domingo, 22 de marzo de 2020

Prometeo y su eterna fe en el hombre

Eterna fe en el hombre Prometeo era un titán a quien se le había encomendado la creación del hombre y su permanente apología. Pensando en su bien dejó que Epimeteo, su hermano, inventara a los animales pero él perfeccionó la creación dando al hombre elementos distintivos del resto de las criaturas. Le concedió que, primeramente pudiera andar erguido. Le otorgó la capacidad de trabajar, de asociarse para las tareas y de edificar. Le enseñó a criar a los animales y a recoger con su ayuda los frutos de la tierra. Si el propósito de Prometeo era defender al hombre, no lo hacía para nada mal. Siempre permanecía atento a sus necesidades. Pero el mejor obsequio que le hizo fue un secreto. Le otorgó la fórmula para hacer fuego. Las “semillas de la sabiduría”. En rigor el mito registra los hechos fundamentales de la prehistoria. La adquisición del fuego es, para la humanidad uno de los saltos más importantes de la evolución porque a partir de entonces los humanos pudieron consumir proteínas mediante la cocción de carnes. Eso agrandó considerablemente sus cerebros y convirtió al hombre en una criatura capaz de pensar, de conceptuar, de recordar, de abstraer, de juzgar, etc. Por ello, cuando Prometeo notó que los hombres estaban preparados para dar un paso más, se ocupó de extraerles el fuego a los dioses para entregárselo a los hombres en forma de “semillas”. Semillas de sabiduría Los dioses, especialmente Zeus, tomaron muy mal el hurto porque eso significaba que las criaturas pronto conseguirían lo mismo que ellos gozaban. Eso implicaba que se tornarían dioses algún día. La furia de Zeus pensó un castigo para Prometeo. Mandó a su hijo Hefesto que hiciera una criatura femenina en arcilla, bella y virtuosa como ninguna. Pandora fue su nombre cuando le dio vida. La dotó con un solo defecto, una excesiva curiosidad. Luego le dio un ánfora y le pidió que por nada del mundo la abriera. Cuando Epimeteo y Prometeo se ausentaron, ella abrió el recipiente y todos los males y las enfermedades salieron alegremente y se instalaron en el mundo. Pero el asunto no quedó allí porque Prometeo urdió una trampa para engañar y vengarse de Zeus. Le ofreció regalarle la mitad de un buey asado que él escogiera. Zeus no notó que el titán había dispuesto la grasa y los huesos bajo la piel de una parte que parecía más voluminosa y cuando la eligió dejó, sin intención, lo más valioso del buey para Prometeo. El dios olímpico se indignó mucho más y juró que el titán, como castigo a su deshonestidad y su defensa exacerbada de la raza humana, permanecería para siempre atado a una piedra. Así se lo dispuso con los brazos en cruz incansables días en cuyas vigilias recibía a un águila que le comía el hígado. Por las noches el órgano se reconstituía y lo ofrecía nuevamente a su predador, la mañana siguiente. Una y otra vez y para siempre. Pero quiso la suerte que Hércules, un hijo dilecto de Zeus, tuviera como desafío liberar a Prometeo. Zeus se sintió perdido: si lo permitía incumpliría su dictamen eterno que nadie podía doblegar. Pero si no lo permitía su hijo querido no lograría acreditar el éxito en sus doce trabajos. La astucia del rey de los dioses halló la respuesta. Le permitió a Heracles que desatara al titán pero le construyó un anillo con la piedra a la que debía estar atado para siempre. Lo único que debía observar era que el anillo estuviera invariablemente en su dedo. No obstante su liberación, la imagen más rica de Prometeo lo ubica en forma de cruz y ofreciendo su hígado. Hay quienes vieron en él y en esa escena una similitud o una prefiguración de lo que luego ocurriría con Cristo. Propiciador de los hombres, atravesado por los clavos y puesto en cruz como castigo por llevarles una sabiduría liberadora, registra varios puntos en común. Como muchos otros crucificados, el Cristo también debió haber temido literalmente a los cuervos. Pero en sentido metafórico no ofreció su hígado (que representa el enojo) ni sus ojos. Entregó a la maldad del mundo su corazón para que fuera atravesado una y otra vez cada vez que su sacrificio se vuelve inútil en la cíclica ignominia humana. Pero luego perdona, reconstruye su órgano y vuelve a ofrecerlo una y otra vez hasta el fin de los tiempos. No es posible dilucidar si las coincidencias entre Prometeo y el Salvador del cristianismo esconden un fondo común, pero tampoco es evitable la tremenda capacidad que da el pensamiento metafórico para soslayar los detalles y hallar matrices simbólicas universales e infinitamente repetidas. Quizá Jung tenga razón y esos arquetipos vivan en el hombre a una profundidad mayor que las cargas de cultura de un pueblo, una nación o de un dogma.

domingo, 15 de marzo de 2020

Artículo Quirón

Quirón era una criatura mítica que los griegos relacionaban con las dotes sanadoras. Se trataba de un centauro. Una serie de relatos se propone explicarnos su naturaleza. Que Cronos deseó a su madre y para tenerla se convirtió en un caballo y la poseyó. La mujer dio a luz a un niño que poseía de la cintura para arriba una fisonomía humana y cuyas extremidades inferiores eran las de un equino. Los centauros, en general, representaban el impulso, el hábito de reaccionar antes de pensar, de actuar desde lo visceral. Por ello no detentaban buenos modales. Podían alcanzar cierta cultura pero en muchas ocasiones, especialmente regadas por el vino, escogían la violencia, el abuso y la furia contra otros. Quirón era una figura ejemplar para ellos porque sabía eludir la tentación de los excesos. Estaba formado como sujeto culto y tenía un don especial para curar. Su amistad con Peleo lo llevó a auxiliar al hombre en la conquista de quien sería, por poco tiempo, su mujer, la diosa marina Tetis. De Peleo y Tetis nació el más célebre héroe aqueo, Aquiles. El niño era un mortal pero su madre estaba decidida a convertirlo en inmortal. En algunas versiones se cuenta que Peleo se enfurece y la abandona cuando ve cómo va quemándole a Aquiles cada parte del cuerpo y untando lo quemado con ambrosía con el propósito de inmunizarlo frente a los peligros del mundo. El procedimiento le resulta tan cruel al padre que lo interrumpe sin dejar que Tetis unte el talón con el néctar de los dioses. Ése es el motivo por el cual el héroe tiene su debilidad en ese sitio, según el relato. (Otras versiones plantean que la inmortalidad para su hijo la intenta Tetis no con el fuego sino con su propio elemento, el agua del río Estigio.) La consecuencia de la aplicación de ese método ígneo es que Peleo rescata a su retoño y se lo entrega a Quirón para su crianza. Ya Peleo había sido educado por Quirón después de que Acasto lo guió hasta un bosque, lo despojó de su espada mágica y lo entregó a los centauros. El maestro intervino y a partir de entonces fue su protector. Muchos otros fueron sus discípulos. Además de Aquiles, Asclepio, cuyo don será también sanar; Jasón, célebre por el rescate del vellocino de oro y la travesía imposible que cumple; Aristeo, quien provocaría la muerte de Eurídice y Acteón, su hijo. Algunos autores extienden el listado de alumnos. Lo cierto es que Quirón educa a grandes héroes y la nobleza de su sabiduría forma también a quienes seguirán su vocación de sanador. No obstante, a pesar de sus habilidades y saberes un episodio abriría en Quirón la herida que lo haría uno de los dioses más sufrientes. El héroe Hércules lo hiere accidentalmente con una saeta embebida en sangre de la Hidra, fluido de constitución muy contraria a la vida humana, un veneno temible. Su mal no puede ser vencido por remedio alguno. Así es cómo el pedagogo olímpico adquiere el conocimiento de una de las claves vitales de la humanidad. Por medio de ese dolor insalvable puede comprender profundamente el sufrimiento del prójimo. Gracias a la herida abierta y perenne desarrolla la empatía que lo hace un gran sanador. Sanador de cuerpos pero también de almas. Sin embargo, aun comprendiendo las oscuras verdades que su situación manifiesta, Quirón llega al punto de agotamiento por su dolencia y le dona la inmortalidad a Prometeo, quien se sacrifica voluntariamente por defender a los hombres. Pero la mayor enseñanza del primero de los centauros está ligada a una clave para comprender el destino y la naturaleza de todo lo creado. Quirón puede sanar a todos excepto a sí mismo. En esta paradoja encierra la mitología griega una verdad medular. El hombre no ha sido hecho para vivir en soledad. Los dolores de uno están destinados a curarse mediante el amor y la sabiduría de otros. Y aunque en el texto bíblico no se cuente con esta intención (y no deseemos una polémica doctrinal), también es posible, en el comentario de sus detractores al pie de la cruz, deducir la misma verdad. “Médico, cúrate a ti mismo.” El Salvador no escucha la sugerencia porque está viciada de ignorancia. Nadie lo sabe más que Cristo. La única curación posible para las criaturas es la que representa Quirón. La misma que se encuentra en la más alta medicina: el Amor a los demás.

Artículo “La teoría del todo”

Si un cruce de los libros y el cine conmueve profundamente es la película dirigida por James Marsh, cuyo guionista y promotor del proyecto fue Anthony MacCarten. El guionista se sintió atraído por la figura del científico desde que leyó Historia del Tiempo, en la década del ’80. Pero si en el film le dedican especial atención a ese libro que fue la consagración de Hawking porque lo llevó a una popularidad impensada para un científico, sólo experimentada antes por Einstein, no es el libro en que se basó la producción. MacCarten conoció años más tarde el texto escrito por Jane Hawking, primera esposa del cosmólogo cuyo título es, en inglés, Travelling to Infinity: My Life with Stephen. Se trata de un relato autobiográfico de los treinta años en que estuvieron casados. Ella, graduada en poesía medieval española, tuvo las herramientas necesarias para convertir la vida real, atravesada por una enfermedad degenerativa que fue quitándole al científico hasta la más mínima movilidad, en un texto literario de tono cálido y nostálgico, que contagia en el espectador las interrogantes filosóficas que el trabajo de Hawking trasunta. La autora despertó en McCarten el deseo de filmar las experiencias que narra su libro y la convenció de que le permitiera hacerlo. James Marsh fue el encargado de producir la atmósfera nostálgica que domina el film. Como si la degradación en la salud de Stephen, que domina, despertara el ineludible deseo de comprender la vida. Una vida que da y quita de un modo brutal. La comprensión profunda de verdades cosmológicas de las que ningún hombre fue capaz fuera de Hawking crece, al tiempo que su salud se deteriora. La búsqueda de una cifra que lo explique todo, incluso esta paradoja, es una invitación sutil a preguntárselo también. ¿Acaso será como afirma el mito de Prometeo o la misma experiencia de Adán y Eva una indagación y el don de una inteligencia semejante requieren una compensación? Adán y Eva debieron salir del Paraíso por haber comido del árbol de la Sabiduría. Prometeo quedó atado de por vida a una piedra por difundir saberes que resultan inmanejables para los hombres. ¿Será la enfermedad de Hawking un pago por la capacidad extraordinaria que le permitió ir más allá de los límites científicos de su tiempo? ¿O, en cambio, ha sido una defensa de la naturaleza parecida al mito de Quirón, que era capaz de dar respuestas y sanar a otros, pero su propia herida sangraba y jamás podría curarla con sus manos? Para el centauro ese hecho se había convertido en la raíz de su humildad. ¿O, quizá haya sido el azar irónico que, como a Borges, le dio los libros y la noche, la extraordinaria capacidad de leer y la ceguera? Sublime es la actuación del actor, cantante y modelo inglés, Eddie Redmayne. Así lo entendieron también la Academia que concede el Premio Óscar, el jurado de los Globos de Oro, el Premio del Sindicato de Actores, el BAFTA y el Certamen Tony de teatro. El film es una experiencia emocionante, que despierta la inquietud filosófica, sobrevuela los asuntos que interesaron al científico, emociona, interpela, y consuela también. La voz robótica que reproduce lo que Hawking dirige a un público en los últimos minutos, despeja definitivamente la ecuación: “Es claro que sólo somos una rama avanzada de los primates en un planeta menor, que orbita alrededor de una estrella común en la periferia de una galaxia entre otras cien mil millones de galaxias. Pero desde el principio de la civilización, las personas han deseado entender el orden subyacente del mundo. Debe haber algo muy especial sobre la naturaleza de los límites del universo. Y lo que puede ser más especial que eso es que no haya límites. Y no debería haber límites para el empeño humano. Todos somos diferentes pero debemos pensar que, sin importar qué tan mala sea la vida, siempre hay algo en lo que podemos tener éxito. Mientras haya vida, hay esperanza.” Quizá, a la larga, esté Quirón detrás del todo.

Cuando el medio destruye el fin

El carnero alado Crisómalo, que había llevado a Frixo y a su hermana Hele hacia La Cólquide era una criatura valiosa. Le pertenecía a Zeus y en virtud de que luego fue ofrecido en sacrificio propiciatorio, murió pero no abandonó su valor sacro. Se extrajo y se conservó la piel curiosa, que lo convirtió desde entonces en el célebre “vellocino de oro”, codiciado como amuleto y símbolo de las mejores capacidades humanas. La nobleza de nacimiento que habría de buscar en él Jasón, sumaba la acepción que haría a su poseedor capaz de conocer por medio de la intuición y el pensamiento creativo. Lo cual es, en última instancia, el elemento distintivo de la humanidad. Cuando Frixo montó al carnero que luego sería el vellocino estaba abrumado por esa sensación de hastío e inquietud que precede las creaciones más ingeniosas. Amén de los peligros a los que los sometía Ino, (nueva esposa de su padre) a su hermana Hele y a él, esa insatisfacción creativa es la que los llevó a montar a Crisómalo y ser transportados por el aire ingrávido. Pero ella cometió la osadía de mirar hacia abajo, se mareó y cayó en el Océano. Su final trágico dio nombre al Helesponto. El camino de Frixo continuó y arribó a destino. Luego del sacrificio del carnero, el rey Eetes mandó al vellocino (su pellejo) a descansar en las ramas de un árbol custodiado por un dragón invencible, que jamás dormía. Jasón, cuya fama siempre aparece ligada a la fórmula “los argonautas”, sería quien emprendiera una travesía difícil para conseguir aquella bendición. No era para sí en términos literales sino por cumplir un requisito impuesto por su tío Pelías, quien al morir el patriarca y abuelo de Jasón, había arrebatado el reino a su padre, Esón. Al convertirse en un adulto, el joven Jasón por fin se decidió a reclamar su Corona. Con ese objeto se presentó ante su tío y el hombre no le negó el derecho, pero le impuso como condición una tarea que el mundo juzgaba imposible: lo envió a robar el vellocino de oro. Creyó que en ello le iría la muerte al sobrino y él jamás tendría que devolver el trono de Yolco. Jasón no se acobardó, y reunió en un barco de cincuenta remos a los mejores héroes griegos. Cada uno, sobresaliente en una disciplina. La nave, llamada “Argos” albergó a los gemelos Cástor y Pólux, a Orfeo, a Teseo y al gran Hércules, entre otros. Con ellos se aventuró hacia la Cólquide y allí conoció al rey Eetes, padre de quien sería una pieza fundamental en su travesía y, también, en su vida. La hechicera Medea se enamoró de él a simple vista y se aplicó con todas sus artes mágicas a lograr que extrajera el vellocino del árbol donde colgaba. Jung Para Carl Jung, el vellocino de oro representa el imposible. Un objetivo cuya consecución no puede alcanzarse por medio de la razón. Se trata de un conocimiento al que se accede por medio de cierta fe y se acrecienta con pureza de ánimo. Esa transparencia de intenciones será quien filtre la gracia que los dioses quisieran donar al héroe. Por ello, resultaba una paradoja insalvable conseguirlo sin merecerlo. Y esos méritos no dependían de la astucia ni de la inteligencia. Sólo podían lograrse con la limpieza del corazón. El custodio del vellocino, como todo monstruo mítico, refleja una realidad interna del héroe. Para el fundador de la escuela de Psicología analítica, existe una correspondencia misteriosa entre los estímulos del afuera y los procesos interiores del hombre; correspondencia a la que califica de “coincidencia significativa”. En este caso, el custodio es una serpiente de dimensiones. En algunas versiones del mito es un maligno dragón. Ambas criaturas proponen la sangre fría de un reptil, la ausencia de corazón y el cálculo descarnado con que Jasón enfrenta los desafíos. Lo que era una prenda espiritual, que ampliaba la sensibilidad y las capacidades intuitivas, pierde su poder. Jasón pudo haber adivinado el destino de su vida. Pudo haber visto en el dragón su propio mal. Pero, obnubilado por el vértigo y el éxito que le proporcionaba la magia de Medea, no pudo notar la analogía y, mucho menos, pasar la prueba que la peripecia le estaba planteando. Si, en cambio, hubiera conocido su “sombra”, (el costado que rechazaba de sí mismo) proyectada en el monstruo, habría podido convertir esa fuerza descendente en un resorte para alzar vuelo. Por ello el relato nos muestra a Jasón eludiendo el enfrentamiento con el dragón. Dejando a la magia de Medea la tarea de dormir al monstruo y evitarle el esfuerzo, que siempre es llave de la virtud. El resultado fue negativo como conviene a toda proeza que no se merece profundamente. Si bien el héroe consiguió el vellón y se lo entregó a Pelías, viciada de maldad, ya la prenda no podría serle útil. Había perdido la condición de bien espiritual y sólo sirvió para denigrar el alma del héroe. Lo que vendrá después en la vida de Jasón será una existencia sin heroísmo: separaciones, crímenes, la soledad y el olvido.