Flor
de las Pampas
Están
viniendo. Ya no puedo huir. Mi tiempo vital se ha detenido en este 25 de junio
de 1923. No siento arrepentimiento. No es eso. Lo que me abruma es la certeza de
que la fortuna partió de mi vida... No tengo siquiera el ánimo de mentirme.
Todo lo que venga será caer.
No
valdrán las excusas. A nadie importa si lo ayudé. La furia de la turba enmudecerá
a tal punto mis razones que nadie sabrá al final que no hemos sido cómplices.
Si él
no se hubiera colgado, yo sería un testigo escabroso, aunque jamás me cobrarían
sus horrores. Pero alguien tiene que pagar por esas mujeres. Alguien tiene que
sufrir por las mutilaciones, que materializar los órganos ausentes, que sangrar
sus crímenes.
Vienen
por mí. No hay tiempo siquiera para esconder las pruebas. De todos modos, lo
saben. La policía ya ha visto los bocetos. Esta gente, que no sabe siquiera qué
es la Belleza ,
no hallará en mis cuadros nada nuevo.
Para mí, es diferente. Podría morir por un cuadro, y entregar al fuego
esos garabatos bocetados, sin lamentarlo. Nada valen.
Por
eso me entregaré antes de que sus manos puedan dañar las obras. ¿Qué sinsentido
habrá sido mi paso por este mundo, si mis retratos más hondos acabaran
despedazados en un allanamiento policial?
Esta
será la última vez que veo ese caldén fantástico en medio del desierto. Que me
sentaré junto a la ventana de esta estancia bendita, donde he vivido cada
verano de mi infancia. No contemplaré más el paisaje desolado que me fue moldeando,
que se me fue colando hasta hacer de mí una intemperie.
¿Qué
puedo más que escribir la verdad, aunque sepa que no salvará mi suerte? Denuncio
mis razones, con la ilusión de que alguien rescate los cuadros del olvido. De
que alguien se conduela de mí y salve lo que todavía importa.
Florindo
Urteaga se llamó mi condena.
Por
esos años vivía papá y él fue uno de los niños que se crió bajo el cielo de los
Larrea. Yo mismo envidiaba sus vidas.
Deseaba esa libertad de animales, esas horas sin tiempo, en las que la sucesión
se recuerda al amanecer, o cuando el ganado acude a la bebida, antes de que fugue
el sol. Deseaba vivir para siempre esas vidas sin futuro y sin pasado.
Con
los años, casi todos partieron rumbo a la Escuela Hogar o a trabajar en
otros campos, y no regresaron. Pero Florindo era una criatura extraña. Mis
hermanos todavía recordarán el marzo en que lo llevaron a la Escuela cinco veces antes
de rendirse.
Hacía
años que estaba en edad de asistir a clase. Supongo que mi padre habrá
consentido esa evasión porque alguien tenía que hacer las tareas más ingratas. Y
él era el último peón de la estancia, el que limpiaba los corrales.
Marcelino,
el mayor de mis hermanos, había pasado el verano restaurando un sulky y en él
lo subió para llevarlo a la
Escuela . Recuerdo que lo entregó a las maestras y se subió al
carro, como aliviado. Pero la escena se repitió cuatro días más. Veía
desaparecer el sulky entre la polvareda y partía como llevado por el olfato. Horas
después entraba al galpón donde dormía.
Recuerdo
también la crispación de mi madre cuando bajaba la noche. Vivía atemorizada,
rogando no verlo siquiera pasar a lo lejos.
Con
los años, lo que presencié fue explicándome su miedo. Y entonces pude enlazar
lógicamente la muerte curiosa de los gatos ese verano.
Lo cierto es que Florindo siguió en la estancia
cuando papá murió. Lo hizo hasta que hallaron el cuerpo de la cuarta mujer. Como
un forajido, habrá vagado los campos, hasta hallar un buen árbol donde
colgarse.
En el
‘20 me recibí, “in memoriam” de mi padre, que creía que ningún Larrea merecía
el apellido, sin el título de “Doctor en Leyes”. Pegué la vuelta. Sabía que mi
vida era la pintura y no tenía sentido permanecer en Buenos Aires teniendo
estos cielos aquí.
La
actividad del campo había disminuido. La muerte del ojo del amo dispersó peones y capataces. Florindo tampoco entonces
se fue.
Y
hube de conocerlo: era un ser silencioso. Solía aparecery sobresaltarme. No me
miraba directo a la cara. Bajaba la vista y obedecía. No contestaba preguntas.
Siempre me alarmó la calma con la que se quedaba en sedicioso silencio, sin
acusar la menor inquietud. Quieto y mudo. Creo que en ello percibía yo su
sangre fría.
Comencé
a observarlo. Supongo que operó en mí el miedo de mi madre y el misterio de aquellos
días. Lo seguía cuando irrumpía en el horizonte. Desde mi estudio, lo veía faenar
la vida con el torso desnudo casi todo el año. Ni el frío ni el trabajo lo
vencían. El viento, que desquicia al pampeano, parecía ponerlo más activo. Y
más silencioso.
Una
tarde de ésas en que ya no hay vestigios de la última lluvia, cuando la tierra
borra el horizonte y se nos cuela en la nariz con ese olor tan de estos pagos,
lo descubrí. Pasaba cargando un pico y una pala. Iba bañado en sudor, a pesar
del frío. Algo en el andar me llamó la atención.
Dejé
los pinceles y me acerqué al ventanal. La perspectiva me daba pocos segundos
más. No quise dejar de ver. Tomé lápiz y anotador y salí.
Iba
ingresando a un monte de arbustos y desapareció detrás del ramaje. Me acerqué un poco más, pero no quise
arriesgarme hasta el monte. Me acosté en el piso, detrás de una ondulación, y
comencé a bocetarlo. La imagen era increíble. Se había quitado la camiseta, el
sudor le había mojado las sienes y pegado el pelo a la frente.
El
pico se alzaba y caía junto a un árbol añoso de tronco ancho. Los músculos
intercostales habrían sido la delicia de cualquier pintor. No quería perderme
el detalle, esos brazos en tensión; el ombligo hundido en un abdomen casi liso…
El pantalón desnudaba hacia abajo, más allá de la cintura. Y Urteaga se secaba
la frente con la camiseta, la arrojaba al piso y seguía abriendo la tierra. Así
transpiró un rato hasta que tiró el pico.
El
boceto empezaba a ser un cuadro en mi cabeza, cuando lo entreví salir a la carrera.
No me levanté. Entregado al retrato, quería atrapar los movimientos de los
hombros antes de que se esfumaran de mi memoria.
Oí un
relincho en el haras. El viento cubrió el resto de los sonidos en su soplido
incesante. Después, los cascos acercándose. No supe cómo acurrucarme más para
no ser visto. Pensé que la altura del caballo le daría mayor visión. Pero Urteaga
iba obnubilado, a la carrera, una mano en las riendas, otra detrás, sujetando
una bolsa de cereal desmayada sobre la grupa. Pensé que debía ser grano: poco
que se movía el bulto con el galope. Sin dudas era pesado. Fueron segundos,
pero la andanada en pelo habría superado las carreras ecuestres de los artistas
ingleses, que tan bien captaban el movimiento.
Lamenté perdérmelo.
Se
apeó junto al árbol. El caballo quedó inmóvil. Ya abajo, tomó el saco sobre un
hombro, como hacen los matarifes con las reses. Después lo soltó sobre la
tierra. Sacó el facón y cortó la bolsa. Atravesó de arriba abajo la arpillera y
tuve la sensación de que los granos se derramarían sobre el piso.
En
cambio, un manchón turquesa rompió la monotonía del paisaje que se resolvía
entre matorrales secos y la ropa descolorida de Urteaga. Tardé un segundo,
quizá dos, en enfocarme y descubrir que aquel imán cromático era la blusa de
una mujer. Más allá, su cabeza, despejada de pelo e inmóvil. La distancia no me
permitía ver bien los rasgos, pero parecía joven.
Urteaga
descubrió el resto e irrumpieron sus piernas, que habían estado acurrucadas en
posición fetal. Enseguida, noté la falda
gris y un zapato. Lo observé colocándose el facón en la cintura y hundir la
cabeza sobre el abdomen de la mujer. Me apresuré a tomar la imagen en cuatro
líneas, porque intuía que algo mejor podía venir.
No me
equivoqué. Sacó nuevamente el facón y acarició con la hoja la parte interna de
sus muslos. Tomó el extremo de la falda y desgarró la tela hasta la cintura.
Retiró a los lados la prenda y quedó descubierta la pálida desnudez de una
hembra. Se quedó inmóvil primero y luego acercó nuevamente su cabeza y lamió
como un animal el sitio que hay entre las caderas. Esa zona que se hunde cuando
las mujeres están echadas.
Un
estruendo repentino quebró la escena y Urteaga se puso de pie. Miraba hacia donde
yo estaba. Por milagro no fui descubierto.
Un poco
más tarde oí el galope que se alejaba hacia el cuadro de la avena. Temí, no
puedo negarlo. El hombre tenía un cadáver dentro de mi propiedad.
El
placer con el que había acariciado con su cuchillo los muslos abonaba la peor
de las hipótesis. Pasé un par de días de quietud en el temor. Pero la
curiosidad venció. Desempolvé unos binoculares y comencé a seguirlo desde el
ventanal de mi estudio. Pero me sentí acotado en esa perspectiva y decidí subir
al techo de la casa y disponer un atalaya.
La casa,
típica en nuestra zona, es colonial y tiene una cabeza idéntica a sus pies. Son
tan llanos sus techos como los cimientos. Eso me obligó a montar una fachada que
justificara mi presencia arriba, porque no quedaría a resguardo de su mirada.
Subí
con bastante dificultad un atril, el más pesado que tenía, pensando en que los
vientos no lo batieran. Lo sujeté con
sogas. Por la tarde, los prismáticos me dieron una información precisa sobre
los movimientos de Urteaga: fueron actividades rutinarias las que observé.
Mientras
tanto, comencé a pintar el paisaje. Era un día soleado y frío.
Al
caer el sol, cerré el atril y lo dejé tumbado sobre el techo.
A la
mañana siguiente oí cascos y el sonido del sulky. Pero la prisa que llevaban no
me dio tiempo a ver hacia dónde salían.
Me
resigné y subí al techo. Abrí el atril y oteé la nube de polvo levantada por el
andar del carro. Urteaga salía hacia el Este. A medida que lo veía avanzar fui
cayendo en la cuenta de que no habría instrumento que pudiera mantenerlo dentro
de mi universo visual, si seguía alejándose.
Bajé
inmediatamente por la escalera apoyada sobre la pared y, binocular en mano,
corrí hasta el haras. Tomé mi yegua y salí en la misma dirección.
A un
rato de cabalgar descubrí las huellas del carro y las seguí. En un monte lo hallé
detenido. Florindo no estaba allí. Por eso me atreví a dejar la yegua y me
interné entre los árboles, con bastante cautela.
Lo
que oí, entre el soplido del viento, fue un llanto femenino. No pude detenerme,
a pesar del miedo. Seguí avanzando pegado a la línea de árboles, hasta que lo
avisté. Estaba inclinado sobre la hierba, entre sus piernas una muchachita de
unos quince años. La piel era rosada. Las piernas apenas redondeadas estaban
descubiertas y un delantal blanco se abría debajo de su cuerpo, sobre el piso.
Había transitado el mismo camino que cinco veces recorrió Marcelino hacia la Escuela Hogar. Noté que sólo estábamos a media legua del Colegio.
Ahora, su nueva presa se convertía en el único legado que le dejaría la Escuela.
Los
quejidos que se oían no eran mayores que los maullidos de un gato. El llanto me
perturbó. Dudé. Tuve el impulso de volver
sobre mis pasos hacia donde había dejado la yegua. La monté, me quedé inmóvil,
oyendo al viento.
Sentí
que no podía irme…
Tomé
los binoculares que entonces llevaba colgados al cuello y presencié la escena
desde la distancia. El cuadro quedó recortado y sólo veía el cuerpo del salvaje
todavía erguido a horcajadas sobre la víctima. De ella, mi vista sólo alcanzaba
la cintura y parte de las piernas.
Fui
testigo de un hecho que boceté unas horas después. Pero ahora, que estoy
obligado a traducirlo en palabras, me horroriza.
El
hombre hizo lo suyo, no diré más. El gatito que tenía debajo dejó de llorar. Y
entonces, Florindo desenfundó el facón, como ya lo había visto hacer con su
primera víctima. Rasgó la ropa. Lamió el bajo abdomen ya inerte y luego clavó
el cuchillo de pendenciero en la piel del pubis.
Pensé
que era un crimen dañar la lozanía de esa piel perfecta. Su corte dibujó un
triángulo que reunió desde ese hueso hasta los dos vértices de las caderas.
Reconozco que estaba pasmado. No comprendía hacia dónde iba Urteaga. ¿Qué
intentaba? De un momento a otro comencé a ver la profusión de rojo, saliendo a
borbotones. Y una masa deforme emergió del vientre, diferenciándose de lo que
caía, disperso, en el camino, al ser extraído del abdomen. Cuando lo limpió de
despojos, comprendí qué era el triángulo pequeño, mucho más pequeño que la
incisión, y vi a Florindo besarlo. Sentí asco. Pero no pude dejar de observar.
Luego
se levantó y caminó hacia la otra línea de árboles. Lo perseguí con los
prismáticos hasta que se detuvo.
¡Había
encendido un fuego allí, a metros de la escena! Dispuso un tronco pequeño a un
lado y en él se sentó junto al carbón encendido. Tomó una rama que debía tener
reservada para ese fin, y pinchó la carne sanguinolenta. Extendió el extremo de la rama sobre las
brasas y se sentó a esperar. Aguardó con una paciencia que yo reproduje sin
notarlo, sólo gracias al suspenso que me tenía atado a la escena. Urteaga
permanecía imperturbable. Sólo unos minutos después, pinchó la base de la rama
en la tierra, dejando la carne expuesta al fuego. Se inclinó hacia un lado y
tomó de una bolsa algo que en principio no distinguí, pero que luego tomó forma
como una galleta de campo de las que yo mismo compraba una vez por mes en la
proveeduría del pueblo. La abrió por un lado con su cuchillo y la colocó sobre
uno de sus muslos.
Tomó nuevamente
la rama y la expuso al calor del carbón del lado opuesto al que había estado. Unos
minutos más tarde, la carne parecía hígado de cordero.
Volvió
a pinchar la rama en el suelo, clavó la galleta en el extremo superior,
desplazando la carne hacia abajo. Y allí la dejó. Se levantó de su asiento improvisado,
y fue hacia donde yacía el cuerpo.
Lo plegó
con tanta facilidad sobre sí mismo que me asombró la pericia… Lo depositó sobre
una arpillera que yo no había visto hasta ese instante. Se puso de rodillas a
un lado y se abocó a enhebrar un hilo grueso en una aguja colchonera. Varios
intentos ensayó hasta que logró hacerlo. Y entonces, cosió la arpillera sobre
el cuerpo inerte de su víctima. La encerró como un animalito dentro de la tela.
Anudó el hilo y cortó el excedente con su facón.
Yo,
en ese punto, había concebido tres o cuatro obras distintas y sucesivas que pintaría
en cuanto estuviera en el atelier. Serían una saga de la locura y del horror,
de lo que es capaz una mente enferma…
Aunque
había visto demasiado, no quise irme hasta confirmar qué hacía exactamente con
la víscera de la niña. Regresó al sitio donde estaba el fuego. Retiró la galleta, y colocó, en su abertura, la
carne asada. Comió, entonces, como lo hacen nuestros hombres de tierra adentro,
con un pan por plato y un cuchillo por único cubierto. Así troqueló insuficientemente
las porciones, que terminó de separar del conjunto a fuerza de dientes, para
después deglutirlas.
También
quise grabar ese cuadro con detalle.
Pensé
que todo estaba dicho. Ya no había nada más que ver. Taconée mi yegua y salí
rumbo al casco.
Cuando
arribé, me encontré con un hecho aciago. El atril, que había quedado firme en mi
atalaya, no estaba. El viento podría
haberlo volteado sobre el suelo de la terraza. Pero al llegar al frente de la
casa, noté que la realidad era peor. Soy un hombre atento a las señales. E
inmediatamente supe que algo malo vendría de mano de esa desgracia. El soporte
yacía junto a los canteros, justo frente a la puerta de entrada. Debajo, el cuadro
que pintaba la tarde anterior, yacía de reverso.
Al
voltearlo, confirmé mi presagio: El cielo estaba quebrado. El sitio en que yo
había instalado el retrato de mi cielo pampeano, se había roto.
No
fui capaz de argumentar en contra de tremenda elocuencia. El cielo se estaba
cerrando para mí, en el sentido más amplio.
Ya
entonces supe que Florindo Urteaga me llevaría al abismo. Pero no pude
detenerme. No fui capaz de declinar esas imágenes intensas que la vida no
volvería a reproducir para que mi pincel las pintara.
Durante
días me encerré en el estudio y trabajé con las secuencias. Hice una veintena
de bocetos, buscando en ellos plasmar la locura en sus ojos, la sangre en sus
manos, la ferocidad de sus dientes predadores…
Mi
paleta de colores tierra, ocres, grises y verdes secos, desbordó de rojo
intenso y naranjas fuego. La piel rosada de la segunda niña fue lo que más
esfuerzo demandó. Era un tinte no reproducido por la industria del óleo, un “blend”
exquisito como el cielo de “El almendro” de Van Gogh.
Pinté
arrobado, intentando comprender esa mente enferma. ¿Por qué el útero? ¿Por qué
ese órgano, minutos antes regado por su propia sustancia seminal? ¿Qué especie
de monstruo podría fagocitar, en un acto, un órgano ajeno junto a su propia
capacidad de producir vida? ¿Qué tanto habría de odiarse un hombre para matar
él mismo cada posibilidad de descendencia?
Quizá
algo de ese desconcierto haya pasado a las telas.
Mi
serie es extensa y varios meses estuve abocado a su pintura.
Aunque
un asunto estaba pendiente: conocer la secuencia completa. Ser testigo del modo
en que escogía y capturaba a sus víctimas.
Cuando
los cuadros estaban casi listos, regresé a espiarlo. Lo seguí de sol a sol y
unos días más tarde, oí salir al carro. Era de madrugada. Olfateé la oportunidad
esperada. Monté mi yegua sin ensillarla y la encomendé a varios santos para que
no pisara la cueva de un peludo o rozara las ramas de algún árbol petiso. No
tendría cómo aferrarme a esa carrera, si algo así ocurría. Pero no sucedió y llegué
a ver, desde muy lejos, la escena más inesperada… Quienes duden de mí, podrán
preguntar a los guatrachenses o tal vez lo hallen en las páginas de algún
diario. Florindo Urteaga, el único antropófago en la historia de nuestras
pampas, capturaba a sus presas como a vacas. Enrollaba el lazo y lo lanzaba tan
efectivo como su apetito de muerte. La cuerda de tiento se abrazaba a la
cintura siempre grácil de sus víctimas. Así lo hizo con la tercera.
Con
estupor, registré que entre una mujer y otra había mediado el exacto periodo de
una luna. Jamás dejará de sorprenderme el carácter ritual de los actos
inconscientes…
Pero,
ya está. Ya no quiero decir más. Están llegando. Oigo que avanzan por la huella
que trae a la casa. Urteaga ha muerto y alguien deberá pagar. Alzarán pronto sus
voces para decir que he sido cómplice… O quizá se me acuse de instigar los
horrores por dar a luz una obra maestra. No importa. Ya no me importa. Si la
pintura vive, cualquier tragedia valdrá la pena…