martes, 5 de enero de 2021
Pilmaiquén Pùrun de Edgar Morisoli
Muchos meses antes de que Edgar Morisoli siguiera viaje hacia otros destinos, donde seguramente estará con su adorada Margarita, trabajaba en varios proyectos diferentes. Entre ellos, uno que lo entusiasmaba especialmente, al que denominó “Pilmaiquén Pùrun”, (que en lengua ranquel significa “Danza de las golondrinas”). Habría de ser una puesta coreográfica
̶ aunque en algún momento se pensó como un cortometraje ̶ que reuniera la voz del poeta, en una selección sucinta de poemas suyos, con música, danza, y herramientas teatrales que, amén de lo actoral, iban de lo escenográfico, al vestuario, pasando por otros lenguajes.
Edgar definía esta labor que venía haciendo desde el papel como un “guión escénico- coreográfico”.
El propósito era llevar a las tablas un viaje. El viaje que realiza una bandada de golondrinas en migración desde la antigua Misión de San Juan Capistrano, en la Alta California, hasta las Pampas del Sur. Los quince mil kilómetros que vientos, tormentas, huracanes y toda clase de inclemencia desafían, poniendo en juego el recto rumbo. El viaje no sólo se da en el espacio. El traslado también implica una dimensión temporal, porque las golondrinas deben arribar a un sitio preciso, para el anidamiento. Y deben hacerlo cuando se cumpla el año. En este caso, parten de la históricas ruinas y deben arribar un lugar específico de Colonia El Zauzal, cerca de 25 de mayo, a un año exacto de haberse reproducido.
En “Apuntes para guión escénico-coreográfico”, un borrador, se pauta el recorrido en cuatro pasos:
I. La partida. El comienzo del viaje en California.
II. En segundo lugar, según lo proyectó el poeta, la llegada a tierra patagónica para el cortejo y la fecundación.
III. En un tercer momento, aparece la sombra que va cubriendo el cielo por encima de los vuelos prósperos y gozosos de los amantes. Edgar aclara allí que se trata del momento de hacer crecer y enseñar a volar a los pichones. Es cuando irrumpe el “rapaz”, imagen del imperialismo, la fuerza sin razón, la brutalidad.
IV. En la cuarta secuencia, vencen al rapaz, a fuerza de haber desarrollado una resistencia dura contra la adversidad.
No sorprende, tratándose de Morisoli, que tuviera bien trabajados los conceptos que componían el esqueleto de la obra. Después de explicitar lo descrito, consignaba los poemas que funcionarían como disparadores de la danza.
Pero no sólo lo había deliberado y escrito. También hacía tiempo que Edgar había convocado a Pablo Ruggieri como coreógrafo y director de la puesta, a Raúl Santajuliana, como responsable de la música y a Nadia Grandón como consultora. Alejandro Urioste se ocuparía de lo audiovisual.
Al tomar la posta que el poeta le dio, Ruggieri comenzó a escribir un guión que consignaba aquello que estaba en el original, pero esta vez visto desde su perspectiva, que sería la directriz del espectáculo. En esa aproximación nueva, fue desplegándose un concepto que acaso estaba en ciernes en la idea de Edgar. Y es el de entender el viaje como un recorrido por la trayectoria de los vuelos creativos que fueron construyendo su obra. Vuelos que, como todos sus textos, le daban el pecho a la realidad y a las coyunturas de cada tiempo. Ya no eran las golondrinas migrando sino la migración del espíritu creador zarandeado por los vaivenes de la suerte, de la política, de los procesos sociales para desnudar un fondo de heroísmo, de resistencia y dignidad humana tan universal como el mismo mal.
Desde la perspectiva del coreógrafo, la idea fue captar cada etapa del poeta, como en una retrospectiva de su vida, por medio de los vuelos cristalizados en su poesía. No se trataba de introducir poema por poema, saturando de palabras al espectador, sino atrapar en imagen lo que entrega la intuición. El fin era capturar el espíritu de cada uno de los momentos del viaje. Y, a partir de eso, crear la danza para cada etapa. El elenco de bailarines era otro de los asuntos que estaba avanzado en la producción. Habían decidido hacer una fusión entre danza folclórica y contemporánea, que sería ejecutada por bailarines de folclore.
Al establecer la analogía entre los pasos de las golondrinas y los que edificaron la carrera poética del autor según las vicisitudes de su experiencia, el director y coreógrafo traspolaría los cuatro momentos que explicita el guión de Morisoli, a su vida.
Imaginemos cómo sería, por darnos una idea aproximada:
I. La partida. Quizá el despertar a la vocación poética.
II. La Llegada a la Pampa. El paisaje signado por soledad y marcesibilidad. En ese contacto con la tierra, con el Oeste, germina esta nueva afición y crece el cristal que mide el mundo por la belleza.
III. Su permanencia en Santa Rosa, cuando comienza la persecución de la dictadura militar.
IV. En la derrota al rapaz cifra la vuelta de la democracia y toda etapa posterior.
Es particularmente habitual hallar en la poesía telúrica, en que prevalece el elemento tierra, la imagen de los pájaros como representación del vuelo de la imaginación, de esa apertura a lo inefable y, por extensión, del acto creativo. Es esta particularidad la que captó y desarrolló Ruggieri. No hay dudas de que el elemento tierra es el que prevalece en Morisoli. Y que sus pájaros son siempre una fuerza vivificante, lo que aporta vida, aquello que no se deja ganar por la gravedad, no se apega a lo pesado, sino a la esperanza de un destino mejor. En artistas como Edgar, pájaro y poeta suelen corresponderse. Y el poeta no es un sujeto que se sienta a manipular palabras como un juego intelectual. Lo que hace poeta es ser dueño de la visión panorámica que vence la gravedad.
De algún modo, las golondrinas, en su vuelo migratorio, representan la sabiduría natural, la concepción circular de la existencia, que es colectiva y solidaria, que regresa con la misma regularidad de las estaciones del año, que tiene altas y bajas, pero jamás pierde el rumbo. Esta perspectiva, que está relacionada con la aceptación de que hay tiempos en la naturaleza como los hay en el hombre y en la historia. Y que vivir en armonía con ellos es la mayor lección que nos han dado los pueblos originarios, está expresada por la bandada y es clave en el ethos americano, que Edgar abrazaba y profesaba.
Por eso su tarea, la de ser poeta/golondrina no es una actividad sino un destino, una misión, dolorosa por momentos, pero a la que no es posible renunciar. Dejemos mejor que lo diga él, en La lección de la diuca:
“... Y un pájaro lo salva. Noche a noche, un pájaro salva al mundo. Un pajarito pequeño, “gris plomizo, vientre y garganta blancos”, que en el instante crucial, en el inmenso silencio de la noche patagónica, canta. Rompe a cantar. Y amanece. Es ella, la diuca, (la racadiuca, la “yuquita" del cariño infantil). Y la vieja sabiduría del hombre de la tierra, la siempreverde palabra del pueblo, así lo enseña: “La diuca no canta porque esté por amanecer. Canta para que amanezca.”
Y alimentemos la esperanza de que algún día este espectáculo maravilloso, surgido de la imaginación de Edgar Morisoli verá la luz.