“Carta a una señorita en París" es un cuento escrito por Julio Cortázar en la década del ’40
que se incluyó en el libro Bestiario
de 1951. Tiene formato epistolar aunque se trate de un cuento. Relata la
estadía del protagonista en un departamento prestado por una señorita que está en
París. Un fenómeno inexplicable, con el que convivía con resignación antes de
la mudanza, comienza a intensificarse. El hombre vomitaba conejitos que, ahora, aumentan en número e
invaden el espacio ajeno. La angustia deviene del quebrar el sacro equilibrio
de un espacio ajeno. “Me es amargo entrar
en un ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una
reiteración visible de su alma…”
Varias claves se deslizan en estas primeras líneas.
Primeramente, cuando se habla de la armonía interna del espacio, se lo califica
de sitio “donde alguien vive bellamente”. El adverbio “bellamente” privilegia
una percepción más estética que utilitaria del lugar. Además, se propone el
paralelo entre el ambiente y el alma de la poseedora, “reiteración visible de su alma”, revelando una analogía entre
casa y persona, a la que es preciso atender durante todo el texto. Si el
espacio se mide estéticamente, podría tratarse figuradamente no ya de un sitio
sino de un producto artístico ajeno, cuyo autor fuera otra persona que el
narrador. Las referencias aluden al intelecto y al sentido estético de la dueña de casa, motivo por el cual es
posible inferir que el departamento representa a una obra literaria. Una obra
ajena en la que el autor de la carta está obligado a internarse.
Cortázar traductor
Cierta crítica se interesa por el referente autobiográfico
de los hechos narrados y consigna que Cortázar fue a vivir, efectivamente, a un
apartamento prestado y que en el mismo momento, el autor estaba en
una especie de prueba final en su oficio de traductor. Incluso tenía cierto
apremio por culminar las carreras para solventarse económicamente con sus
traducciones. En esos días en que compartía su actividad de escribir los
cuentos de Bestiario, y las traducciones,
el escritor reconoce haber sufrido un cuadro de estrés que le desencadenó algún
desequilibrio emocional y psíquico. Él mismo dice, a propósito de “Circe”. "Yo
escribí esos cuentos sintiendo síntomas neuróticos que me
molestaban.[…] Es el
caso de "Circe", por ejemplo. Yo tenía una pequeña neurosis, muy
desagradable, que consistía en el temor de encontrar bichos en la comida[…]. El
cuento no fue escrito con la conciencia del problema- lo terminé, sin que se me
cruzara por la cabeza que ese era un problema personal paralelo al mío. Me di
cuenta del resultado porque después de escrito el cuento un buen día me
encontré comiendo un puchero a la española sin mirar lo que comía y muy
contento y entonces asocié las dos cosas y me di cuenta que había hecho una
especie de autoterapia al volcar en el personaje más que morboso del cuento
todo el asco, toda la mecánica de la presencia de los insectos en la comida.
El periodo biográfico en que sufre ese pico de estrés termina
en 1948, cuando logra el título de Traductor público de inglés y francés. No parece casual que en “Carta a una señorita..”
se mencionen los dos idiomas en los que se entrenaba como traductor en ese momento. “Aquí los libros (de un lado en español, del
otro en francés e inglés), allí los almohadones verdes…” (Años después también se aventuraría en el
italiano.)
El ritmo
El ejercicio de la traducción supone internarse en un “espacio
ajeno”, “expresión del alma de su autor”, que tiene una estética y un orden
específico. Si la traducción es poética o literaria, hay una dificultad extra.
No son conceptos los que se traducen sino conceptos expresados con una forma
particular. Un producto literario es en sí mismo una búsqueda de la belleza que
la traducción intentará conservar. El traductor debe vulnerar lo menos posible
no sólo el fondo sino también la forma del texto. Compara el narrador el mover una tacita de
lugar con el rojo inesperado que rompe una modulación de Ozenfant, o con la
rotura de todos los contrabajos en una sinfonía de Mozart. Los paralelos con la
pintura y la música invitan a pensar ya no sólo en un producto ajeno y estético
sino en una actividad que combine el ritmo y la imagen, como es el caso de la poesía.
Esta mención del “ritmo” descubre un dato fundamental para
el autor. En diversos reportajes abordaría precisamente este tema: “Yo
creo que el elemento fundamental al que siempre he obedecido es el ritmo. Nadie
ha podido explicar qué cosa es el swing. […] El
buen auditor de jazz escucha ese jazz, lo atrapa por el lado del swing, del ritmo, de ese ritmo
especial. Y mutatis mutandis, eso es lo que yo siempre
he tratado de hacer en mis cuentos.” Si ése es un ingrediente fundamental de la literatura, una buena
traducción literaria deberá conservar ese ritmo que ostenta la obra en su
idioma original. “[…] aunque la idea, la información esté
perfectamente bien traducida, si no está acompañada de ese «swing», de ese
movimiento pendular que es lo que hace la belleza del jazz, para mí pierde toda
eficacia; se muere.”
Esta exigencia
convierte a la traducción en una labor no sólo intelectual sino también artística,
mucho más ambiciosa que la de conservar un sentido. Quizá esta concepción sea
la responsable del estrés que Cortázar relaciona con los cuentos de Bestiario.
“[En la traducción] los valores
formales y los valores rítmicos, que está sintiendo latir en el original, pasan
a un primer plano. (La) responsabilidad [del traductor] es trasladarlos, con
las diferencias que haya, de un idioma al otro. Es un ejercicio extraordinario
desde el punto de vista rítmico.”
No obstante el gusto de Cortázar por la disciplina de
traductor, la actividad exige un compromiso intenso, inconveniente para
abordarse bajo presión y en dos idiomas simultáneamente.
Don poético
El conflicto del cuento es, en sentido literal, la
intromisión de los conejitos que se vuelven incontrolables dentro del
departamento de Andrée. ¿Qué representa esa imagen fantástica de vomitar
conejitos? Un elemento proveniente del interior del narrador, asciende y sale
por su boca como un objeto que le pertenece, pero que una vez fuera se
independizará. La mudanza y el desafío
de adaptarse a un sitio ajeno, reflejan
la actividad de traducir, en lo que ello tiene de habitar un texto ajeno
y adaptarse a él. Vomitar un conejito
propio sobre espacio foráneo sería minar con una impronta personal de escritor el
texto que se traduce. Los conejitos
podrían ser sus propias ideas, sus propias imágenes, su propio ritmo aplicados
a los hechos narrados. Tal vez también
aluda a los textos literarios que se escriben mientras el traductor debiera
aplicarse a traducir.
“Como un poema en los primeros minutos, el fruto de una noche de
Idumea: tan de uno que uno mismo… y después tan no uno, tan aislado y distante
en su llano mundo blanco tamaño carta.” Así explicita Cortázar la analogía
entre conejos y poemas. El misterio comienza a ceder: se trata de textos.Este
mismo cuento podría ser uno de esos poemas/conejitos. “En su llano mundo blanco
tamaño carta”. En tal caso, mientras se traduce irrumpen textos propios que
distraen la atención del traductor para hacerlo trabajar en objetos que salen
de sí mismo. La náusea y la venida de un nuevo “conejito/poema” no pueden ser
eludidas por el narrador. La creación es caprichosa e inevitable para el poeta.
Exigido por esa vigilia perpetua a que lo obliga a esconder
la presencia de ya diez conejitos royendo los muebles y haciendo del departamento
un basurero, renuncia a la vida social y
se aísla. Pierde la noción del día y la noche y retrasa sus traducciones. En
sentido figurado, lucha el traductor contra las contaminaciones propias de su
traducción. Sin embargo, resiste. Pero pronto un hecho desequilibra el frágil
órden: emerge el conejito número once, y con ello rebasa la tolerancia del
protagonista. El asunto se le ha ido de las manos. “En cuanto a mí, del diez al once hay como un hueco insuperable.”
El narrador se siente perdido. Experimenta la sensación de
no tener control sobre su condición. Los poemas/conejitos emergen
incontrolables. Es lo desconocido, lo inconsciente quien toma dominio del poeta
cuando el poema “asciende”. Ese conejo nuevo abre el universo a latitudes
desconocidas e inquietantes. La angustia que produce la incapacidad de detener
la erupción de nuevos conflictos latentes y dormidos en el inconsciente dicta
al narrador la necesidad de acabar con todo. Y el “todo” lo incluye, porque esa
afición de crear no es algo que pueda elegir el poeta. El narrador reconoce
desde un primer momento que no es un acto voluntario el de vomitar conejitos.
Por tanto, si desea aniquilar aquel producto, debe aniquilarse a sí mismo. Es
entonces cuando se anuncia el suicidio. La
muerte del narrador es un intento de expulsar al creador para que quede sólo el
traductor. Aunque si muere ese don, morirá también él. La condición de poeta es
involuntaria e irrenunciable y de ella se alimenta el traductor.
En suma, un cuento como “Carta a una señorita en París” promueve
un extrañamiento casi insuperable, pero algo salva al lector atento: una clave
magistral se desliza sugestiva. La mención a “Como un poema en los primeros minutos, el fruto de una noche de Idumea…”,
extraída
del célebre “Don del poema” de Mallarmé nos invita a revisar lo que el autor
francés ha dicho. La faz dolorosa del acto creativo, la soledad en que se sume el
poeta y la imposibilidad de rechazar aquello que es una condición irrenunciable
son claves para comprender el cuento. Se es poeta con la fatalidad de un sino
ineludible, de una voz que se resiste al silencio al traducir, y que acecha peor
cuanto más se trata de acallar.