Caminó entre matas dejándose pintar y despintar por la luz, a medida que avanzaba. Las sombras se inclinaban sobre él como manos que lo rozaban. El perfume de la tierra húmeda ascendía. Y él, que iba escoltado por las bayonetas de una angustia ansiosa y mortal, no frenaba. Hacia el río. Iba hacia el río. El canto del agua se oía cada vez más estridente...
Cuando las piedras musgosas estuvieron a un simple pie, las eludió. Quien lo viera quizá pensara que deseaba cruzar. Pero sus pies se sumergieron buscando el lecho, queriendo tocar el fondo.
Los sintió hacerse arena, desmigajarse en partículas pequeñísimas y rugosas, casi de vidrio molido. E imaginó que se llenaba del agua como una jeringa, desde la aguja de los tobillos hacia arriba. Siempre hacia arriba. Después, se le enfrió el hueso de la cadera y la pelvis. Y supo que una vez que el agua pasaba esa línea, lo de abajo ya estaba deshecho, ya eran moléculas en rebelión, acuosas partículas que pugnaban por independizarse de él y sumarse a la corriente, a la espuma de agua dulce que no se detenía. El pecho sintió pronto que alojaba una materia extranjera, una sustancia impropia de él. Los pulmones se hacían vejigas, riñones, recipientes perfectos para el elemento que tarde o temprano lo constituiría. Sí, porque las paredes de esos órganos también estaban destinadas a eso, a disolverse, a hacerse río.
Sin pies, sin torso, la cabeza hubo de resignarse pronto a la anegación y a la disolución de la mandíbula, de las mejillas, de las orejas lívidas de frío. Un instante después, la frente se fue destrenzando como el tejido que era, como si el gato de una vieja hubiera clavado sus garras en el extremo de lana y jugara por la sala. No había sala, ni gato, ni tejido, sólo un hombre de agua que ahora ya se iba, ya no estaba, ya era correntada.