Es sabido que los griegos tenían en la mesura el ideal del
hombre. Eran, lo que según Nietzsche califica, “apolíneos”, es decir,
buscadores incansables del equilibrio, de lo conveniente, de la justa medida, de
la prudencia, etc.
También es célebre la diferencia entre el concepto de la actividad laboral concebida
por el pueblo heleno y la exaltación del trabajo y sus réditos que tuvieron
luego los romanos.
Otium y negotium certifican etimológicamente la diferencia.
Para los griegos, el término positivo era el ocio, y su negación “Neg” “Otium”
era aquel tiempo que el hombre necesariamente debía dedicar a conseguir las
necesidades materiales básicas. Ese periodo diario era un verdadero hurto a la
educación y el ejercicio de aquello que dignifica al hombre: el ocio, la
reflexión, el estudio, la creación artística, etc. Es decir, las actividades dignas de ser ponderadas. A
partir de la Civilización Romana, este concepto se invirtió. Pragmáticos como
eran, los romanos consideraron desde tiempos muy remotos que lo importante era
la riqueza y que se lograba mediante esfuerzos en el trabajo o en la guerra.
A partir de entonces, el mundo occidental fue adoptando esta
concepción alternativamente, aunque la ponderación de la materia por encima de
todo jamás remitió y llega hasta nuestros días.
No obstante, los griegos, con su espíritu apolíneo, habían
pensado combatir el materialismo de un modo sugestivo. Tomaron la fama de un
rey Frigio para forjar el mito.
El rey Midas, en efecto, fue un soberano que expandió su
imperio en muy poco tiempo.
Cuenta la historia que, cuando murió Orfeo, Dionisio (el
dios del vino y el desenfreno), partió de Tracia. En el camino, su guardián
Sileno, anciano y beodo como estaba, se perdió.
Unos frigios lo hallaron y lo llevaron ante Midas, el rey.
Cuando él lo vio supo de inmediato que se trataba del guardián de Dionisio. No
fue extraño porque Midas se había convertido al culto de Dionisio
recientemente. Por eso, ofreció un banquete de diez platos en honor de Sileno y
cuando todos hubieron hartado el hambre y la sed, condujo una comitiva para
reunir al guardián con su señor.
Dionisio los recibió con enorme alegría. Como pago por la generosidad de Midas,
le ofreció cumplirle un deseo.
El Rey, imberbe como solemos ser muchos de sus congéneres
aun milenios después, cometió la estulticia de pedir que se le concediera un
don. El de convertir en oro todo lo que tocaba.
El imperio frigio comenzó a enriquecerse sin límites, al
mismo tiempo que Midas ayunaba y se abrazaba al insomnio sin remedio. Bastaba
con que tocara su cama para que ésta se tornara metal rígido y frío. Cada vez
que quería llevar agua a su boca, el líquido se solidificaba en un lingote de
oro y de ningún modo calmaba su sed. Lo mismo sucedía con los alimentos.
Cuando la situación se tornó insostenible, Midas acudió a
Dionisio y le rogó que le quitara el don recibido. Después de sumergirse en la
fuente que representa la sabiduría, Midas perdió su don pero ganó su vida.
Y su ejemplo sigue enseñando la estupidez de la codicia que
pone, por encima de todo, el dinero, los metales preciosos, las joyas. Ninguna
de esas cosas puede garantizar la supervivencia y sí conspira contra ella.
No hace falta citar ningún caso para saber que la carrera material
destruye vidas, genera infartos y, en
fin, siempre se pierde. A medida que alguien se enriquece, adquiere nuevas
necesidades. Cambian sus referentes, se encarecen sus gustos y vuelve a
sentirse pobre. Es la historia de nunca acabar y la fórmula perfecta de la
infelicidad.
En suma, la lección del rey Midas es una de las enseñanzas
míticas más vigentes milenios más tarde. Y los griegos vuelven a proponer por
su intermedio, que incluso en la conquista de la riqueza, lo ideal es la
moderación, una ambición “apolínea”.