadas estaban descubiertas y un delantal blanco se abría debajo de su cuerpo, sobre el piso. Había transitado el mismo camino que cinco veces recorrió Marcelino hacia la Escuela Hogar. Noté que sólo estábamos a media legua del Colegio. Ahora, su nueva presa se convertía en el único legado que le dejaría la Escuela.
Los quejidos que se oían no eran mayores que los maullidos de un gato. El llanto me perturbó. Dudé. Tuve el impulso de volver sobre mis pasos hacia donde había dejado la yegua. La monté, me quedé inmóvil, oyendo al viento. 
Sentí que no podía irme…
Tomé los binoculares que entonces llevaba colgados al cuello y presencié la escena desde la distancia. El cuadro quedó recortado y sólo veía el cuerpo del salvaje todavía erguido a horcajadas sobre la víctima. De ella, mi vista sólo alcanzaba la cintura y parte de las piernas.
Fui testigo de un hecho que boceté unas horas después. Pero ahora, que estoy obligado a traducirlo en palabras, me horroriza. 
El hombre hizo lo suyo, no diré más. El gatito que tenía debajo dejó de llorar. Y entonces, Florindo desenfundó el facón, como ya lo había visto hacer con su primera víctima. Rasgó la ropa. Lamió el bajo abdomen ya inerte y luego clavó el cuchillo de pendenciero en la piel del pubis. 
Pensé que era un crimen dañar la lozanía de esa piel perfecta. Su corte dibujó un triángulo que reunió desde ese hueso hasta los dos vértices de las caderas. Reconozco que estaba pasmado. No comprendía hacia dónde iba Urteaga. ¿Qué intentaba? De un momento a otro comencé a ver la profusión de rojo, saliendo a borbotones. Y una masa deforme emergió del vientre, diferenciándose de lo que caía, disperso, en el camino, al ser extraído del abdomen. Cuando lo limpió de despojos, comprendí qué era el triángulo pequeño, mucho más pequeño que la incisión, y vi a Florindo besarlo. Sentí asco. Pero no pude dejar de observar. 
Luego se levantó y caminó hacia la otra línea de árboles. Lo perseguí con los prismáticos hasta que se detuvo. 
¡Había encendido un fuego allí, a metros de la escena! Dispuso un tronco pequeño a un lado y en él se sentó junto al carbón encendido. Tomó una rama que debía tener reservada para ese fin, y pinchó la carne sanguinolenta. Extendió el extremo de la rama sobre las brasas y se sentó a esperar. Aguardó con una paciencia que yo reproduje sin notarlo, sólo gracias al suspenso que me tenía atado a la escena. Urteaga permanecía imperturbable. Sólo unos minutos después, pinchó la base de la rama en la tierra, dejando la carne expuesta al fuego. Se inclinó hacia un lado y tomó de una bolsa algo que en principio no distinguí, pero que luego tomó forma como una galleta de campo de las que yo mismo compraba una vez por mes en la proveeduría del pueblo. La abrió por un lado con su cuchillo y la colocó sobre uno de sus muslos. 
Tomó nuevamente la rama y la expuso al calor del carbón del lado opuesto al que había estado. Unos minutos más tarde, la carne parecía hígado de cordero. 
Volvió a pinchar la rama en el suelo, clavó la galleta en el extremo superior, desplazando la carne hacia abajo. Y allí la dejó. Se levantó de su asiento improvisado, y fue hacia donde yacía el cuerpo. 
Lo plegó con tanta facilidad sobre sí mismo que me asombró la pericia… Lo depositó sobre una arpillera que yo no había visto hasta ese instante. Se puso de rodillas a un lado y se abocó a enhebrar un hilo grueso en una aguja colchonera. Varios intentos ensayó hasta que logró hacerlo. Y entonces, cosió la arpillera sobre el cuerpo inerte de su víctima. La encerró como un animalito dentro de la tela. Anudó el hilo y cortó el excedente con su facón. 
Yo, en ese punto, había concebido tres o cuatro obras distintas y sucesivas que pintaría en cuanto estuviera en el atelier. Serían una saga de la locura y del horror, de lo que es capaz una mente enferma… 
Aunque había visto demasiado, no quise irme hasta confirmar qué hacía exactamente con la víscera de la niña. Regresó al sitio donde estaba el fuego. Retiró la galleta, y colocó, en su abertura, la carne asada. Comió, entonces, como lo hacen nuestros hombres de tierra adentro, con un pan por plato y un cuchillo por único cubierto. Así troqueló insuficientemente las porciones, que terminó de separar del conjunto a fuerza de dientes, para después deglutirlas. 
También quise grabar ese cuadro con detalle. 
Pensé que todo estaba dicho. Ya no había nada más que ver. Taconée mi yegua y salí rumbo al casco. 
Cuando arribé, me encontré con un hecho aciago. El atril, que había quedado firme en mi atalaya, no estaba. El viento podría haberlo volteado sobre el suelo de la terraza. Pero al llegar al frente de la casa, noté que la realidad era peor. Soy un hombre atento a las señales. E inmediatamente supe que algo malo vendría de mano de esa desgracia. El soporte yacía junto a los canteros, justo frente a la puerta de entrada. Debajo, el cuadro que pintaba la tarde anterior, yacía de reverso.
Al voltearlo, confirmé mi presagio: El cielo estaba quebrado. El sitio en que yo había instalado el retrato de mi cielo pampeano, se había roto. 
No fui capaz de argumentar en contra de tremenda elocuencia. El cielo se estaba cerrando para mí, en el sentido más amplio.
Ya entonces supe que Florindo Urteaga me llevaría al abismo. Pero no pude detenerme. No fui capaz de declinar esas imágenes intensas que la vida no volvería a reproducir para que mi pincel las pintara. 
Durante días me encerré en el estudio y trabajé con las secuencias. Hice una veintena de bocetos, buscando en ellos plasmar la locura en sus ojos, la sangre en sus manos, la ferocidad de sus dientes predadores…
Mi paleta de colores tierra, ocres, grises y verdes secos, desbordó de rojo intenso y naranjas fuego. La piel rosada de la segunda niña fue lo que más esfuerzo demandó. Era un tinte no reproducido por la industria del óleo, un “blend” exquisito como el cielo de “El almendro” de Van Gogh.
Pinté arrobado, intentando comprender esa mente enferma. ¿Por qué el útero? ¿Por qué ese órgano, minutos antes regado por su propia sustancia seminal? ¿Qué especie de monstruo podría fagocitar, en un acto, un órgano ajeno junto a su propia capacidad de producir vida? ¿Qué tanto habría de odiarse un hombre para matar él mismo cada posibilidad de descendencia?
Quizá algo de ese desconcierto haya pasado a las telas. 
Mi serie es extensa y varios meses estuve abocado a su pintura. 
Aunque un asunto estaba pendiente: conocer la secuencia completa. Ser testigo del modo en que escogía y capturaba a sus víctimas.
Cuando los cuadros estaban casi listos, regresé a espiarlo. Lo seguí de sol a sol y unos días más tarde, oí salir al carro. Era de madrugada. Olfateé la oportunidad esperada. Monté mi yegua sin ensillarla y la encomendé a varios santos para que no pisara la cueva de un peludo o rozara las ramas de algún árbol petiso. No tendría cómo aferrarme a esa carrera, si algo así ocurría. Pero no sucedió y llegué a ver, desde muy lejos, la escena más inesperada… Quienes duden de mí, podrán preguntar a los guatrachenses o tal vez lo hallen en las páginas de algún diario. Florindo Urteaga, el único antropófago en la historia de nuestras pampas, capturaba a sus presas como a vacas. Enrollaba el lazo y lo lanzaba tan efectivo como su apetito de muerte. La cuerda de tiento se abrazaba a la cintura siempre grácil de sus víctimas. Así lo hizo con la tercera. 
Con estupor, registré que entre una mujer y otra había mediado el exacto periodo de una luna. Jamás dejará de sorprenderme el carácter ritual de los actos inconscientes…
Pero, ya está. Ya no quiero decir más. Están llegando. Oigo que avanzan por la huella que trae a la casa. Urteaga ha muerto y alguien deberá pagar. Alzarán pronto sus voces para decir que he sido cómplice… O quizá se me acuse de instigar los horrores por dar a luz una obra maestra. No importa. Ya no me importa. Si la pintura vive, cualquier tragedia valdrá la pena…
* Escritora

Presentación de "Me sangra la poesía..."

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“Me sangra la poesía…”

LITERATURA - SERGIO DE MATTEO Y UNA RECOPILACION CREATIVA
“Me sangra la poesía por la boca” es una recopilación de textos críticos sobre asuntos diferentes aunque todos ligados al quehacer cultural. Es un libro de Sergio De Matteo escrito en código poético que este artículo trata de desentrañar. 
Gisela Colombo – Esta diversidad de autores y fenómenos artísticos incluye el análisis de obras como las de Olga Orozco, Bustriazo Ortiz, Edgar Morisoli, Margarita Monges, Olga Reinoso, Miguel de la Cruz; productos del grupo “Desguace y Pertenencia” y otros poetas emergentes de las últimas décadas. Pero el autor también se anima a la observación teórica de pintores, escultores, cantantes… La política, la explícita visión ideológica que sostiene, también se manifiesta en los estudios, aunque siempre desde un punto de vista de la crítica cultural e histórica. A veces, hasta filosófica.
No sería extraño este conjunto, en virtud de la actividad del autor que se ha debatido desde hace tiempo entre la crítica literaria, la actividad político-cultural, y la creación poética. En definitiva, se mueve en el formato del ensayo académico, producto de la razón y la lógica, trabajo sistemático y científico. Aunque, también en un género muy distinto: la poesía. De lenguaje abierto, impreciso, suscitante, la lírica no posee como célula el concepto, sino la imagen. Una metáfora, un símbolo, esos son los ladrillos del poeta.
Hallar la raíz.
Ahora bien, debajo de tanto ramaje proliferante ha de haber una raíz común. Hallar la raíz que aúne y alimente ramas tan diversas es lo que inspira este artículo.
De Matteo nos ofrece algunas pistas. En las primeras páginas señala explícitamente, “[…] para el filósofo alemán Heidegger ‘la poesía funda la casa del ser'”.
En la poesía debiéramos sondear, entonces, la raíz que se nos esconde.
Luego, cita a Walter Benjamin: “La crítica debe hablar el lenguaje de los artistas”.
Si se habla de poesía, de creación, pues entonces habrá que hablar poéticamente.
Como lectores obedientes, aunque no por eso menos suspicaces, hemos sido convidados a observar qué hay de código poético en la obra.
Lo primero que salta a la vista son los paratextos, el título, los epígrafes y detalles que componen al libro sin ser su propio cuerpo. Muchos autores utilizan deliberadamente esos elementos como claves de lectura. Si éste fuera el caso, observarlos nos permitirá intuir en imágenes poéticas lo que luego se desplegará teóricamente en el cuerpo del texto. 
La elección de la cita que da título a la obra no es de ningún modo casual. Se trata de un poema de Francisco Madariaga, poeta correntino, a quien se estudiará en estas páginas también. Además de ser el título escogido para el libro, esa cita -extendida un verso más- aparece como epígrafe: “Tengo ganas de leer algo hoy./ Me sangra la poesía por la boca”.
Amén de la fuerza que posee este último verso, la vinculación con el anterior es sugestiva. El poeta Madariaga confiesa estar deseando leer. La operación de leer es un modo de incorporar algo externo a uno. “Beber o abrevar de las fuentes” son expresiones tópicas para hablar de la lectura y de la asimilación de lo leído. 
Sin embargo, este deseo es seguido por una expresión que supone la dinámica contraria: el hacer emerger de uno mismo el líquido que lo habita, lo oxigena, le da vida. La sangre, sin la cual es imposible la supervivencia. Se trata de una paradoja. Por más que plantee una relación antitética, no lo es, más que en apariencia.
Porque sangrar por la boca sería dejar salir lo más vital de uno mismo. Quizá, por medio de la palabra, de la oralidad. El mismo De Matteo nos advierte este dato, desviándose sospechosamente del asunto que viene tratando, cuando nos revela que la poesía es un género ligado a la oralidad, al ritmo sonoro, a la música.
La aclaración nos conduce a pensar que tiene bien presente el carácter oral señalado en el título: no será sólo expresar el interior, sino expresarlo por la palabra oral. “Lira” era el instrumento con el que se acompañaba en la poesía medieval toda producción de este tipo. Así, la expresión de sentimientos era un volcarse en imagen creando un sortilegio de ritmo, música, sonoridad verbal y estímulo a la imaginación. Por eso llamamos Lírica al género mayor de la Poesía. Hoy el público consume mucha poesía a través de cantantes, bandas y artistas y no siempre los asocia con el mundo literario.
En consecuencia, sangrar por la boca bien podría retratar el ejercicio poético en lo que tiene de genuino volcarse. De genuino y doloroso volcarse en imagen. Perder sangre es también un modo de debilitarse.
El cantar duele.
La pregunta que cabe hacerse es ¿por qué sangra la poesía? Y allí es donde entronca la visión crítica de De Matteo respecto a la realidad. El cantar duele. Duele porque la realidad no es lo que debiera. Ni el mundo, ni el país, ni la región son lo que debieran. El poeta lo sabe y tendrá la misión de denunciarlo. Así lo propone otro de los epígrafes de la obra: “El pensador y el artista tienen una misión intransferible, superior a su voluntad, que es la de revelar lealmente aquello que suscitan en él las cosas del mundo en que vive” (Ezequiel Martínez Estrada). Los otros dos epígrafes invitan a la vehemencia y el compromiso romántico con esa misión poética y existencial, por más que duela.
El “sangrar por la boca”, el dejar salir nuestro líquido vital por el habla, remite a un desnudar, tal vez demasiado, lo que nos habita. Y si el verso anterior se refiere a leer, entonces estamos frente a la clave de este estudio.
El autor lee a otros poetas como un modo indirecto de leerse a sí mismo. Las reflexiones estéticas que despliega a propósito de cada artista van armando el rompecabezas de su propia cosmovisión. Y lo hace sutilmente, con la modestia del que no desea ser el centro y sin embargo anima y completa, con su visión, a quienes estudia.
No es el primero que, como Marechal, desea mirar desde arriba al laberinto para poder comprenderlo. Cantidad de artistas ejercen el oficio de críticos, de estudiosos, de teóricos sobre la naturaleza de su arte. No es una actividad diferente a la de la escritura creativa. Borges solía decir que leer y escribir son una misma actividad. Y dadas las transformaciones literarias que operaron en el Siglo XX, todo lector se torna una pieza fundamental para el cierre y la consecución del texto. El intérprete termina cargando de contenido experiencial las metáforas o símbolos propuestos por el poeta y también le da su pincelada final.
Tendencias.
Leer y escribir, entonces, son -como propone Madariaga- la misma actividad. Dante, Boccaccio, Shakespeare, Edgar Allan Poe, Maupassant, Mark Twain, Rubén Darío, Horacio Quiroga, Borges, Lugones, Cortázar y otros tantísimos creadores generan sus propias preceptivas, sus propias reflexiones sobre la génesis y naturaleza de la actividad escritural. Y lo hacen, en muchos casos, comentando la obra de un artista admirado o bien mediante una invectiva contra un poeta al que desmerecen. Abordan la reflexión estética de terceros porque es el modo de profundizar, descubrir y revelar la visión particular del mundo y de las cosas que sostienen.
Están haciendo literatura también. Literatura que explica abiertamente las tendencias de sus creaciones puras.
¿Cuáles son las tendencias aquí? ¿Qué cosmovisión revelarán las piezas dispersas de este rompecabezas?
La Tradición y el Estilo.
El concepto más sondeado en “Me sangra la poesía por la boca” es el modo misterioso en que el artista combina su propio sentir con la “Tradición”.
La “deglución de otros autores” en la búsqueda del “estilo propio” es uno de los mayores intereses de este estudio. Ese proceso es, para De Matteo, un diálogo con todo el pasado literario. Un diálogo nutricio que lleva al poeta a beber y rechazar, a reelaborar las fuentes con verdadera conciencia de lo que hace y del puesto que ocupa frente a la belleza. Un diálogo en el que se conoce, se mide y se define a partir del contacto con lo que han hecho otros.
La naturaleza de la poesía.
Pero detrás de todo, descorriendo todos los velos, vemos una concepción particular de la poesía. Ya no expresada solarmente, con la luz expansiva e insoslayable con que el ensayista denuncia los males sociales. En sombras, en expresión lunar, se descubre la poesía tal la concibe la tradición órfica, como la piensan muchos poetas: puente al trasmundo, a regiones que no se perciben con los sentidos, apertura a una realidad más amplia, quizá, más inmutable y real.
Es la Poesía como ejercicio cognoscitivo, como búsqueda de una verdad que no se nos dice del todo. El poeta persigue el Verbo primero. Esa palabra dicha por un Creador que, al pronunciarla, da vida a lo nombrado.
El poeta se ilusiona con hallar ese sonido que pueda, como la fuerza generadora de todo lo visible, pronunciar para dar vida a algo.
¿Qué desea animar, con ese Verbo? Un sitio mejor. Una y otra vez intenta hallar la “palabra mesiánica”, ese Verbo que con sólo ser pronunciado, sea capaz de crear lo anhelado, de reconstruir el paraíso perdido.
Tal es la sedienta búsqueda del artista, que desea beber y, en cambio, sangra…
* Docente

Milímetro o instante

Ya duele 
lo que haces…
Entre el dolor y el placer, 
un milímetro, 
o un instante.
Del hielo que eriza
al frío que quema,
la raja se abisma.
No mordiste mis medias.
Rasgaste la piel
de mis piernas.
Y sangran.
Entre la atracción y el rechazo,
un milímetro,
o un instante.
Ya pasa…

Carne y ángel

Somos 
la tragedia de saber 
que jamás tendremos 
lo deseado...
Es demasiado grande
el deseo de un ángel
y demasiado pequeña
esta carne.

Más me ablando

El sentido se me escurre 
en mínimas penas. 
Los dolores no endurecen mi madera 
con el paso de los años.
Cada vez más frágil,
me voy cansando.
Mi resina se derrite...
Más pierdo,
más me ablando.
Disolverme, hacerme agua
es mi única promesa...
Algún día iré a ti.
A derramarme,
agua y sangre
en tus arenas...

Una nota sobre "Que el río sangre" de Gisela Colombo


IInicio  Caldenia  “Ver esta novela de arriba”

“Ver esta novela de arriba”

Gisela Colombo construye en la obra “Que el río sangre” una red intertextual que anuda lo existencial y lo espiritual. Ofrece a los lectores una experiencia de ascenso hacia la belleza.
Sergio De Matteo *
“Que el río sangre”, tiene muchas aristas, incluso permite relacionarla con la novela anterior, “El juego del colgado”, porque poseen estructuras similares, hay un juego de tiempos, una articulación muy interesante de los personajes, y también porque se conjugan y se concilian diversos campos del saber. El conocimiento va de lo netamente formal hasta lo informal, desde lo que está reconocido como legal, así como también lo que ha sido considerado ilegal. Es decir, pivotea entre lo instaurado como verdadero y real y lo que fuera perseguido o silenciado por fabuloso.
Las novelas se vertebran sobre dos historias interesantes, que se bifurcan y yuxtaponen con otras que nutren a la principal, que es, en definitiva, la ordenadora del relato. Estas novelas, dos obras de ficción, han tenido un trabajo exhaustivo de investigación y de acopio de materia prima (lecturas) que le dan asidero a la propia construcción literaria.
En la primera novela, “El juego del colgado”, se registra la historia del tarot. De alguna manera se va desarrollando toda la trama de los personajes en torno a este juego o ciencia.
La otra obra, “Que el río sangre”, también articula hechos de personajes reconocidos, y se apela a contenidos teóricos y recursos poéticos muy interesantes. En este caso el argumento trata sobre la astrología. Van cruzando la estructura de la novela diversos campos del conocimientos, incluso, algunos de ellos, considerados durante bastante tiempo como saberes paganos.
Las influencias surgen de la acumulación de lecturas, de las tradiciones en que se bucea, en la incidencia de los precursores. Ambas novelas tienen un entramado cultural que la sitúa en un lugar de diálogo local pero también universal. Entonces, por una lado se resalta el trabajo de escritura, con toda esa biblioteca boyando en la imaginación de la autora, y a su vez, el diálogo con la tradición, donde recupera lo que le sirve de esa vasta producción; con lo que recrea e impulsa su impronta emergente, innovando sobre la serie literaria legitimada.
Cuando se desafía la biblioteca y se discute con la tradición, para hacerle un lugar a lo nuevo, pasa lo que ha teorizado Harold Bloom, ocurre la angustia de las influencias. Ahí también se descubre el trabajo de zapa de un escritor que negocia con esas influencias. En el libro, o los libros, de Colombo están saldadas tales deudas, hay homenajes y reconocimientos, lo que permite reconocer marcas y la irrupción de una nueva obra.
Intertextualidad.
La novela premiada por el Fondo Editorial Pampeano cuenta sobre Marsilio Ficinio, también aparece el Bosco, y por sobre todo, se intertextua una parte de la obra musical de Gustavo Cerati. A todo esto se le agrega un novelista dentro de la misma novela, como un desdoblamiento del autor que se introduce en la obra. Ahí se tiene un primer indicio del carácter constructivo de la novela, con este desdoblamiento del narrador. Es posible plantear la tesis que deviene “una novela dentro de la novela”.
La obra está tramada en diferentes niveles de discurso: mitología, filosofía, religión, poesía, música, y se destaca la cuestión científica. También hay una importante red de referencias, pero se citan autores que tienen incidencia sobre la obra. Por eso es una novela dialógica e intertextual; acorde a lo que señalara Julia Kristeva, porque el texto se comporta o se compone como un mosaico de citas. Por lo tanto en la novela se encuentran referencias, fragmentos de textos de otros autores, y sobresalen las citas de las canciones de Gustavo Cerati.
Puede reconstruirse a través de la red intertextual una biblioteca de autores que, a la vez, obliga a reflexionar y relacionar a medida que se lee y se adentra en la historia, en el relato. Citas que no están puestas adrede, sino que cumplen una función sustancial en la obra; en algunos casos hacen avanzar al relato, en otra son catálisis, para sumar información.
Un ejemplo: “Nadie, excepto Dios, crea de la nada. Me pregunto quiénes se me irán colando en el texto que escribo, sin que siquiera yo pueda notarlo…”.
Experitexto.
Los datos y las citas que se le añaden a los personajes alimentan ambas novelas. Son historias que se yuxtaponen y van depositando datos en la historia de los otros para que tenga un significado la obra. El desafío del escritor es plantear mundos imaginarios o ficcionales; después dependerá de la recepción y la interpretación de cada lector.
Lo interesante cuando se habla de la relación intertextual, es que emergen otros recursos, como la relectura, la reescritura, la resignificación de lo que ha publicado y lo que ha podido leer el autor. Así que se tiene el “genotexto” (texto primero, sea Ficino, Borges, el Bosco, Cerati) y el “fenotexto” (el objeto fenómeno, la novela de Colombo), pero se podría hacer una variación a esta dependencia sígnica y agregar la idea de “experitexto”, que introduce la autora por medio del narrador de la novela, que se asienta en una trama entre musical y poética, entre científica y pictórica.
El experitexto anuda lo creativo con lo existencial (“El cuerpo era el primero y más profundo símbolo del que disponía el espíritu para comunicar”; “Sin la materia el espíritu estaría condenado al silencio en el mundo”) y, en esa simbiosis (“En el texto vería el mundo que ese hombre -cuyo cuerpo estaba hecho de la misma fibra fugaz, y su sangre, del mismo fluido ferroso que nos corre dentro- era, ni más ni menos, que Dios mismo”), se inicia el camino hacia la belleza (“Somos tres espíritus escalando, tres artistas pujando por comunicar: Marsilio, el Bosco, y yo mismo”), el ascenso al mayor grado de espiritualidad (“La palabra, la pintura, la música, la danza y hasta el amor reclamaban sentidos que hicieran de puente entre el mundo exterior y el espíritu que duerme dentro”).
Poesía/Canción.
Otro de los puntos para resaltar de la novela es el diálogo que se da entre la poesía y la canción; más allá de que es una obra narrativa, es una novela (“sus autores convierten poesía en narrativa”). Está contaminada de poesía y de fragmentos de canciones (Cerati). Es interesante que una novela resignifique la producción poética y la cancionística, pero si esto sucede en La Pampa tiene una interacción inmediata, por la raigambre de la tradición provincial y su cancionero.
El escritor Jorge Luis Borges brinda una serie de conferencias en el Teatro Coliseo de la ciudad de Buenos Aires en 1977. En una de ellas aborda la “Divina Comedia”, de Dante Alighieri, y dice que “El verso siempre recuerda que fue un arte oral antes de ser un arte escrito, recuerda que fue un canto”. En ese sentido, la novela de Colombo alude a ese universo melódico que relaciona a la poesía con la canción (“Después de todo, son versos, palabras… Me guste o no, se trata de una forma de poesía…”, y en sus páginas se entrelazan jarchas medievales, canto provenzal, tangos, romances castellanos y el rock nacional.
En ambas novelas de Colombo el canto, el recitado o la oración serán la vía de la palabra (texto) mesiánica de renombrar el paraíso, de atisbarlo en la escritura y percibirlo en el alma: “Un lenguaje más alto habita en nosotros, canta cuando nos distraemos y nos comunica más allá de todo límite”.
* Escritor