Poesía
Hablar de poética es necesariamente hablar de un
imaginario. Mientras la escritura narrativa se enhebra a partir de hechos, la
ensayística a partir de conceptos, el poema tiene como célula la imagen.
La poesía encarna el sentir más profundo y el
pensamiento primigenio de los pueblos. Porque, tal como lo explicaría Heidegger
, el pensamiento en imagen (o metafórico) es la forma de expresión e
intelección más propia del Ser (del
Dasein). Así la entendieron los más
altos poetas. Todos ellos coinciden en observar la poesía como un modo de
develamiento de la verdad, y no como un juego intelectual ni como
entretenimiento. Dante, Góngora, Shakespeare, Goethe, Huidobro, Vallejo, Borges,
Cortázar y tantos más ven en la poesía
un vehículo hacia la verdad, una verdad sutil. Nunca para ellos
constituye una evasión. Así, no hace
poesía sólo quien cumple el acto de escribir lírica. Ni siquiera el que crea
literatura. El pensamiento poético es
una disposición frente a la realidad, una actitud contemplativa y reflexiva
frente al mundo y frente a la naturaleza. Hace poesía quien se detiene a ver
con el secreto deseo de comprender.
Imaginario
Es por ello que el estudio de un imaginario es
mucho más que la enumeración de aspectos formales. El imaginario de un poeta,
de una generación, o de una región es un producto que revela una cosmovisión
particular. De-vela la identidad profunda de un ser.
Si un pueblo escoge hablar de un volcán, porque preside su
paisaje, el volcán pronto encarnará en el imaginario muchos más sentidos que el
de su simple actividad material. El pueblo pondrá en su figura todas las tensiones
latentes que, como el volcán físico, están pendientes de erupción en su
comunidad… Puede que identifique con él
la fuerza, puede que lo vea como la ira de la naturaleza, como castigo divino,
como materialización del mal…
Cuando el imaginario se construye comunitariamente, las imágenes de algún modo
cifran los sentires, la historia, los terrores y también los sueños comunes.
El río
y el Caldén
Dos imágenes presiden el imaginario pampeano: El
caldén y el río. El primero, por su presencia. El segundo, por su ausencia.
Ausencia
A Borges le gustaba recordar una anécdota: un día
se encontró por la calle con Enrique Banchs, que sería más tarde un poeta
delicioso, justo cuando había sido abandonado por su amada. Banchs estaba
desahuciado. Pero esa ausencia, la falta que le hacía su amada, fue el motivo y
la pasión que motivaron su mejor libro “El cascabel del halcón”.
Borges recuerda el episodio y reflexiona sobre él
en un soneto que titula, precisamente, “Enrique Banchs”
Un hombre gris. La equívoca
fortuna
hizo que una mujer no lo quisiera;
esa historia es la historia de cualquiera
pero de cuantas hay bajo la luna
hizo que una mujer no lo quisiera;
esa historia es la historia de cualquiera
pero de cuantas hay bajo la luna
es la que duele más. Habrá pensado
en quitarse la vida. No sabía
que esa espada, esa hiel, esa agonía,
eran el talismán que le fue dado
en quitarse la vida. No sabía
que esa espada, esa hiel, esa agonía,
eran el talismán que le fue dado
para alcanzar la página que vive
más allá de la mano que la escribe
y del alto cristal de catedrales.
más allá de la mano que la escribe
y del alto cristal de catedrales.
Cumplida su labor, fue oscuramente
un hombre que se pierde entre la gente;
nos ha dejado cosas inmortales.
un hombre que se pierde entre la gente;
nos ha dejado cosas inmortales.
Los más altos logros de la poesía se los debe la humanidad a las
ausencias. Dante Alighieri halló en la muerte de Beatriz Portinari sus mejores
versos. La Laura inalcanzable, desposada por otro, fue la raíz de los sonetos
petrarquescos imitados para siempre. La poesía se hace grande cuando se torna
compensatoria, cuando intenta rebasar lo alcanzable por las manos humanas. Por
eso nada hay más poético que el intento de renacer lo ausente sobre el papel,
que darle vida a lo perdido en la Palabra.
El río
Pero entonces, toca aquí hablar del río, pero no del de los tratados hidrográficos
ni el que espera los dictámenes de la Corte, que sin dudas autoridades en el
tema lo ilustrarán más tarde. Mi invitación es a pensar el río como figura
poética.
Hemos dicho que cuando el paisaje se vuelve figura
poética, encarna muchas más acepciones que la literal. ¿Qué significan estas
aguas, entonces?
El río es una imagen presente en la literatura desde
tiempos muy remotos. Los valores que se le asignaron metafóricamente son
muchos.
De dos modos diferentes hiere el río la imaginación
activa, como la llama Bachelard: como obstáculo por atravesar, o como materia
en la cual sumergirse (cuya variante sería la de vehículo en el cual flotar,
barrenarlo.)
Transformación/dificultad
En algunos textos clásicos, los ríos aparecen como
interrupciones del paisaje telúrico cuyo tránsito implica una dificultad o
aporta una transformación, un cambio
de estado. Así, los ríos del Infierno, que se repiten en Homero, en la Eneida de Virgilio y en La Divina Comedia reflejan distintos tormentos, el Aqueronte,
los dolores, el Flegetonte, las quemaduras, El Cocito, la pena y el frío de la
muerte, el Estigio, los miedos.
El Leteo, que aparece en ocasiones en el Infierno y
en otras en el Purgatorio, retrata el olvido. Sumergirse en él es olvidar las
vidas anteriores y embarcarse en una nueva forma de existencia.
Para los aztecas, atravesar el río Apanohuáyan era ingresar en el recinto de los
muertos. Pero atravesar el río no siempre implica muerte. En El Cid Campeador, por ejemplo, cruzar el
río de Burgos es transformarse en un
exiliado. El Arlanzón le señala que se ha convertido en extranjero.
El Cid lleva la imagen del agua en sus pupilas, por que las aguas son el
pasaje hacia el destierro.
Fuente de
vida
En la Biblia, aparecen los cuatro ríos del paraíso que descienden en
una especie de salto, cuyo origen es el Creador. Luego los brazos se dirigen hacia
los cuatro puntos cardinales, de ellos provienen todos los ríos del mundo.
Según esta acepción, el río es fuente de
vida. Del mismo modo, el río es el
vehículo en el que va meciéndose Moisés en el cesto de bambú construido por su
madre para salvarlo de la matanza de los niños pequeños durante la permanencia
del pueblo judío en Egipto. La cesta llega por el río a manos de la hija del
faraón y gracias a él Moisés salva su vida. San Juan Bautista también utiliza
las aguas del río Jordán para bautizar y dar “vida nueva” a los bautizados.
En el Popol Vuh, las aguas son quienes reviven a los gemelos luego
de haber sido asesinados por los dioses de Xibalbá. En ese caso, también el río
tiene la connotación de dar vida, y eso coincide con el registro que tiene la
ciencia respecto al origen de la primera forma de vida, gestada en aguas
dulces.
Tiempo
Pero cuando las aguas no son atravesadas, sino vehículo, materia
en que el hombre se sumerge, curso que el hombre adopta y alimenta, tienen
otras implicancias. En casi todas las culturas se ha visto en las aguas en
movimiento, en las aguas corrientes, como las llama Bachelard, la imagen de la
sucesión.
Platón recuerda a Heráclito en el Cratilo cuando dice que un hombre no puede bañarse dos veces en las
mismas aguas. El río podrá ser el mismo, pero las aguas que bañan sus pies no
son las mismas. Esta acepción propuesta por Heráclito refleja el fluir del
tiempo, o más precisamente, del hombre en el tiempo. Somos esos ríos que van a
morir al mar.
Manrique
retoma el tópico “Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar”, que
hacia el Renacimiento se bautiza como Vita Flumen, es decir, la vida como
río. Somos esos hijos de Cronos, es decir, los hijos del tiempo, nacidos en un
instante al tiempo y destinados a morir en el tiempo algún día.
Borges
confiesa que su imagen favorita es precisamente ésta, la del río de Heráclito: el tiempo como un
cauce que fluye y no se detiene, pero que está destinado a desembocar en la
eternidad, que es el mar.
En realidad no es el tiempo el que corre sino
nosotros en él.
El río del
tiempo seguirá siendo río cuando cada uno de nosotros haya pasado. No serán las
mismas aguas, pero sí será el mismo río.
Muerte y permanencia comunitaria
Esta idea
de permanencia comunitaria a pesar de la caducidad de los individuos recuerda
la visión de los pueblos originarios, que lejos de concebir como el mundo occidental
la vida y la muerte en algo individual, comprenden los ciclos sin angustia
porque saben que morirán individuos, morirán estas aguas, pero el río ─la
comunidad, la tradición, el pueblo, y
aún la naturaleza (que ellos percibían como madre a la que todos los seres
estaban integrados)− seguirá viviendo.
Tradición
En efecto,
muchas veces el río, en su incesante
fluir representa la tradición. Así, se hablado mucho del “río” de la
literatura. Todo aquello que llega a nosotros
para ser continuado y legado a otros ha de ser imaginariamente un río.
José María
Arguedas intenta en su novela más
lograda una gesta tan quijotesca como conmovedora: recuperar aquello que la
Perú civilizada ha preferido olvidar, esa voz del pueblo originario que canta subterránea
reclamando su lugar, la voz inca sepultada debajo del progreso, de las
estructuras europeizantes, de la “civilización”. Y, curiosamente, tituló esa
novela como “Los ríos profundos”.
El río es
tradición, y aquí, en nuestra Pampa, haber hecho represa al río real, el de los
mapas, fue hacer dique a las voces que
venían de tierra adentro y del pasado, a
remontarnos, a integrarnos a su tradición, a sumarnos y sumarse. Voces
ranqueles, voces de la tierra …
Hacer
dique fue sepultar bajo las glebas secas de la llanura nuestra primera
tradición.
Ésta es la
acepción que tiene el río para el imaginario pampeano. Es un motivo doloroso, que
explica la nostalgia que en ocasiones nos atraviesa. Pero la imagen también suscita
el poder compensatorio de la poesía y su tenor de trascendencia.
Porque
toca al poeta pampeano dar vida a la polifónica sinfonía de aguas corriendo, aunar
las voces que suenan con aquéllas que se han perdido.
Toca a él
arrancar de la pena por la ausencia del río, el grito sagrado de la poesía.