Antes de que el Olimpo fuera la residencia de los dioses, existieron
los mitos que revelan la cosmogonía o creación del mundo natural. Los relatos
olímpicos corresponden a una generación posterior y ya no explican cuestiones
del origen del universo, sino que expresan potencias psicológicas, emocionales
o intelectuales. Describen, sobretodo, conductas comunes a todas las épocas. El
interés que despiertan estos últimos mitos sigue siendo enorme, especialmente
dentro del ámbito de las artes y la psicología. Entre esos dioses hay uno que
propone una de las lecciones más útiles para transitar la vida.
Se trata del dios Hefesto, o Hefaístos, dependiendo de la
traducción.
Cuenta la historia que Hera y Zeus gestaron un hijo que, al
nacer, se convirtió en el horror de su madre. Era extremadamente feo y Hera
sintió una vergüenza y una furia impresionante cuando lo vio. Quiso deshacerse
de él antes de que el mundo lo conociera. Por eso, lo arrojó desde la cima del
Olimpo. El niño tardó días en impactar contra el suelo. Y el golpe no lo mató,
pero sí dañó su motricidad y lo dejó rengo para siempre.
Con un comienzo como ése, la vida no parecía prometer
demasiado. Ahora no sólo debía sobreponerse a un aspecto poco agradable, tenía en
la cojera un defecto que sería también una limitación física. Pero, por
añadidura, debía procesar el rechazo de quien se suponía debía amarlo más que
nadie, aunque fuera por instinto.
Sumido en dificultades semejantes, Hefesto se topó con la
diosa Tetis, una deidad marítima que lo ayudó a recuperarse y ordenó que se le enseñara el oficio de orfebre. Hefesto,
compensando sus faltas con una capacidad de trabajo impensada para un dios,
logró dominar el arte de engarzar y tallar las piedras preciosas y los metales
más finos. Con ellos adornó las muñecas, los lóbulos, la frente y los brazos de
Tetis, en franca muestra de gratitud. En el ejercicio de sus habilidades fue
tomando confianza en sí mismo y aprendiendo a valorarse como no pudo hacerlo su
madre. Su espíritu inquieto y el entusiasmo renovado con cada producto de sus
manos lo llevaron a conquistar nuevas
habilidades. Es por ello que comenzó a manipular metales a gran escala y
construyó su famosa fragua. La misma que los romanos llamaron “la fragua de
Vulcano”. En ella, fabricó las mejores armas para los guerreros del mundo
antiguo, pero también las herramientas de los dioses.
Él creó la famosa armadura de Aquiles, el indiscutible héroe
aqueo de la Guerra de Troya, no sólo porque su madre Tetis se lo pidió, sino
también porque compartía con él la condición: Aquiles también tenía un punto
débil adquirido en los primeros minutos de vida, con el que debía lidiar para
siempre.
Poco a poco, Hefesto fue sobreponiéndose a sus limitaciones
y fortaleciendo una personalidad tenaz. Si la naturaleza le quitó la gracia de
un aspecto bello o la perfección de sus piernas, le dio una voluntad férrea
(por decirlo en el lenguaje de su fragua).
Hefesto representa el fuego interior, el ímpetu superador
que tienen quienes están hechos para superarse. Sus habilidades no dejan de correr
límites, de perfeccionarse, haciendo de este hijo despreciado el más necesario
de los dioses.
El mito enseña que si bien no podemos elegir los dones ni
las limitaciones que recibimos por herencia al momento de nacer, sí habremos de
escoger qué hacer con ellos. Como atañía a los guerreros que le encargaban
armaduras, el desarrollo de la persistencia y la tenacidad podrían suplir las
virtudes negadas en suerte y llevarlos a vencer la batalla.
Del ejemplo de Hefesto incluso hoy es posible aprender. Será
la lección de la “resiliencia”, como se ha dado en llamar a la habilidad para
levantarse, por grande y duradera que
haya sido la caída, para volver a intentarlo.