domingo, 28 de abril de 2019

Columna de mitos. Teseo y Ariadna


Teseo y Ariadna, aceptar los errores y honrar los compromisos
Teseo, hijo de Egeo, rey de Atenas, decide sacrificarse por su pueblo. Años hace que el reino de Creta venció en batalla a Atenas y desde entonces cobra un tributo. Catorce jóvenes van a la muerte segura cada año. Alimentan con sus cuerpos al gran monstruo del rey Minos, cuya residencia es un laberinto. Quienes no mueren inicialmente a manos de la bestia, son hallados y fagocitados después ya que nadie encuentra la salida.
Al desembarcar Teseo, la princesa cretense lo descubre y se enamora de él. Como consecuencia, le ofrece su ayuda a cambio de que la despose si sale indemne. En el instante crucial en que ingresa Teseo al laberinto, Ariadna le entrega el extremo del hilo y permanece en la puerta sosteniendo el ovillo. Gracias a esa ocurrencia, Teseo logra, después de matar al Minotauro, regresar sobre sus pasos y huir del laberinto.
El mito tiene mucho más por desglosar, pero centrémonos en este aspecto:
¿Qué significa en el plano metafórico el hilo de Ariadna?
Pensemos en un laberinto existencial. Una situación de la que no podemos salir. ¿Qué solución habría disponible?
Leopoldo Marechal dice que “de todo laberinto se sale por arriba”, lo cual significa que es necesario elevarse para lograr la perspectiva necesaria y descubrir la puerta. El mito no lo niega, pero enseña una de las vías, sino la única, para ascender. Se relaciona con la memoria. Teseo es guiado, en el camino de vuelta hacia la salida, por el hilo. El hilo es la prueba física de su paso por un pasillo o por otro, por una curva o por otra.  Lo que revela los pasos que lo fueron llevando al centro del laberinto. No hace falta más que desandar los errores que nos condujeron a la encerrona, para hallar la salida. En términos espirituales, eso significa que no hay otro escape a las situaciones conflictivas que la reflexión. Que el recorrido consciente por las acciones que nos precipitaron en ese agujero existencial. Desde el conocimiento y la asunción de la responsabilidad no sólo logramos el escape, también evitamos nuevos laberintos.
Teseo huye y parte al día siguiente. Pero un sueño inspirado por Dionisio le ordena dejar a su benefactora allí y nunca tomarla por esposa. Así el héroe incumple una promesa y arrastra sobre sí una tragedia.
¿Qué representa “el sueño de Dionisio”? Pues la pérdida de conciencia por efecto del alcohol de los festejos, por eso es Dionisio, el dios del vino, quien se lo ordena.
¿En qué consiste la tragedia que atrae? Dante habría hablado de contrapaso para referirse al modo en que debe pagar. Teseo olvida su compromiso perjudicando a Ariadna sin arrepentimiento. No es capaz de condolerse con su pena. Los dioses le enseñarán cómo se siente el verdadero arrepentimiento.
Volverá a desatender un compromiso, que acarreará la muerte de Egeo por su exclusiva culpa.
Antes de partir de Atenas, Teseo le había prometido a su padre que si vencía al Minotauro, se enteraría en cuanto el barco pudiera verse en el horizonte, porque antes de partir izaría velas blancas y quitaría las negras. Pero el olvido de Ariadna no será el único que sufra. Teseo olvidará cambiar las velas antes de partir. Y cuando su padre desde la costa del continente vea venir el barco del hijo con las velas negras no dudará y se internará en el mar para morir entre sus olas. Así se explica por qué el mar Egeo lleva ese nombre.
Teseo libra a su pueblo del tributo, pero pierde lo más preciado.
El mito nos advierte que no alcanzan las proezas heroicas, también es necesario revisar los errores del pasado y aprender de ellos; evitar los excesos, y sobretodo, respetar la palabra empeñada y honrar los compromisos.  Aunque también enseña que cuando no aprendemos algo por la experiencia de otros, estamos destinados a probar el mismo dolor en carne propia.
Y regresará tantas veces como necesitemos para aprender…



lunes, 15 de abril de 2019

Columna de mitos. Perséfone y Hades


Mito de Perséfone y Hades. Una lección de sintonía.
Hemos dicho ya que los mitos son “historias verdaderas narradas en lenguaje metafórico”. Pues bien, cuando la observación del paisaje fue despertando en el hombre la certeza de que ningún estado de la naturaleza es permanente, sobrevino la idea de que la vida está hecha de momentos diferentes y sucesivos que, al llegar a la última etapa, vuelven a empezar. Comenzaron así a gestarse explicaciones metafóricas, con las que pudiera enseñarse que nada es estable y definitivo, sino que se altera permanentemente aunque sin dejar ser lo que es. Nada menos que la discusión que luego emprenderían Heráclito y Parménides en su labor filosófica.  Con el propósito de transmitirlo a las nuevas generaciones, irrumpieron los mitos que sondean este asunto.  El mito de Perséfone y Hades o, en el panteón romano, de Plutón y Proserpina, debió nacer en ese proceso y ayudó durante generaciones a explicar la sucesión cíclica de las estaciones del año.
 Cuenta la historia de la diosa Demeter, dadora de fertilidad al mundo,  que un día su hija Perséfone, fue raptada al modo antiguo, para ser desposada.  El autor del secuestro fue Hades, el dios del inframundo.  
Su madre la buscó en vano hasta que descubrió quién la tenía. Una norma sagrada dictaba que quien probara la granada, el fruto del más allá, tendría vedado regresar a la vida. Y Perséfone se había deleitado con muchas granadas antes de que su madre le reclamara a Zeus la intervención. Por evitar mayores problemas entre sus dos hermanos (Demeter y Hades), Zeus hizo la vista gorda ante aquella norma. Y logró un acuerdo beneficioso para las partes. Acordaron que Perséfone acompañaría a su esposo en el inframundo  la mitad del año, mientras que Demeter la tendría junto a ella la otra mitad.
Cuando la joven partía con su esposo hacia el Tártaro, Demeter se entristecía a tal punto que ya no daba frutos, no enviaba la fertilidad a la tierra. Las hojas se caían de los árboles, la naturaleza se ponía mustia y parecía morir. Pero al anunciarse la vuelta de Perséfone,  Demeter concedía a los hombres y al mundo la promesa de plenitud, el tiempo al que llamamos Primavera, y luego, la plenitud misma, el Verano.
Está claro: el mito es un modo didáctico de enseñar la alternancia de las estaciones del año. No obstante, no se queda allí su lección.
En rigor, si aplicamos los tiempos del mito a nuestra propia experiencia, también será posible ver la dinámica que describe el rapto de Perséfone.
Las sociedades contemporáneas aceptan como verdad incuestionable que el tiempo perfecciona las cosas y, en tal caso, sólo le es dado avanzar.  Algunos, por el contrario, sienten que la humanidad no hace más que degradarse, con lo cual sólo puede retroceder. Aunque opuestas, ambas miradas suponen un tiempo lineal, una flecha hacia el futuro o una hacia el pasado. Pero una flecha sin desviaciones, sin curvas, sin fluctuaciones.
En cambio, según el mito de Perséfone la dinámica de la vida es un ciclo, la sucesión de momentos ascendentes, periodos de afianzamiento en la altura. Y otros descendentes, sumados a aquellos de tránsito en el llano. Luego, volver a comenzar.
También nuestro sentir, nuestro psiquismo y experiencia se describen mediante  esos ciclos. Quien crea en una felicidad creciente sin conflicto cree en una utopía.
Así como los hombres que escuchaban el mito conquistaban una sabiduría que los hacía vivir en calma los tiempos de otoño e invierno, gracias a la esperanza de que llegaran los buenos,  tampoco se envanecían cuando venían los ciclos de abundancia. Al fin y al cabo no podría retenerse la bonanza más allá de lo que la “Naturaleza” dictara.
 Igual ganancia podríamos tener hoy si comprendemos, por medio del mito, que los dolores no duran para siempre. Ni los buenos tiempos detendrán su partida.
Eso sería la sabiduría, que nos hace “sintonizar” con la vida.


Columna de mitos. Cronos



Mito de Cronos
Comencemos por la inquietud primera.
Desde el principio de las civilizaciones, el hombre documentó la zozobra que le suscitaba la finitud de la vida. Los pueblos primitivos, de conciencia colectiva, han comprendido con menor angustia la idea de la muerte, porque  su ser, la comunidad, sobrevive en una sucesión que supone la partida de unos individuos para que nazcan otros.
Pero el mundo occidental concibe la idea de la muerte como el desasosiego mayor. Cuando algo angustia, suele representarse. Así irrumpe la expresión artística. El arte primitivo también era un modo de procesar lo que inquietaba.
Eso es precisamente lo que ocurrió con la figura de Cronos o Saturno, como lo bautizaron los romanos.
Los griegos gestaron el mito de Cronos por acallar el grito de horror que les generaba la inexorable llegada de la muerte. Si el tiempo es motivo de reflexión permanente es porque funciona como sinónimo del memento mori, del recuerdo de que vamos a morir en algún momento.
En efecto, Cronos representa al tiempo. Esto explica que las palabras asociadas con el tiempo y su medición contengan la raíz “crono”. “Cronológico, cronómetro, crónica, etc.
 “Cronos llegó al sitio del poder supremo entre los dioses porque se atrevió a enfrentar y destronar a su padre, Urano. Pero cuando él mismo fue padre,  comenzó a temer su propio derrocamiento. Para evitar que un hijo lo destronara decidió neutralizar a cuantos nacieran. Cada vez que Rea daba a luz a uno, él lo fagocitaba de inmediato. Todos ellos fueron a parar a su estómago. Excepto Zeus, el más pequeño, el elegido por el destino.  Rea, harta de ver cómo sus criaturas eran convertidas en bocadillos para su esposo, se retiró a una cueva en la montaña y allí dio a luz. No le envió al padre el niño, sino una piedra envuelta en pañales y mantas.  Cronos, sin advertirlo, se la tragó. Así es como Zeus creció en secreto y, cuando tuvo las fuerzas para hacerlo, obligó a su padre a vomitar a sus cinco hermanos mayores y se erigió en el soberano del universo.”
Si Cronos es el tiempo y devora a sus hijos, ¿qué es exactamente lo que el tiempo se come? ¿A quién se refiere el mito mediante la figura de los hijos?
El único elemento común entre los dioses es la eternidad. Ellos no nacen ni se mueren, no tienen tiempo. Nacer es ingresar al tiempo. A partir de entonces se activa el reloj existencial de la criatura que corre en cuenta regresiva hacia la muerte. Lo nacido está sometido a la caducidad por naturaleza. Por eso mismo, el hombre y todo lo creado son hijos del tiempo.
Aquí va la abstracción: El tiempo nos consume…
Contrariamente a lo que percibimos, no “gastamos” el tiempo, no lo “perdemos”, sino que él nos gasta a nosotros, él nos pierde. No “matamos el tiempo” al llevar un libro a la sala de espera del médico. No consumimos las horas de la tarde navegando por internet.  El tiempo nos mata a nosotros, nos destruye, en realidad.
Es una verdad sombría, pero verdad al fin. Por eso ha requerido uno de los mitos más emblemáticos del panteón griego.
Tomado por los romanos, Saturno atravesó los siglos de la Antigüedad y el Medioevo, y cuando el cristianismo había sofocado las divinidades paganas, el Renacimiento volvió a darles vida. Saturno fue entonces, como lo es en el ámbito de la astrología todavía hoy, el planeta limitante, el que dice “basta, hasta aquí has llegado”.  ¿Qué limitación mayor puede conocer el hombre que la del tiempo del que dispone para vivir?
Pero Cronos también enseña que no hay nadie que pueda perpetuarse en el poder. Por más recaudos que tome, algún día habrá de caer y dejar el lugar a otros. Así lo destrona Zeus. Y entonces volvemos a la misma sabiduría primitiva: mueren individuos, para que nazcan otros, y la humanidad siga viviendo… Ésta también es una lección sobre el tiempo y la humildad.


Columna de mitos



Caldenia marzo 2019

Mito, el llamado a un pensamiento distinto
En imagen
“¿De dónde vino Mateo, abuelo?”, preguntó Manuel. El hombre tragó saliva y miró a su esposa.  Un segundo después comenzó a hablar de una semillita que trajo el papá y se la dio a su esposa. Ella se la tragó y la semilla fue a parar a su panza. Con el calorcito del lugar comenzó a germinar. Le empezaron a crecer ramas que fueron brazos y un tronco con dos raíces que se hicieron piernas. Después, un corazón que latió con ritmo obstinado y una cabecita que se llenó de ideas. Cuando la semilla se sintió un poco apretada, decidió salir y escuchó tu voz de hermano mayor diciendo: ¡Llegó el bebé, abu!
La abuela se preguntó por qué le había mentido. ¿No habría sido mejor que explicara bien: que el óvulo recibía a los espermatozoides, que la fecundación y la implantación bla-bla-bla, etc. etc.? En seguida pensó que Manu no conocía todos esos términos, no parecía tener interés por  comprender qué órganos componían la anatomía, como no lo tenía tampoco su primo de dieciocho años. Manu debía desconocer incluso que había diferencias anatómicas entre varón y mujer, sospechó Carmen.
El abuelo había considerado lo mismo: si el nene no preguntaba, no debía él abundar en detalles técnicos.  Por eso contestó así. Lo que hizo fue hablar de lo que esencialmente había ocurrido.  Aunque la semilla no se pareciera del todo a las que Manu había visto en el galponcito, funcionaba como si lo fuera. Mientras viajaba hacia su destino final, el terreno aguardaba con su propia potencia germinativa, para que ambos se fundieran y fraguaran en nueva vida. Después, sólo sería desarrollarse y crecer.
“No mintió”, concluyó la abuela. “Sin embargo, no lo explicó como lo hubiera hecho el libro de biología.”
Como muchas veces en los años que llevaban juntos, Carmen admiró el ingenio de su esposo. Lo había explicado en un lenguaje diferente, sin torcer la verdadera naturaleza de las cosas.
“Mentira habría sido responder que los bebés eran originarios de París y los traía una cigüeña; que en este caso había atravesado el Océano para depositar a Mateo en la cuna que le habían preparado”, se dijo.
Carmen no lo supo, pero su esposo acababa de calcar el mecanismo que utilizan los mitos. Sin faltar a la verdad, dramatizó, puso en imagen a través de un relato aquello que deseaba enseñar. Inventó una historia que, en su estructura fundamental,  reproduce la realidad, aunque parezca muy diferente.
La versión de la cigüeña no podría aspirar a la categoría de mito, en cambio. En tal caso,  será similar a una leyenda. El motivo es que no hay mito donde no hay verdad, por más que los argumentos sean, en apariencia, extremadamente fantasiosos.
Descrédito
Durante el Siglo XVIII se produjo en Europa, un proceso llamado “Enciclopedismo” que intentó compiló todos los saberes en un único libro. Para ello, los creadores debieron fragmentar en áreas (y en tomos) el material.  De tal modo, se montaron los cimientos para un concepto diferente del conocimiento. La reunión de todos los saberes dividiéndolos por disciplinas produjo alguna pérdida. Si bien la nueva modalidad llevó a la especialización y su consiguiente profundización, los sabios antiguos que se movían con idéntica pericia en las matemáticas, la medicina, la escultura, la herboristería, la pintura, la música, la astronomía, la gramática, etc, desaparecieron. Quienes integraban todo en una mirada unívoca respecto al hombre y al Cosmos tenían la clave para conservar la coherencia y la unidad de la cultura. De pronto, se extinguieron para siempre y fueron reemplazados por expertos, conocedores profundos de un área pero indiferentes a los logros de otras.  Cada ciencia y cada arte se constituyó en un idioma diferente, como en una académica Torre de Babel.
El empirismo, el método experiencial por el que se comprueba sensorialmente la veracidad de una afirmación, ganó terreno al punto de segregar otros métodos gnoseológicos. Aquello que no permitía una comprobación de laboratorio, pasó a ser una superstición.
Las ciencias empíricas prevalecieron y el resto se esfumó del horizonte digno de ser estudiado. A superstición o folclorismo antiguo descendió el mito. Si se conservó fue porque las historias ya se habían tornado  motivos literarios profusamente integrados a la tradición.
El crimen neoclásico fue despojarlos de su condición de rico reservorio de sabiduría y leerlos literalmente, como cuentos infantiles.
 Así se explica un concepto del mito que todavía se enseña. Para los neoclásicos, los relatos míticos son respuestas torpes de pueblos sin ciencia. La definición fue elaborada por quienes no gozaron de la apertura de miras necesaria y se vieron tentados especialmente por el etnocentrismo y positivismo vigentes. Ningún pueblo no europeo podía decir nada inteligente, ningún pasado podía estar más cerca de la verdad que el presente, porque la humanidad inevitablemente avanzaba.
Símbolos
Los mitos griegos, a los que tomaremos por ejemplo ya que son los que han resonado más en la tradición literaria, no tenían dioses en el sentido en que los conciben las tres religiones monoteístas más extendidas. En el judaísmo, el islamismo y el cristianismo Dios es un principio primero de vida único que permanece fuera de la Creación. Es el creador de todo y la Creación no lo contiene. Es eterno, infinito, perfecto. La analogía que podría acercarnos este concepto es la de un dibujo respecto al niño que lo creó. El dibujo de su bicicleta es una emanación creativa de él, la pintaron sus manos, le dieron entidad y existencia sus habilidades. Pero el universo del dibujo no incluye al niño. Lo único que hace es contener en su existencia los principios que la inteligencia y ductilidad del niño pudo darles.
Los dioses griegos, en cambio, son seres con tendencias idénticas a las humanas, sólo que ilimitadas temporalmente. Eso significa que no son verdaderos creadores, perfectos de toda perfección. Si bien los sectores no instruidos profesaron por un periodo una fe genuina en ellos, la irrupción de la filosofía fue desacralizándolos y revelando lo que eran en realidad: la representación de tendencias humanas. Figuras simbólicas que viven historias simbólicas.
Afrodita será la diosa del amor sensual, la pasión, y el deseo egoísta de poseer al amado. Su hijo Eros (o Cupido para los romanos) flechador mágico, es imagen de los caprichos de la atracción y del rechazo, que en nada responden a merecimientos, ni pueden torcerse con esfuerzos.
En estos principios simbólicos se monta incluso la disciplina de la astrología que hoy ha alcanzado una popularidad inédita. Pero los intelectuales de la Ilustración y los periodos que le siguieron ignoraron este valor. Mircea Eliade propuso, en cambio, un concepto diferente. Los mitos son “historias verdaderas contadas en lenguaje metafórico”.
Productos de un pensamiento no racional, sino analógico, que se sustenta en las capacidades de leer la realidad a partir de analogías o similitudes. En rigor, un pensamiento que utilizamos para aprender muchísimas cosas, aunque su desarrollo no aparezca entre los objetivos de ningún colegio.
Reflexionemos: ¿Cómo hemos conocido el concepto de madre? Seguramente debimos relacionar la palabra con la señora a la que llamábamos así, y luego observamos a otras mujeres a las que se nombraba igual, para comprender mediante la extracción de un común denominador, qué era exactamente una madre. Ninguno de nosotros lo aprendió de la definición: “Dícese de mujer o animal hembra que ha parido a otro ser de su misma especie”.
Historias verdaderas
¿Por qué Eliade califica a los mitos de “historias verdaderas”? En su perspectiva, lo son en esencia, aunque los detalles circunstanciales no resulten verosímiles.
Nadie se atrevería a cuestionar la veracidad de esta aseveración: “la civilización griega nació en la Isla de Creta y luego se trasladó al continente.”
Pero quizá muchos desconfíen del mito de Europa.
Un grupo de ninfas se encuentra con un toro blanco de enormes dimensiones en una playa. Todas, excepto una, huyen aterradas por el tamaño y la bravura del animal. Europa, la más intrépida, la que posee la confianza y la pericia necesaria, decide quedarse y adorna la cerviz del toro con una guirnalda de flores.  En el acto de mayor arrojo, comete la osadía de montarlo. El toro, que es Zeus metamorfoseado, alza vuelo y atraviesa el mar para desembarcar en el continente.
Intentemos la abstracción: “Dios hizo que Europa, nacida en Creta, se trasladara al Continente.”
¿Dice o no dice lo mismo? 
La posibilidad de descubrirlo se relaciona con el “habitus” de leer analógicamente. Un ejercicio que se entrena, como tantos otros. El desafío es trascender la superficie y descubrir el esquema esencial que anima a cada mito.
Es propio de la naturaleza del símbolo suscitar varias significaciones. Multiplicadas estarán las posibilidades de interpretación del mito, si se trata de un conjunto de símbolos y acciones simbólicas. Lo narrado es siempre polisémico. La historia de Europa tampoco limita sus acepciones a la cuestión histórica.
“Sólo los más valientes, los que confían en los dioses y pueden aventurarse sin certezas, logran transformar su mundo.” Una verdad que atañe al comportamiento humano y es, en algún punto, universal. Ésta es la enseñanza que puede trasponerse por medio de la analogía.
Nuestra propuesta desde “Desmitificar”, la nueva columna de Caldenia, será ir desentrañando, en una entrega mensual, los significados fundamentales de algunos mitos. Y descubrir no sólo la curiosidad de una cosmogonía particular o el registro de hechos históricos, sino también la profunda sabiduría de milenios que actualizan los mitos.
En suma, habiendo reflexionado el funcionamiento de estos textos arcaicos, volvamos a la pregunta original: ¿Son los mitos respuestas torpes de pueblos ignorantes?