Flor de las Pampas
Gisela Colombo – Están viniendo. Ya no puedo huir. Mi tiempo vital se ha detenido en este 25 de junio de 1923. No siento arrepentimiento. No es eso. Lo que me abruma es la certeza de que la fortuna partió de mi vida… No tengo siquiera el ánimo de mentirme. Todo lo que venga será caer.
No valdrán las excusas. A nadie importa si lo ayudé. La furia de la turba enmudecerá a tal punto mis razones que nadie sabrá al final que no hemos sido cómplices.
Si él no se hubiera colgado, yo sería un testigo escabroso, aunque jamás me cobrarían sus horrores. Pero alguien tiene que pagar por esas mujeres. Alguien tiene que sufrir por las mutilaciones, que materializar los órganos ausentes, que sangrar sus crímenes.
Vienen por mí. No hay tiempo siquiera para esconder las pruebas. De todos modos, lo saben. La policía ya ha visto los bocetos. Esta gente, que no sabe siquiera qué es la Belleza, no hallará en mis cuadros nada nuevo. Para mí, es diferente. Podría morir por un cuadro, y entregar al fuego esos garabatos bocetados, sin lamentarlo. Nada valen.
Por eso me entregaré antes de que sus manos puedan dañar las obras. ¿Qué sinsentido habrá sido mi paso por este mundo, si mis retratos más hondos acabaran despedazados en un allanamiento policial?
Esta será la última vez que veo ese caldén fantástico en medio del desierto. Que me sentaré junto a la ventana de esta estancia bendita, donde he vivido cada verano de mi infancia. No contemplaré más el paisaje desolado que me fue moldeando, que se me fue colando hasta hacer de mí una intemperie.
¿Qué puedo más que escribir la verdad, aunque sepa que no salvará mi suerte? Denuncio mis razones, con la ilusión de que alguien rescate los cuadros del olvido. De que alguien se conduela de mí y salve lo que todavía importa.
No valdrán las excusas. A nadie importa si lo ayudé. La furia de la turba enmudecerá a tal punto mis razones que nadie sabrá al final que no hemos sido cómplices.
Si él no se hubiera colgado, yo sería un testigo escabroso, aunque jamás me cobrarían sus horrores. Pero alguien tiene que pagar por esas mujeres. Alguien tiene que sufrir por las mutilaciones, que materializar los órganos ausentes, que sangrar sus crímenes.
Vienen por mí. No hay tiempo siquiera para esconder las pruebas. De todos modos, lo saben. La policía ya ha visto los bocetos. Esta gente, que no sabe siquiera qué es la Belleza, no hallará en mis cuadros nada nuevo. Para mí, es diferente. Podría morir por un cuadro, y entregar al fuego esos garabatos bocetados, sin lamentarlo. Nada valen.
Por eso me entregaré antes de que sus manos puedan dañar las obras. ¿Qué sinsentido habrá sido mi paso por este mundo, si mis retratos más hondos acabaran despedazados en un allanamiento policial?
Esta será la última vez que veo ese caldén fantástico en medio del desierto. Que me sentaré junto a la ventana de esta estancia bendita, donde he vivido cada verano de mi infancia. No contemplaré más el paisaje desolado que me fue moldeando, que se me fue colando hasta hacer de mí una intemperie.
¿Qué puedo más que escribir la verdad, aunque sepa que no salvará mi suerte? Denuncio mis razones, con la ilusión de que alguien rescate los cuadros del olvido. De que alguien se conduela de mí y salve lo que todavía importa.
Florindo Urteaga se llamó mi condena.
Por esos años vivía papá y él fue uno de los niños que se crió bajo el cielo de los Larrea. Yo mismo envidiaba sus vidas. Deseaba esa libertad de animales, esas horas sin tiempo, en las que la sucesión se recuerda al amanecer, o cuando el ganado acude a la bebida, antes de que fugue el sol. Deseaba vivir para siempre esas vidas sin futuro y sin pasado.
Con los años, casi todos partieron rumbo a la Escuela Hogar o a trabajar en otros campos, y no regresaron. Pero Florindo era una criatura extraña. Mis hermanos todavía recordarán el marzo en que lo llevaron a la Escuela cinco veces antes de rendirse.
Hacía años que estaba en edad de asistir a clase. Supongo que mi padre habrá consentido esa evasión porque alguien tenía que hacer las tareas más ingratas. Y él era el último peón de la estancia, el que limpiaba los corrales.
Marcelino, el mayor de mis hermanos, había pasado el verano restaurando un sulky y en él lo subió para llevarlo a la Escuela. Recuerdo que lo entregó a las maestras y se subió al carro, como aliviado. Pero la escena se repitió cuatro días más. Veía desaparecer el sulky entre la polvareda y partía como llevado por el olfato. Horas después entraba al galpón donde dormía.
Recuerdo también la crispación de mi madre cuando bajaba la noche. Vivía atemorizada, rogando no verlo siquiera pasar a lo lejos.
Con los años, lo que presencié fue explicándome su miedo. Y entonces pude enlazar lógicamente la muerte curiosa de los gatos ese verano.
Lo cierto es que Florindo siguió en la estancia cuando papá murió. Lo hizo hasta que hallaron el cuerpo de la cuarta mujer. Como un forajido, habrá vagado los campos, hasta hallar un buen árbol donde colgarse.
En el ’20 me recibí, “in memoriam” de mi padre, que creía que ningún Larrea merecía el apellido, sin el título de “Doctor en Leyes”. Pegué la vuelta. Sabía que mi vida era la pintura y no tenía sentido permanecer en Buenos Aires teniendo estos cielos aquí.
La actividad del campo había disminuido. La muerte del ojo del amo dispersó peones y capataces. Florindo tampoco entonces se fue.
Y hube de conocerlo: era un ser silencioso. Solía aparecer y sobresaltarme. No me miraba directo a la cara. Bajaba la vista y obedecía. No contestaba preguntas. Siempre me alarmó la calma con la que se quedaba en sedicioso silencio, sin acusar la menor inquietud. Quieto y mudo. Creo que en ello percibía yo su sangre fría.
Comencé a observarlo. Supongo que operó en mí el miedo de mi madre y el misterio de aquellos días. Lo seguía cuando irrumpía en el horizonte. Desde mi estudio, lo veía faenar la vida con el torso desnudo casi todo el año. Ni el frío ni el trabajo lo vencían. El viento, que desquicia al pampeano, parecía ponerlo más activo. Y más silencioso.
Una tarde de ésas en que ya no hay vestigios de la última lluvia, cuando la tierra borra el horizonte y se nos cuela en la nariz con ese olor tan de estos pagos, lo descubrí. Pasaba cargando un pico y una pala. Iba bañado en sudor, a pesar del frío. Algo en el andar me llamó la atención.
Dejé los pinceles y me acerqué al ventanal. La perspectiva me daba pocos segundos más. No quise dejar de ver. Tomé lápiz y anotador y salí.
Iba ingresando a un monte de arbustos y desapareció detrás del ramaje. Me acerqué un poco más, pero no quise arriesgarme hasta el monte. Me acosté en el piso, detrás de una ondulación, y comencé a bocetarlo. La imagen era increíble. Se había quitado la camiseta, el sudor le había mojado las sienes y pegado el pelo a la frente.
El pico se alzaba y caía junto a un árbol añoso de tronco ancho. Los músculos intercostales habrían sido la delicia de cualquier pintor. No quería perderme el detalle, esos brazos en tensión; el ombligo hundido en un abdomen casi liso… El pantalón desnudaba hacia abajo, más allá de la cintura. Y Urteaga se secaba la frente con la camiseta, la arrojaba al piso y seguía abriendo la tierra. Así transpiró un rato hasta que tiró el pico.
El boceto empezaba a ser un cuadro en mi cabeza, cuando lo entreví salir a la carrera. No me levanté. Entregado al retrato, quería atrapar los movimientos de los hombros antes de que se esfumaran de mi memoria.
Oí un relincho en el haras. El viento cubrió el resto de los sonidos en su soplido incesante. Después, los cascos acercándose. No supe cómo acurrucarme más para no ser visto. Pensé que la altura del caballo le daría mayor visión. Pero Urteaga iba obnubilado, a la carrera, una mano en las riendas, otra detrás, sujetando una bolsa de cereal desmayada sobre la grupa. Pensé que debía ser grano: poco que se movía el bulto con el galope. Sin dudas era pesado. Fueron segundos, pero la andanada en pelo habría superado las carreras ecuestres de los artistas ingleses, que tan bien captaban el movimiento. Lamenté perdérmelo.
Se apeó junto al árbol. El caballo quedó inmóvil. Ya abajo, tomó el saco sobre un hombro, como hacen los matarifes con las reses. Después lo soltó sobre la tierra. Sacó el facón y cortó la bolsa. Atravesó de arriba abajo la arpillera y tuve la sensación de que los granos se derramarían sobre el piso.
En cambio, un manchón turquesa rompió la monotonía del paisaje que se resolvía entre matorrales secos y la ropa descolorida de Urteaga. Tardé un segundo, quizá dos, en enfocarme y descubrir que aquel imán cromático era la blusa de una mujer. Más allá, su cabeza, despejada de pelo e inmóvil. La distancia no me permitía ver bien los rasgos, pero parecía joven.
Urteaga descubrió el resto e irrumpieron sus piernas, que habían estado acurrucadas en posición fetal. Enseguida, noté la falda gris y un zapato. Lo observé colocándose el facón en la cintura y hundir la cabeza sobre el abdomen de la mujer. Me apresuré a tomar la imagen en cuatro líneas, porque intuía que algo mejor podía venir.
No me equivoqué. Sacó nuevamente el facón y acarició con la hoja la parte interna de sus muslos. Tomó el extremo de la falda y desgarró la tela hasta la cintura. Retiró a los lados la prenda y quedó descubierta la pálida desnudez de una hembra. Se quedó inmóvil primero y luego acercó nuevamente su cabeza y lamió como un animal el sitio que hay entre las caderas. Esa zona que se hunde cuando las mujeres están echadas.
Un estruendo repentino quebró la escena y Urteaga se puso de pie. Miraba hacia donde yo estaba. Por milagro no fui descubierto.
Un poco más tarde oí el galope que se alejaba hacia el cuadro de la avena. Temí, no puedo negarlo. El hombre tenía un cadáver dentro de mi propiedad.
El placer con el que había acariciado con su cuchillo los muslos abonaba la peor de las hipótesis. Pasé un par de días de quietud en el temor. Pero la curiosidad venció. Desempolvé unos binoculares y comencé a seguirlo desde el ventanal de mi estudio. Pero me sentí acotado en esa perspectiva y decidí subir al techo de la casa y disponer un atalaya.
La casa, típica en nuestra zona, es colonial y tiene una cabeza idéntica a sus pies. Son tan llanos sus techos como los cimientos. Eso me obligó a montar una fachada que justificara mi presencia arriba, porque no quedaría a resguardo de su mirada.
Subí con bastante dificultad un atril, el más pesado que tenía, pensando en que los vientos no lo batieran. Lo sujeté con sogas. Por la tarde, los prismáticos me dieron una información precisa sobre los movimientos de Urteaga: fueron actividades rutinarias las que observé.
Mientras tanto, comencé a pintar el paisaje. Era un día soleado y frío.
Al caer el sol, cerré el atril y lo dejé tumbado sobre el techo.
A la mañana siguiente oí cascos y el sonido del sulky. Pero la prisa que llevaban no me dio tiempo a ver hacia dónde salían.
Me resigné y subí al techo. Abrí el atril y oteé la nube de polvo levantada por el andar del carro. Urteaga salía hacia el Este. A medida que lo veía avanzar fui cayendo en la cuenta de que no habría instrumento que pudiera mantenerlo dentro de mi universo visual, si seguía alejándose.
Bajé inmediatamente por la escalera apoyada sobre la pared y, binocular en mano, corrí hasta el haras. Tomé mi yegua y salí en la misma dirección.
A un rato de cabalgar descubrí las huellas del carro y las seguí. En un monte lo hallé detenido. Florindo no estaba allí. Por eso me atreví a dejar la yegua y me interné entre los árboles, con bastante cautela.
Lo que oí, entre el soplido del viento, fue un llanto femenino. No pude detenerme, a pesar del miedo. Seguí avanzando pegado a la línea de árboles, hasta que lo avisté. Estaba inclinado sobre la hierba, entre sus piernas una muchachita de unos quince años. La piel era rosada. Las piernas apenas redondeadas estaban descubiertas y un delantal blanco se abría debajo de su cuerpo, sobre el piso. Había transitado el mismo camino que cinco veces recorrió Marcelino hacia la Escuela Hogar. Noté que sólo estábamos a media legua del Colegio. Ahora, su nueva presa se convertía en el único legado que le dejaría la Escuela.
Los quejidos que se oían no eran mayores que los maullidos de un gato. El llanto me perturbó. Dudé. Tuve el impulso de volver sobre mis pasos hacia donde había dejado la yegua. La monté, me quedé inmóvil, oyendo al viento.
Sentí que no podía irme…
Tomé los binoculares que entonces llevaba colgados al cuello y presencié la escena desde la distancia. El cuadro quedó recortado y sólo veía el cuerpo del salvaje todavía erguido a horcajadas sobre la víctima. De ella, mi vista sólo alcanzaba la cintura y parte de las piernas.
Fui testigo de un hecho que boceté unas horas después. Pero ahora, que estoy obligado a traducirlo en palabras, me horroriza.
El hombre hizo lo suyo, no diré más. El gatito que tenía debajo dejó de llorar. Y entonces, Florindo desenfundó el facón, como ya lo había visto hacer con su primera víctima. Rasgó la ropa. Lamió el bajo abdomen ya inerte y luego clavó el cuchillo de pendenciero en la piel del pubis.
Pensé que era un crimen dañar la lozanía de esa piel perfecta. Su corte dibujó un triángulo que reunió desde ese hueso hasta los dos vértices de las caderas. Reconozco que estaba pasmado. No comprendía hacia dónde iba Urteaga. ¿Qué intentaba? De un momento a otro comencé a ver la profusión de rojo, saliendo a borbotones. Y una masa deforme emergió del vientre, diferenciándose de lo que caía, disperso, en el camino, al ser extraído del abdomen. Cuando lo limpió de despojos, comprendí qué era el triángulo pequeño, mucho más pequeño que la incisión, y vi a Florindo besarlo. Sentí asco. Pero no pude dejar de observar.
Luego se levantó y caminó hacia la otra línea de árboles. Lo perseguí con los prismáticos hasta que se detuvo.
¡Había encendido un fuego allí, a metros de la escena! Dispuso un tronco pequeño a un lado y en él se sentó junto al carbón encendido. Tomó una rama que debía tener reservada para ese fin, y pinchó la carne sanguinolenta. Extendió el extremo de la rama sobre las brasas y se sentó a esperar. Aguardó con una paciencia que yo reproduje sin notarlo, sólo gracias al suspenso que me tenía atado a la escena. Urteaga permanecía imperturbable. Sólo unos minutos después, pinchó la base de la rama en la tierra, dejando la carne expuesta al fuego. Se inclinó hacia un lado y tomó de una bolsa algo que en principio no distinguí, pero que luego tomó forma como una galleta de campo de las que yo mismo compraba una vez por mes en la proveeduría del pueblo. La abrió por un lado con su cuchillo y la colocó sobre uno de sus muslos.
Tomó nuevamente la rama y la expuso al calor del carbón del lado opuesto al que había estado. Unos minutos más tarde, la carne parecía hígado de cordero.
Volvió a pinchar la rama en el suelo, clavó la galleta en el extremo superior, desplazando la carne hacia abajo. Y allí la dejó. Se levantó de su asiento improvisado, y fue hacia donde yacía el cuerpo.
Lo plegó con tanta facilidad sobre sí mismo que me asombró la pericia… Lo depositó sobre una arpillera que yo no había visto hasta ese instante. Se puso de rodillas a un lado y se abocó a enhebrar un hilo grueso en una aguja colchonera. Varios intentos ensayó hasta que logró hacerlo. Y entonces, cosió la arpillera sobre el cuerpo inerte de su víctima. La encerró como un animalito dentro de la tela. Anudó el hilo y cortó el excedente con su facón.
Yo, en ese punto, había concebido tres o cuatro obras distintas y sucesivas que pintaría en cuanto estuviera en el atelier. Serían una saga de la locura y del horror, de lo que es capaz una mente enferma…
Aunque había visto demasiado, no quise irme hasta confirmar qué hacía exactamente con la víscera de la niña. Regresó al sitio donde estaba el fuego. Retiró la galleta, y colocó, en su abertura, la carne asada. Comió, entonces, como lo hacen nuestros hombres de tierra adentro, con un pan por plato y un cuchillo por único cubierto. Así troqueló insuficientemente las porciones, que terminó de separar del conjunto a fuerza de dientes, para después deglutirlas.
También quise grabar ese cuadro con detalle.
Pensé que todo estaba dicho. Ya no había nada más que ver. Taconée mi yegua y salí rumbo al casco.
Cuando arribé, me encontré con un hecho aciago. El atril, que había quedado firme en mi atalaya, no estaba. El viento podría haberlo volteado sobre el suelo de la terraza. Pero al llegar al frente de la casa, noté que la realidad era peor. Soy un hombre atento a las señales. E inmediatamente supe que algo malo vendría de mano de esa desgracia. El soporte yacía junto a los canteros, justo frente a la puerta de entrada. Debajo, el cuadro que pintaba la tarde anterior, yacía de reverso.
Al voltearlo, confirmé mi presagio: El cielo estaba quebrado. El sitio en que yo había instalado el retrato de mi cielo pampeano, se había roto.
No fui capaz de argumentar en contra de tremenda elocuencia. El cielo se estaba cerrando para mí, en el sentido más amplio.
Ya entonces supe que Florindo Urteaga me llevaría al abismo. Pero no pude detenerme. No fui capaz de declinar esas imágenes intensas que la vida no volvería a reproducir para que mi pincel las pintara.
Durante días me encerré en el estudio y trabajé con las secuencias. Hice una veintena de bocetos, buscando en ellos plasmar la locura en sus ojos, la sangre en sus manos, la ferocidad de sus dientes predadores…
Mi paleta de colores tierra, ocres, grises y verdes secos, desbordó de rojo intenso y naranjas fuego. La piel rosada de la segunda niña fue lo que más esfuerzo demandó. Era un tinte no reproducido por la industria del óleo, un “blend” exquisito como el cielo de “El almendro” de Van Gogh.
Pinté arrobado, intentando comprender esa mente enferma. ¿Por qué el útero? ¿Por qué ese órgano, minutos antes regado por su propia sustancia seminal? ¿Qué especie de monstruo podría fagocitar, en un acto, un órgano ajeno junto a su propia capacidad de producir vida? ¿Qué tanto habría de odiarse un hombre para matar él mismo cada posibilidad de descendencia?
Quizá algo de ese desconcierto haya pasado a las telas.
Mi serie es extensa y varios meses estuve abocado a su pintura.
Aunque un asunto estaba pendiente: conocer la secuencia completa. Ser testigo del modo en que escogía y capturaba a sus víctimas.
Cuando los cuadros estaban casi listos, regresé a espiarlo. Lo seguí de sol a sol y unos días más tarde, oí salir al carro. Era de madrugada. Olfateé la oportunidad esperada. Monté mi yegua sin ensillarla y la encomendé a varios santos para que no pisara la cueva de un peludo o rozara las ramas de algún árbol petiso. No tendría cómo aferrarme a esa carrera, si algo así ocurría. Pero no sucedió y llegué a ver, desde muy lejos, la escena más inesperada… Quienes duden de mí, podrán preguntar a los guatrachenses o tal vez lo hallen en las páginas de algún diario. Florindo Urteaga, el único antropófago en la historia de nuestras pampas, capturaba a sus presas como a vacas. Enrollaba el lazo y lo lanzaba tan efectivo como su apetito de muerte. La cuerda de tiento se abrazaba a la cintura siempre grácil de sus víctimas. Así lo hizo con la tercera.
Con estupor, registré que entre una mujer y otra había mediado el exacto periodo de una luna. Jamás dejará de sorprenderme el carácter ritual de los actos inconscientes…
Pero, ya está. Ya no quiero decir más. Están llegando. Oigo que avanzan por la huella que trae a la casa. Urteaga ha muerto y alguien deberá pagar. Alzarán pronto sus voces para decir que he sido cómplice… O quizá se me acuse de instigar los horrores por dar a luz una obra maestra. No importa. Ya no me importa. Si la pintura vive, cualquier tragedia valdrá la pena…
Por esos años vivía papá y él fue uno de los niños que se crió bajo el cielo de los Larrea. Yo mismo envidiaba sus vidas. Deseaba esa libertad de animales, esas horas sin tiempo, en las que la sucesión se recuerda al amanecer, o cuando el ganado acude a la bebida, antes de que fugue el sol. Deseaba vivir para siempre esas vidas sin futuro y sin pasado.
Con los años, casi todos partieron rumbo a la Escuela Hogar o a trabajar en otros campos, y no regresaron. Pero Florindo era una criatura extraña. Mis hermanos todavía recordarán el marzo en que lo llevaron a la Escuela cinco veces antes de rendirse.
Hacía años que estaba en edad de asistir a clase. Supongo que mi padre habrá consentido esa evasión porque alguien tenía que hacer las tareas más ingratas. Y él era el último peón de la estancia, el que limpiaba los corrales.
Marcelino, el mayor de mis hermanos, había pasado el verano restaurando un sulky y en él lo subió para llevarlo a la Escuela. Recuerdo que lo entregó a las maestras y se subió al carro, como aliviado. Pero la escena se repitió cuatro días más. Veía desaparecer el sulky entre la polvareda y partía como llevado por el olfato. Horas después entraba al galpón donde dormía.
Recuerdo también la crispación de mi madre cuando bajaba la noche. Vivía atemorizada, rogando no verlo siquiera pasar a lo lejos.
Con los años, lo que presencié fue explicándome su miedo. Y entonces pude enlazar lógicamente la muerte curiosa de los gatos ese verano.
Lo cierto es que Florindo siguió en la estancia cuando papá murió. Lo hizo hasta que hallaron el cuerpo de la cuarta mujer. Como un forajido, habrá vagado los campos, hasta hallar un buen árbol donde colgarse.
En el ’20 me recibí, “in memoriam” de mi padre, que creía que ningún Larrea merecía el apellido, sin el título de “Doctor en Leyes”. Pegué la vuelta. Sabía que mi vida era la pintura y no tenía sentido permanecer en Buenos Aires teniendo estos cielos aquí.
La actividad del campo había disminuido. La muerte del ojo del amo dispersó peones y capataces. Florindo tampoco entonces se fue.
Y hube de conocerlo: era un ser silencioso. Solía aparecer y sobresaltarme. No me miraba directo a la cara. Bajaba la vista y obedecía. No contestaba preguntas. Siempre me alarmó la calma con la que se quedaba en sedicioso silencio, sin acusar la menor inquietud. Quieto y mudo. Creo que en ello percibía yo su sangre fría.
Comencé a observarlo. Supongo que operó en mí el miedo de mi madre y el misterio de aquellos días. Lo seguía cuando irrumpía en el horizonte. Desde mi estudio, lo veía faenar la vida con el torso desnudo casi todo el año. Ni el frío ni el trabajo lo vencían. El viento, que desquicia al pampeano, parecía ponerlo más activo. Y más silencioso.
Una tarde de ésas en que ya no hay vestigios de la última lluvia, cuando la tierra borra el horizonte y se nos cuela en la nariz con ese olor tan de estos pagos, lo descubrí. Pasaba cargando un pico y una pala. Iba bañado en sudor, a pesar del frío. Algo en el andar me llamó la atención.
Dejé los pinceles y me acerqué al ventanal. La perspectiva me daba pocos segundos más. No quise dejar de ver. Tomé lápiz y anotador y salí.
Iba ingresando a un monte de arbustos y desapareció detrás del ramaje. Me acerqué un poco más, pero no quise arriesgarme hasta el monte. Me acosté en el piso, detrás de una ondulación, y comencé a bocetarlo. La imagen era increíble. Se había quitado la camiseta, el sudor le había mojado las sienes y pegado el pelo a la frente.
El pico se alzaba y caía junto a un árbol añoso de tronco ancho. Los músculos intercostales habrían sido la delicia de cualquier pintor. No quería perderme el detalle, esos brazos en tensión; el ombligo hundido en un abdomen casi liso… El pantalón desnudaba hacia abajo, más allá de la cintura. Y Urteaga se secaba la frente con la camiseta, la arrojaba al piso y seguía abriendo la tierra. Así transpiró un rato hasta que tiró el pico.
El boceto empezaba a ser un cuadro en mi cabeza, cuando lo entreví salir a la carrera. No me levanté. Entregado al retrato, quería atrapar los movimientos de los hombros antes de que se esfumaran de mi memoria.
Oí un relincho en el haras. El viento cubrió el resto de los sonidos en su soplido incesante. Después, los cascos acercándose. No supe cómo acurrucarme más para no ser visto. Pensé que la altura del caballo le daría mayor visión. Pero Urteaga iba obnubilado, a la carrera, una mano en las riendas, otra detrás, sujetando una bolsa de cereal desmayada sobre la grupa. Pensé que debía ser grano: poco que se movía el bulto con el galope. Sin dudas era pesado. Fueron segundos, pero la andanada en pelo habría superado las carreras ecuestres de los artistas ingleses, que tan bien captaban el movimiento. Lamenté perdérmelo.
Se apeó junto al árbol. El caballo quedó inmóvil. Ya abajo, tomó el saco sobre un hombro, como hacen los matarifes con las reses. Después lo soltó sobre la tierra. Sacó el facón y cortó la bolsa. Atravesó de arriba abajo la arpillera y tuve la sensación de que los granos se derramarían sobre el piso.
En cambio, un manchón turquesa rompió la monotonía del paisaje que se resolvía entre matorrales secos y la ropa descolorida de Urteaga. Tardé un segundo, quizá dos, en enfocarme y descubrir que aquel imán cromático era la blusa de una mujer. Más allá, su cabeza, despejada de pelo e inmóvil. La distancia no me permitía ver bien los rasgos, pero parecía joven.
Urteaga descubrió el resto e irrumpieron sus piernas, que habían estado acurrucadas en posición fetal. Enseguida, noté la falda gris y un zapato. Lo observé colocándose el facón en la cintura y hundir la cabeza sobre el abdomen de la mujer. Me apresuré a tomar la imagen en cuatro líneas, porque intuía que algo mejor podía venir.
No me equivoqué. Sacó nuevamente el facón y acarició con la hoja la parte interna de sus muslos. Tomó el extremo de la falda y desgarró la tela hasta la cintura. Retiró a los lados la prenda y quedó descubierta la pálida desnudez de una hembra. Se quedó inmóvil primero y luego acercó nuevamente su cabeza y lamió como un animal el sitio que hay entre las caderas. Esa zona que se hunde cuando las mujeres están echadas.
Un estruendo repentino quebró la escena y Urteaga se puso de pie. Miraba hacia donde yo estaba. Por milagro no fui descubierto.
Un poco más tarde oí el galope que se alejaba hacia el cuadro de la avena. Temí, no puedo negarlo. El hombre tenía un cadáver dentro de mi propiedad.
El placer con el que había acariciado con su cuchillo los muslos abonaba la peor de las hipótesis. Pasé un par de días de quietud en el temor. Pero la curiosidad venció. Desempolvé unos binoculares y comencé a seguirlo desde el ventanal de mi estudio. Pero me sentí acotado en esa perspectiva y decidí subir al techo de la casa y disponer un atalaya.
La casa, típica en nuestra zona, es colonial y tiene una cabeza idéntica a sus pies. Son tan llanos sus techos como los cimientos. Eso me obligó a montar una fachada que justificara mi presencia arriba, porque no quedaría a resguardo de su mirada.
Subí con bastante dificultad un atril, el más pesado que tenía, pensando en que los vientos no lo batieran. Lo sujeté con sogas. Por la tarde, los prismáticos me dieron una información precisa sobre los movimientos de Urteaga: fueron actividades rutinarias las que observé.
Mientras tanto, comencé a pintar el paisaje. Era un día soleado y frío.
Al caer el sol, cerré el atril y lo dejé tumbado sobre el techo.
A la mañana siguiente oí cascos y el sonido del sulky. Pero la prisa que llevaban no me dio tiempo a ver hacia dónde salían.
Me resigné y subí al techo. Abrí el atril y oteé la nube de polvo levantada por el andar del carro. Urteaga salía hacia el Este. A medida que lo veía avanzar fui cayendo en la cuenta de que no habría instrumento que pudiera mantenerlo dentro de mi universo visual, si seguía alejándose.
Bajé inmediatamente por la escalera apoyada sobre la pared y, binocular en mano, corrí hasta el haras. Tomé mi yegua y salí en la misma dirección.
A un rato de cabalgar descubrí las huellas del carro y las seguí. En un monte lo hallé detenido. Florindo no estaba allí. Por eso me atreví a dejar la yegua y me interné entre los árboles, con bastante cautela.
Lo que oí, entre el soplido del viento, fue un llanto femenino. No pude detenerme, a pesar del miedo. Seguí avanzando pegado a la línea de árboles, hasta que lo avisté. Estaba inclinado sobre la hierba, entre sus piernas una muchachita de unos quince años. La piel era rosada. Las piernas apenas redondeadas estaban descubiertas y un delantal blanco se abría debajo de su cuerpo, sobre el piso. Había transitado el mismo camino que cinco veces recorrió Marcelino hacia la Escuela Hogar. Noté que sólo estábamos a media legua del Colegio. Ahora, su nueva presa se convertía en el único legado que le dejaría la Escuela.
Los quejidos que se oían no eran mayores que los maullidos de un gato. El llanto me perturbó. Dudé. Tuve el impulso de volver sobre mis pasos hacia donde había dejado la yegua. La monté, me quedé inmóvil, oyendo al viento.
Sentí que no podía irme…
Tomé los binoculares que entonces llevaba colgados al cuello y presencié la escena desde la distancia. El cuadro quedó recortado y sólo veía el cuerpo del salvaje todavía erguido a horcajadas sobre la víctima. De ella, mi vista sólo alcanzaba la cintura y parte de las piernas.
Fui testigo de un hecho que boceté unas horas después. Pero ahora, que estoy obligado a traducirlo en palabras, me horroriza.
El hombre hizo lo suyo, no diré más. El gatito que tenía debajo dejó de llorar. Y entonces, Florindo desenfundó el facón, como ya lo había visto hacer con su primera víctima. Rasgó la ropa. Lamió el bajo abdomen ya inerte y luego clavó el cuchillo de pendenciero en la piel del pubis.
Pensé que era un crimen dañar la lozanía de esa piel perfecta. Su corte dibujó un triángulo que reunió desde ese hueso hasta los dos vértices de las caderas. Reconozco que estaba pasmado. No comprendía hacia dónde iba Urteaga. ¿Qué intentaba? De un momento a otro comencé a ver la profusión de rojo, saliendo a borbotones. Y una masa deforme emergió del vientre, diferenciándose de lo que caía, disperso, en el camino, al ser extraído del abdomen. Cuando lo limpió de despojos, comprendí qué era el triángulo pequeño, mucho más pequeño que la incisión, y vi a Florindo besarlo. Sentí asco. Pero no pude dejar de observar.
Luego se levantó y caminó hacia la otra línea de árboles. Lo perseguí con los prismáticos hasta que se detuvo.
¡Había encendido un fuego allí, a metros de la escena! Dispuso un tronco pequeño a un lado y en él se sentó junto al carbón encendido. Tomó una rama que debía tener reservada para ese fin, y pinchó la carne sanguinolenta. Extendió el extremo de la rama sobre las brasas y se sentó a esperar. Aguardó con una paciencia que yo reproduje sin notarlo, sólo gracias al suspenso que me tenía atado a la escena. Urteaga permanecía imperturbable. Sólo unos minutos después, pinchó la base de la rama en la tierra, dejando la carne expuesta al fuego. Se inclinó hacia un lado y tomó de una bolsa algo que en principio no distinguí, pero que luego tomó forma como una galleta de campo de las que yo mismo compraba una vez por mes en la proveeduría del pueblo. La abrió por un lado con su cuchillo y la colocó sobre uno de sus muslos.
Tomó nuevamente la rama y la expuso al calor del carbón del lado opuesto al que había estado. Unos minutos más tarde, la carne parecía hígado de cordero.
Volvió a pinchar la rama en el suelo, clavó la galleta en el extremo superior, desplazando la carne hacia abajo. Y allí la dejó. Se levantó de su asiento improvisado, y fue hacia donde yacía el cuerpo.
Lo plegó con tanta facilidad sobre sí mismo que me asombró la pericia… Lo depositó sobre una arpillera que yo no había visto hasta ese instante. Se puso de rodillas a un lado y se abocó a enhebrar un hilo grueso en una aguja colchonera. Varios intentos ensayó hasta que logró hacerlo. Y entonces, cosió la arpillera sobre el cuerpo inerte de su víctima. La encerró como un animalito dentro de la tela. Anudó el hilo y cortó el excedente con su facón.
Yo, en ese punto, había concebido tres o cuatro obras distintas y sucesivas que pintaría en cuanto estuviera en el atelier. Serían una saga de la locura y del horror, de lo que es capaz una mente enferma…
Aunque había visto demasiado, no quise irme hasta confirmar qué hacía exactamente con la víscera de la niña. Regresó al sitio donde estaba el fuego. Retiró la galleta, y colocó, en su abertura, la carne asada. Comió, entonces, como lo hacen nuestros hombres de tierra adentro, con un pan por plato y un cuchillo por único cubierto. Así troqueló insuficientemente las porciones, que terminó de separar del conjunto a fuerza de dientes, para después deglutirlas.
También quise grabar ese cuadro con detalle.
Pensé que todo estaba dicho. Ya no había nada más que ver. Taconée mi yegua y salí rumbo al casco.
Cuando arribé, me encontré con un hecho aciago. El atril, que había quedado firme en mi atalaya, no estaba. El viento podría haberlo volteado sobre el suelo de la terraza. Pero al llegar al frente de la casa, noté que la realidad era peor. Soy un hombre atento a las señales. E inmediatamente supe que algo malo vendría de mano de esa desgracia. El soporte yacía junto a los canteros, justo frente a la puerta de entrada. Debajo, el cuadro que pintaba la tarde anterior, yacía de reverso.
Al voltearlo, confirmé mi presagio: El cielo estaba quebrado. El sitio en que yo había instalado el retrato de mi cielo pampeano, se había roto.
No fui capaz de argumentar en contra de tremenda elocuencia. El cielo se estaba cerrando para mí, en el sentido más amplio.
Ya entonces supe que Florindo Urteaga me llevaría al abismo. Pero no pude detenerme. No fui capaz de declinar esas imágenes intensas que la vida no volvería a reproducir para que mi pincel las pintara.
Durante días me encerré en el estudio y trabajé con las secuencias. Hice una veintena de bocetos, buscando en ellos plasmar la locura en sus ojos, la sangre en sus manos, la ferocidad de sus dientes predadores…
Mi paleta de colores tierra, ocres, grises y verdes secos, desbordó de rojo intenso y naranjas fuego. La piel rosada de la segunda niña fue lo que más esfuerzo demandó. Era un tinte no reproducido por la industria del óleo, un “blend” exquisito como el cielo de “El almendro” de Van Gogh.
Pinté arrobado, intentando comprender esa mente enferma. ¿Por qué el útero? ¿Por qué ese órgano, minutos antes regado por su propia sustancia seminal? ¿Qué especie de monstruo podría fagocitar, en un acto, un órgano ajeno junto a su propia capacidad de producir vida? ¿Qué tanto habría de odiarse un hombre para matar él mismo cada posibilidad de descendencia?
Quizá algo de ese desconcierto haya pasado a las telas.
Mi serie es extensa y varios meses estuve abocado a su pintura.
Aunque un asunto estaba pendiente: conocer la secuencia completa. Ser testigo del modo en que escogía y capturaba a sus víctimas.
Cuando los cuadros estaban casi listos, regresé a espiarlo. Lo seguí de sol a sol y unos días más tarde, oí salir al carro. Era de madrugada. Olfateé la oportunidad esperada. Monté mi yegua sin ensillarla y la encomendé a varios santos para que no pisara la cueva de un peludo o rozara las ramas de algún árbol petiso. No tendría cómo aferrarme a esa carrera, si algo así ocurría. Pero no sucedió y llegué a ver, desde muy lejos, la escena más inesperada… Quienes duden de mí, podrán preguntar a los guatrachenses o tal vez lo hallen en las páginas de algún diario. Florindo Urteaga, el único antropófago en la historia de nuestras pampas, capturaba a sus presas como a vacas. Enrollaba el lazo y lo lanzaba tan efectivo como su apetito de muerte. La cuerda de tiento se abrazaba a la cintura siempre grácil de sus víctimas. Así lo hizo con la tercera.
Con estupor, registré que entre una mujer y otra había mediado el exacto periodo de una luna. Jamás dejará de sorprenderme el carácter ritual de los actos inconscientes…
Pero, ya está. Ya no quiero decir más. Están llegando. Oigo que avanzan por la huella que trae a la casa. Urteaga ha muerto y alguien deberá pagar. Alzarán pronto sus voces para decir que he sido cómplice… O quizá se me acuse de instigar los horrores por dar a luz una obra maestra. No importa. Ya no me importa. Si la pintura vive, cualquier tragedia valdrá la pena…
* Escritora