domingo, 15 de marzo de 2020

Cuando el medio destruye el fin

El carnero alado Crisómalo, que había llevado a Frixo y a su hermana Hele hacia La Cólquide era una criatura valiosa. Le pertenecía a Zeus y en virtud de que luego fue ofrecido en sacrificio propiciatorio, murió pero no abandonó su valor sacro. Se extrajo y se conservó la piel curiosa, que lo convirtió desde entonces en el célebre “vellocino de oro”, codiciado como amuleto y símbolo de las mejores capacidades humanas. La nobleza de nacimiento que habría de buscar en él Jasón, sumaba la acepción que haría a su poseedor capaz de conocer por medio de la intuición y el pensamiento creativo. Lo cual es, en última instancia, el elemento distintivo de la humanidad. Cuando Frixo montó al carnero que luego sería el vellocino estaba abrumado por esa sensación de hastío e inquietud que precede las creaciones más ingeniosas. Amén de los peligros a los que los sometía Ino, (nueva esposa de su padre) a su hermana Hele y a él, esa insatisfacción creativa es la que los llevó a montar a Crisómalo y ser transportados por el aire ingrávido. Pero ella cometió la osadía de mirar hacia abajo, se mareó y cayó en el Océano. Su final trágico dio nombre al Helesponto. El camino de Frixo continuó y arribó a destino. Luego del sacrificio del carnero, el rey Eetes mandó al vellocino (su pellejo) a descansar en las ramas de un árbol custodiado por un dragón invencible, que jamás dormía. Jasón, cuya fama siempre aparece ligada a la fórmula “los argonautas”, sería quien emprendiera una travesía difícil para conseguir aquella bendición. No era para sí en términos literales sino por cumplir un requisito impuesto por su tío Pelías, quien al morir el patriarca y abuelo de Jasón, había arrebatado el reino a su padre, Esón. Al convertirse en un adulto, el joven Jasón por fin se decidió a reclamar su Corona. Con ese objeto se presentó ante su tío y el hombre no le negó el derecho, pero le impuso como condición una tarea que el mundo juzgaba imposible: lo envió a robar el vellocino de oro. Creyó que en ello le iría la muerte al sobrino y él jamás tendría que devolver el trono de Yolco. Jasón no se acobardó, y reunió en un barco de cincuenta remos a los mejores héroes griegos. Cada uno, sobresaliente en una disciplina. La nave, llamada “Argos” albergó a los gemelos Cástor y Pólux, a Orfeo, a Teseo y al gran Hércules, entre otros. Con ellos se aventuró hacia la Cólquide y allí conoció al rey Eetes, padre de quien sería una pieza fundamental en su travesía y, también, en su vida. La hechicera Medea se enamoró de él a simple vista y se aplicó con todas sus artes mágicas a lograr que extrajera el vellocino del árbol donde colgaba. Jung Para Carl Jung, el vellocino de oro representa el imposible. Un objetivo cuya consecución no puede alcanzarse por medio de la razón. Se trata de un conocimiento al que se accede por medio de cierta fe y se acrecienta con pureza de ánimo. Esa transparencia de intenciones será quien filtre la gracia que los dioses quisieran donar al héroe. Por ello, resultaba una paradoja insalvable conseguirlo sin merecerlo. Y esos méritos no dependían de la astucia ni de la inteligencia. Sólo podían lograrse con la limpieza del corazón. El custodio del vellocino, como todo monstruo mítico, refleja una realidad interna del héroe. Para el fundador de la escuela de Psicología analítica, existe una correspondencia misteriosa entre los estímulos del afuera y los procesos interiores del hombre; correspondencia a la que califica de “coincidencia significativa”. En este caso, el custodio es una serpiente de dimensiones. En algunas versiones del mito es un maligno dragón. Ambas criaturas proponen la sangre fría de un reptil, la ausencia de corazón y el cálculo descarnado con que Jasón enfrenta los desafíos. Lo que era una prenda espiritual, que ampliaba la sensibilidad y las capacidades intuitivas, pierde su poder. Jasón pudo haber adivinado el destino de su vida. Pudo haber visto en el dragón su propio mal. Pero, obnubilado por el vértigo y el éxito que le proporcionaba la magia de Medea, no pudo notar la analogía y, mucho menos, pasar la prueba que la peripecia le estaba planteando. Si, en cambio, hubiera conocido su “sombra”, (el costado que rechazaba de sí mismo) proyectada en el monstruo, habría podido convertir esa fuerza descendente en un resorte para alzar vuelo. Por ello el relato nos muestra a Jasón eludiendo el enfrentamiento con el dragón. Dejando a la magia de Medea la tarea de dormir al monstruo y evitarle el esfuerzo, que siempre es llave de la virtud. El resultado fue negativo como conviene a toda proeza que no se merece profundamente. Si bien el héroe consiguió el vellón y se lo entregó a Pelías, viciada de maldad, ya la prenda no podría serle útil. Había perdido la condición de bien espiritual y sólo sirvió para denigrar el alma del héroe. Lo que vendrá después en la vida de Jasón será una existencia sin heroísmo: separaciones, crímenes, la soledad y el olvido.