Vi el rótulo en la historia clínica. No puedo
entender qué razonamiento siguió el psiquiatra para dar su diagnóstico. Ignoro lo
que todos ellos piensan. Pero nadie mejor que yo sabrá explicarlo.
Una tarde del invierno pasado volvíamos caminando
por la calle con una compañera de trabajo. De pronto, una sombra negra o,
mejor, gris oscura, conquistó el rabillo de mi ojo izquierdo para presentarse
al derecho como una bomba Ford con doble cabina surcando el aire. No podíamos
pensarlo en ese instante, pero en cuanto los tumbos de la camioneta dieron con
su poste final, se nos hizo evidente: Si mi compañera no se hubiera detenido
dos veredas antes, durante unos segundos, para
atender su teléfono (que sólo sonó tres veces y nunca llegó a obrar como
una comunicación genuina), ambas descansaríamos entre el árbol y la trompa del
vehículo, o lejos, llevadas por la inercia y sin quién sabe qué órgano que se
nos habría independizado en el trayecto.
El impacto quedó resonando en mi conciencia con una
estridencia muda. Y la pregunta se instaló para siempre: ¿Qué habría pasado si el teléfono de Carolina no hubiera llamado
inútilmente unos veinte segundos antes de que el vehículo diera tres vuelcos
sobre la acera en que caminábamos?
No ha pasado un día desde entonces en que la
pregunta no me asalte de pronto y me lance a una intemperie aterradora.
Al principio, yo no lo veía, no lo percibía. Después
aprendí a adivinar su presencia, y a verlo con los ojos.
A tal punto este hecho trastornó mi vida… Pero nunca los resultados esconden la clave.
El proceso lo es todo. No hay adónde llegar. Eso lo sé hoy. Si lo hubiera visto
claro en el momento en que todo esto empezó, quién sabe qué habría sucedido. De
todos modos, me prometí eludir estos pensamientos. Eludirlo a él…
La obsesión fue
viniendo a mí paulatinamente. Lo que en un primer momento era cerrar ojos y ver
una vez más la escena, el golpe, el muerto, luego fue tornándose una pregunta
larga, una pregunta que se formulaba una y otra vez, se vaciaba y llenaba de
contenido, tomaba otra forma, se nutría de otros hechos, traía la cara de una
niña, de un bebé, del hall de una prolija universidad, de un tren, de una
invitación al té de las cinco… Pero al final siempre se quitaba el velo y
descubría su cara siniestra. Cualquier objeto, cualquier paisaje, por ameno que
fuera, podía transformarse en el rostro enigmático de ese sujeto. De ese hombre,
venido de otro sitio. Un extranjero…
Los meses que siguieron
hicieron crecer su poder. Y mi pensamiento era el campo de Marte, el terreno
donde se libraba la batalla.
La pregunta no hacía
más que retornar. Y yo perdía mi capacidad refractaria. En esos trances, él se
apoderaba de mí. Y yo me dejaba penetrar por aquella duda, inútil duda, duda
eterna que no resolvería jamás. ¿Cómo resolverla? ¿Qué habría ocurrido si el teléfono no sonaba?
Y entonces, como una
cascada irrefrenable: ¿A qué debía mi
estado actual, el estar viva?
¿Al
hábito de mi compañera de bajar el timbre del celular al entrar a clase? ¿A su
costumbre de ponerlo en la modalidad de vibrador y llevarlo al bolsillo del
jean, donde no podría ignorar su reclamo? ¿Al fortuito olvido de subir la
campanilla una vez fuera del aula? ¿Carolina habría detenido la marcha para
atender el teléfono si no hubiera estado en el bolsillo estrecho de su jean?
¿Cuántas veces el teléfono fue a parar allí con la bocina alta? ¿Dos, tres?
“Pocas, pocas veces”, me confesó. Cuando no estaba en vibrador, lo llevaba al
descuido del enorme bolso de cuero donde viajaban desde el make
up hasta las pruebas recién horneadas en
el aula escolar.
¿Y
si en cambio de pasar yo distraída frente a la preceptoría, intrigada por el
comentario que Carolina me hacía, me hubiera detenido a preguntar lo que debía
(si el acto patrio del día siguiente sería a las cuatro o cuatro y media) como
había proyectado al entrar al edificio dos horas antes? ¿Qué, si la preceptora,
tan afecta a los monosílabos, hubiera tardado lo suficiente para que Carolina
saliera sola y cruzara la avenida, pero lo necesario para que yo llegara al
sitio del vuelco veinte segundos antes?
Mis ejércitos a veces
me eran leales. Otras veces se iban con él. Se iban mientras yo recordaba el
día en que con mi padre brindamos felices por el empleo que conseguí. El
festejo sucedió no menos de quince meses antes del accidente. ¿Qué habría pasado si en cambio de rechazar
las horas en el colegio de artes visuales, y esperar la entrevista con la
dirección del bachillerato, hubiera caminado día tras día otro trayecto? ¿Era
finalmente un motivo de festejo? ¿Me habría encontrado en otra esquina la
camioneta gris? ¿Qué si la decisión no pudiera cambiar mi destino de toparme
con ese escollo que ha teñido mi vida con la presencia del extranjero?
Repentinamente, el
rostro del indeseable me sonreía desde la ventanilla trasera de un auto
detenido, como el mío, ante el semáforo. Lo miré un tiempo que no podré medir,
pareció un lustro, pero dio con su fin cuando la luz verde brilló. Como una
autómata, puse el cambio y avancé. No sabía adónde iba. Estaba perdida en una
nebulosa confusa, olvidada de mi rutina, de mi conciencia, quizá también de mi
nombre. No lo sé, no me lo pregunté. Estaba abrumada y el cuerpo ya se
entregaba al mareo, cuando decidí estacionarme en el primer sitio que encontré.
Durante unos minutos
estuve en esa niebla poblada por transeúntes, motores activos, gritos, todo el
rumor de la ciudad. Tenía que frenar. Tenía que prometerme que no pensaría más,
que me quitaría de encima la mole de granito que me ahogaba, esa
responsabilidad pétrea que emergía de mi centro y crecía como un muro sin
control.
Tenía que hacerlo.
Unos segundos me tomó
inspirar el oxígeno suficiente y giré la llave. El motor rugió, las luces se
encendieron. El pedal aguardaba. Pero él apareció, de pronto, caminando directo
hacia mí. Ofuscado, enérgico, avanzaba clavando en mí su vista perversa. Traía
los puños cerrados, las venas de sus antebrazos con un volumen que hablaba de
la furia que traía.
Debo haberme reducido
en el asiento del conductor. Debo haberme deslizado hacia los pedales por huir
de su mirada, por hacerme invisible. Pero venía decidido a vencer de una vez
esta guerra.
Aceleré enceguecida,
con los ojos deliberadamente cerrados, anduve así varios metros, alcé los
párpados y seguí en la misma carrera desesperada.
Me detuve en algún
lado. No lo recuerdo. Sentía su respiración próxima. Bajé del auto. Caminé
muchas cuadras. No sé cuántas, pero muchas. Llegué por fin a la barrera.
Faltaban dos o tres calles para llegar. Entonces lo vi. Me miraba sentado en el
andén, las piernas colgando hacia las vías. Riéndose del peligro de estar allí
cuando el tren distaba segundos. Conté dos turnos de barrera baja antes de
decidir si debía avanzar. Su presencia me abrumaba. Debía cruzar para llegar a
la peluquería. Era tarde de sábado. Teníamos una fiesta de casamiento y todo
estaba preparado excepto mi maquillaje y mi pelo. Sentí, como algo tangible,
cómo subía por mi cuerpo una emoción densa. No era un pensamiento, era algo
corporal, algo que crecía en mí y me tomaba completa. Sólo entonces oí la pregunta
resonándome dentro:
¿Qué
ocurriría si al cruzar las vías, sufriera un tropiezo y mis gritos no fueran
percibidos por el conductor porque unos segundos antes oyó su canción favorita
sonando en la radio y alzó el volumen para gozarla con toda atención? ¿Qué si
quien tenía quince años de musicalizar el programa radial hubiera faltado a su
trabajo esa tarde y el asistente cuasi adolescente de la locutora, decidiera
darse el gusto de dedicarle “casualmente” el tema favorito del motorman a su reciente enamorada en el exacto
momento en que el tren encendía sus motores en la estación? ¿Qué, si el
banderillero viera pasar a su estafador, después de seis años de añorar este
momento y pensar en él; el traidor, justo frente a su vista, a metros de donde
mis ademanes de brazos podrían advertirlo del hecho de que no logro destrabar el taco de mi zapato
del riel?
¿Y
si, en cambio, nada de eso sucediera, ni el romance nuevito, ni la música
favorita, ni el estafador, ni el taco en el riel… Y sorteara yo el peligro del
tren para hallarme de improviso cien metros después con un arrebatador, que de
un empellón depositara mi nuca contra el cordón de la vereda, acabando para siempre
mis decisiones? ¿O me empujara con igual fuerza y la suerte quisiera que mi
inercia diera sobre el pecho generoso de un hombre y él cayera, amortiguando mi
propia caída, debajo de mí en medio de la calle? ¿Y si ese hombre hubiera
llegado allí por infinitas acciones previas, sincronizadas, providentes, sólo
para que nos topáramos y nuestros destinos se cruzaran indisolubles? ¿Si
fuéramos juntos a la asistencia médica, y corroboráramos que ambos estamos
salvos, sólo golpeados, con algunos magullones, y sintiéramos el deseo de una
gratificación y acabáramos en un bar, tomando tequila, riendo y anotándonos
mutuamente los números telefónicos?
¿Qué caminos estaba
sellando para siempre cada vez que tomaba una decisión pequeña como la
ordenarle al pie que avanzara un paso más? La bestia me miraba mezclado entre
la gente de la estación y gozaba mi
parálisis.
¿Qué,
si al quedarme allí, y volver sobre mis pasos, para evitar un destino,
decidiera cerrar la única senda que llevaba al encuentro casual de un extraño
en la calle, un extraño atractivo, lúcido y sexualmente agresivo. El mismo que
años más tarde le contará a nuestros hijos cómo nos encontramos en una tarde de
invierno? ¿Arrojaría al cesto la única
oportunidad que la suerte me dará para conocernos?
Un sonido, un grito, me
trajo de vuelta a los pies detenidos justo antes del riel. ¿Qué estaría
eligiendo con el siguiente paso? El campo de Marte estaba por sumirse en ese
silencio desolado que sobreviene en el fin de una batalla. Ya podía oler su
presencia, cerca, próximo a la línea que no me decidía a atravesar. Vi su
rostro entre otros rostros, los ojos hundidos, esa piel entre gris y perlada,
los labios oscuros, algo desdibujados… Venía paciente, sonriendo, con esa
seguridad del que tiene certeza de lograrlo.
Caía la tarde. Me
distraje un instante observando cómo se cruzaban la línea del asfalto con los
dos rieles centelleantes. Eso fue lo último.