Cansados de ser chicos, de no tener dónde, de acariciarnos
ante testigos, nos colamos en La Almudena.
Esperamos la oscuridad. Él me besó. Pero una pala pareció surcar el piso. “Sepultureros”, dijimos. Y corrimos. Él supo
cómo hacernos invisibles. Halló una cripta que decía “Familia Muñoz”. Reímos
del azar de su apellido en el dintel.
Estaba abierta. Ya dentro, continuamos nuestro ritual de descubrimiento,
olvidados del mundo. Él tendría frío, pero no dejaba de apasionarse con mi
piel. Yo, en cambio, ignoré el invierno hasta que desperté allí, en la caja hermética,
rodeada por sus brazos y en la penumbra.