Leopoldo Marechal
Nació en 1900 en Buenos Aires y murió el mismo mes en que
cumplió 70 años. Acababa de entregar a la imprenta la última novela: Megafón o la Guerra. Fue maestro de
escuela, bibliotecario y funcionario público. Pero se destacó mucho más como poeta,
escritor dramaturgo y ensayista. Es, sin dudas, uno de los grandes hombres de
nuestras Letras. Clásico y vanguardista, rescató toda la tradición occidental
sin jamás haberle dado la espalda a su patria y a su tiempo. Un católico devoto
cuya actividad y compromiso político le granjearon alternativamente el crédito
y el descrédito al ritmo en que se sucedían las vicisitudes políticas y la
convulsión que atravesó los años en que escribió.
Su obra es vasta y convida a tomar cualquier aspecto como vía
de acceso, porque tiene la virtud de una profunda coherencia instaurada como
única raíz. Marechal hubo de trazar una estética que explicitó en un libro
llamado “Descenso y ascenso del alma por
la Belleza”. En él despliega la cosmovisión
y el fondo espiritual en que todo se sustenta. Por ello, constituye una lectura
fundamental para descubrirlo.
La Belleza
El texto está consagrado a explicar una dinámica que ocurre
en torno de la Belleza, el corazón de su obra. Marechal abreva en una serie de
autores de la tradición neoplatónica, especialmente aquellos que se suponen
nucleados en una “cofradía”, hermandad secreta a la que llamaron “Fedeli
d’amore” (Fieles de amor). Dante Alighieri, Guido
Cavalcanti, Giovanni Boccaccio y Giovanni Cavalcanti, Marsilio Ficino, entre
otros.
La Belleza no constituye para él ni para ninguno de esos
autores, algo que simplemente recrea la vista. No es ni remotamente una
frivolidad. En cambio, se trata de una cualidad de todo lo existente que revela
su origen. Todo es, en diferentes grados, bello. Incluso aquello que observamos
como “feo” posee algún grado de belleza, porque ya desde la condición de ser,
se es, en alguna medida, bello.
El gozo que despierta en el espectador lo bello se debe,
para ellos, a que toda Belleza descubre y promete algo verdadero.
Santo Tomás de Aquino señala que existen varios caminos que
conducen hacia lo trascendente. La
Belleza es una de las cuatro vías por las que se puede ascender a Dios, según
reza la teología católica. Porque si algo es bello, es porque recibe el
“esplendor” de quien le ha dado vida. Así, toda Belleza proviene del Creador y
nos habla de él. Esa fuente es infinita como lo son la de la Verdad, la de la
Bondad o la de la Unidad. Y por cualquiera de ellas es posible acercarse a Dios.
Pero Dios, de donde
proviene lo creado, es también identificado con el destino. Es el alfa y la
omega. En términos más personales, lo
que el Creador ha puesto como don en alguien es la vía por la cual podrá
realizarse en su destino. Algunos han recibido el don del arte y emprenden el
camino de la Belleza, que será la vía por la cual cumplirán su ascenso. Entonces,
no se trata sólo de inventar historias, de escribir poemas que suenen lindos.
Es el gran camino interior que transforma
y perfecciona el que se realiza al crear belleza.
Dante Alighieri
Dante Alighieri es el emblema mayor de este tipo de creación
que se torna una vía ascensional. En La
Divina Comedia se narra un viaje que hace el protagonista, el mismo
“Dante”, por las tres regiones del trasmundo. Infierno, Purgatorio y Paraíso.
De ese modo, realiza su camino de purificación y ascenso. Lo hace como personaje, atravesando esas
regiones y como autor, escribiendo esa “fantasía”. El motor de toda la travesía
es el amor de Beatrice Portinari, una dama que lo enamoró a los nueve años de
edad y murió antes de que Dante tuviera la oportunidad de declararle su amor.
Si cuando la vio en la calle a los dieciocho años ella ya era la Belleza con
mayúsculas para él, entonces, muerta ya, el poeta la elevó a la categoría de
ángel protector y es quien promueve su viaje purificador.
“Ginesofía”
Marechal reconoce la misma centralidad de la mujer en sus
productos literarios y la denomina “Ginesofía”. Será una mujer real, con nombre
y apellido: Solveig Amundsen en Adán
Buenosayres, Lucía Febrero en La
batalla de José Luna, Thelma Foussat
en Megafón o la guerra… Sin embargo,
su figura convocará valencias que la exceden, ya que la idealización que le
despierta esa hermosura física va llevando al poeta a asignarle todas las
virtudes deseadas y en grado sumo. Por eso se convierte, más que en una criatura
bella, en la Belleza Plena. Total. Esta
atribución es sólo el engaño del arrobamiento estético o, en lenguaje popular,
del “enamoramiento”. Su humanidad no
podría contener todo el concepto de Belleza porque lo infinito no puede caber
en lo finito. Y ella es sólo una mujer. La dama física sólo splende, “participa” (para el poeta, en un
grado mayor que otros seres) de la Belleza Increada y por tanto se torna un
flechazo que permite intuir y amar por su intermedio la Belleza en Grado Sumo. Por
eso, Solveig, y cada mujer-rosa que preside la literatura de Marechal, no es
sólo una mujer con nombre y apellido, una dama literal, física, tangible. Es eso
y a la vez, una flecha al infinito. Es un símbolo que reúne su realidad física
con aquello invisible a lo que remite. Aunque no sea ni remotamente el blanco
al que se dirige el deseo mayor, es la flecha que permite intuir su fuente.
Pero el sortilegio del
enamoramiento pronto llegará a su fin. La ilusión de haber hallado en una sola
creatura todo lo anhelado se rompe más temprano que tarde, en las relaciones
que se consuman. La Belleza que logra poseerse se descubre en su limitación, en
sus defectos.
En Adán Buenosayres, el protagonista
escribirá una confesión de amor titulada “El cuaderno de tapas azules” y la
pondrá en manos de su amada. Ella, con desprecio y futilidad, le permitirá entender
en su actitud que no es a Solveig a quien ama, sino a la “Solveig” perfecta, noble
e imperecedera. Adán se sentirá rechazado y comenzará su decepción.
La iluminación
Luego, verá repentinamente muerta
a la amada. Y entonces la pensará como “la niña que ya no puede suceder”, con quien
no habrá futuro posible ni consumación. Al percatarse de que ya no podrá unirse físicamente a ella, la izará a la
categoría de ángel. Adán comprenderá que
su figura ha sido sólo una chispa que la Luz Eterna desprendió con el objeto de
ser descubierta. Para que el hombre comprenda cómo se ama con el espíritu. Habrá
otras bellezas encarnadas, igualmente prometedoras y decepcionantes. Pero la
vocación del alma sólo podrá saciarse completamente en el Amor más alto, el de
la criatura con el Creador.
Dicha concepción, que a primera vista parece desmerecer el
amor entre hombre y mujer, al contrario, lo dignifica. Lo convierte en una
intuición del Amor infinito, una promesa a pequeña escala de lo que aguarda en
grado sumo. Allí, en la omega, no habrá hombre y mujer. El Amor será entre el
Creador y la criatura “Porque en la resurrección ni se
casarán ni se darán en casamiento, sino serán como los ángeles de Dios en el
cielo.” (Mateo 22:23-30). Esto explica los símbolos que en el lenguaje religioso refieren
al amor entre Dios y el hombre como un matrimonio. El novio es Cristo, la
novia, el conjunto de sus fieles. Lo mismo es posible observar en los poemas
del libro bíblico “Cantar de los cantares” en que la relación entre los esposos
es imagen del Amor entre criatura y Creador. Y cuando Marechal apode a la
heroína de su pieza teatral como “La novia olvidada” podremos adivinar quién es
la novia y quién, el novio.
Descenso y ascenso
Pero si es necesario amar, tender y decepcionarse para
reconocer la naturaleza del verdadero deseo, entonces la belleza visible se
convierte en una escala por la que hay que descender para “ver” la
incongruencia. La reivindicación de la caída es otro elemento característico de
la obra marechaliana.
Después de haberse perdido, el alma volverá a su centro, reconocerá
su verdadera vocación y retomará la escala hacia arriba, hacia lo digno de ser
amado sin límites. Así es como, por la Belleza sensible, será posible remontar
hacia la Belleza Primera o Invisible.
Los Fedeli d’amore, de quienes bebe Marechal, ponderaban a “Madonna
Intelligenza”, un modo de nombrar la
sapiencia que confería la travesía estética que acabamos de describir. La comprensión de que, como en tantas otras
cosas de este mundo, no será posible hallar la perfección aquí. El alma
infinita seguirá deseando un Amor más alto, y algún día, en su regreso al
origen, habrá de experimentarlo.
Esta “inteligencia”, ese “saber” no se conquista con el
ejercicio de la razón sino que sólo se conoce por el Amor. Por eso su vehículo
es el de la Belleza y “Fieles de amor” serán los que descubran esta sapiencia y
vivan teniéndola por guía. Marechal ha sido uno de ellos. Uno de los que supieron
caminar hacia la fuente de todo lo Creado, hacia la Fuente de toda Belleza.