domingo, 25 de agosto de 2019

Mitos. El diluvio


El diluvio
Durante muchos siglos se creyó en lo que decía la Biblia casi sin cuestionamientos. En algunos casos, incluso literalmente. Desde la Ilustración, como si fuera una reacción, todo lenguaje religioso o mítico se desacreditó. La realidad del diluvio universal pasó a ser cuestionada como también lo fueron otros episodios “fantásticos” relatados en el Libro Sagrado de los judíos, la  Torah, o el Antiguo Testamento de los cristianos.
Pero aunque la ciencia actual no hubiera podido comprobar el derretimiento de los polos que llevó hacia el final de la última glaciación a subir los niveles de los océanos y mares considerablemente hace doce mil años, la simple repetición de los relatos de diferentes culturas y geografías podría habernos rendido los mismos frutos.
Es misterioso el modo en que se entretejen los mitos de culturas que nunca tuvieron contacto. Quizá Jung podría respondernos con sus “arquetipos”, y otros autores nos hablaran de los mitos como estructuras psíquicas que se heredan, como se hereda el color de ojos.
Todo ello es incierto. Lo certero es que mientras en el primer libro bíblico conocemos el relato del Arca, un barco de madera que, por orden de su único Dios, Noé construye para poblarla con una pareja de cada especie (incluyendo la humana). El motivo (luego lo entendería) era que habría un diluvio, una lluvia que dejaría bajo agua casi todo el mundo conocido.
Los escribas de la Torah se dedicaron a relatar la inundación y luego, la aparición de la paloma con la rama de olivo en el pico, como señal de que la tierra sería bendecida nuevamente.
 Los mitos griegos que referían a esos tiempos nos presentan a Deucalión y Pirra.  Y narran la historia de este matrimonio de ancianos píos, bondadosos y obedientes. A ellos, Prometeo, padre de Deucalión, les advierte que vendrá una lluvia tan copiosa que desaparecerán casi todas las tierras de la Hélade. Sólo unos pocos que los dioses aman se salvarán en las cimas de las montañas. Así fue.
Cuando las aguas comenzaron a bajar, después de la desaparición de casi todos los hombres, Deucalión se dirigió al oráculo de Delfos, que era entonces de Temis y preguntó cómo harían para repoblar el mundo si ellos no podían procrear debido a la vejez. El oráculo les respondió que debían tomar los huesos de su madre y arrojarlos por sobre el hombro. Un tiempo se tomaron para entender la respuesta. Porque nunca han sido fáciles de leer los oráculos. Pero cuando comprendieron, supieron que si tenían una madre común, tenía que ser Gea, la Tierra. Y dedujeron que al hablar de sus huesos el adivino se había referido a las piedras.
Cuando Pirra lanzara una piedra, se haría una mujer a su paso. Cuando Deucalión fuera quien arrojaba, sería un hombre el que nacería.
De tal modo enunció la mitología griega no sólo el hecho histórico de la deglaciación y su consecuente desastre natural. También se ocupó de explicar cómo se produjo la repoblación del planeta.
Esta historia, contada metafóricamente, también puede ser utilizada para entender con qué disposición ha de enfrentarse un lector a los mitos. La capacidad de desentrañar metáforas se suma al fin de enseñar historia,  mediante  un pensamiento diferente al de la ciencia e igualmente verdadero.
Resta una última reflexión: el escepticismo, tan bien ponderado por la contemporaneidad, puede ser una forma de inteligencia para algunos. Aunque el racionalismo, en ocasiones, suena ingenuo y  debe esmerarse tanto para negar algunos fenómenos,  que  hasta suele  volverse irracional.

domingo, 11 de agosto de 2019

Nota sobre una charla en la SADE sobre surrealismo



Entre las actividades que se desarrollan en la Sociedad Argentina de Escritores (SADE), con sede en Buenos Aires, se celebró en los últimos días una conferencia sobre el Surrealismo, aunque con una mirada superadora respecto a lo que entendemos tradicionalmente bajo esa denominación. Presidió Graciela Maturo, investigadora de enorme experiencia y talento, que fue acompañada por María Evangelina Vázquez, poeta y periodista y María Julia Druille, miembro de la Academia de Literatura Infantil y Juvenil, editora y coordinadora durante años de “La Serendipia”, un ciclo de poesía de afinidad surrealista. La reunión resultó de enorme interés para el público.
Maturo, que es Doctora en Letras, poeta y docente, además de escritora de numerosos libros académicos, tiene un largo historial en estudios sobre el tema que constituyó su tesis de doctorado y en 1967 se materializó en un libro. El surrealismo en la poesía argentina fue reeditado con ciertas modificaciones en 2015 y espabiló un poco los intereses en el trabajo de Bretón y otros tantos poetas del periodo a quienes esta postura tocó de cerca. Pero lo novedoso es que el libro se dedica también a la labor de artistas vernáculos de fuerte impronta surrealista, aunque no siempre identificados como tales.
En un clima ameno, la autora abordó los contactos entre Surrealismo y Vanguardias, aunque negó que el Surrealismo fuera una de ellas.
En un momento en que estaban de moda los manifiestos y textos programáticos, se elaboraban respuestas específicas para cada disciplina. En la literatura, contestaban a la siempre viva pregunta de qué es el poema. El Surrealismo, por lo contrario, no se ocupaba de teorizar sobre el poema, o sobre cuestiones puntuales. Era una visión de mundo. Surgió como una filosofía; se interesaba por la vida toda, no sólo ni primordialmente por cuestiones de expresión, de técnicas, de reflexión metatextual.
Introducido por María Evangelina Vázquez, el asunto de sus contactos con el Dadaísmo fue resuelto como un antecedente que preparó el terreno del surrealismo. (La figura de Tristán Tzara, común a ambos procesos y visiones, es prueba de ello). Maturo considera que el Dadaísmo niega la institucionalidad del arte, los museos, las bibliotecas, la academia, por un motivo simple: ve en la Primera Guerra Mundial la huella más clara de la decepción. La imagen de la ineficacia del arte para detener los horrores de la humanidad.
Maturo rescató en su ponencia a Aldo Pellegrini, quien tradujo el primer manifiesto de Bretón y formó un grupo de aspirantes al título de médicos (aunque resulte llamativo) que se reunían para estudiar esta nueva “cosmovisión”. Ellos fundaron una Revista llamada “Que”, de 1929, que sólo tuvo dos entregas. Sin embargo, a pesar del escaso espacio, la definición que propone Pellegrini sigue siendo respetada.  El traductor consideraba al Surrealismo como un automatismo psíquico puro, por cuyo medio se intenta expresar el funcionamiento real del pensamiento.
En este sentido, la expresión se torna un medio y no un fin.  El arte es el vehículo pero lo verdaderamente esencial para esta visión es el descubrimiento de algunas regiones del intelecto que no han sido tomadas en serio por las ciencias hasta el siglo XX.
La difusión de la psicología en ámbitos populares seguramente contribuyó al interés que suscitaron Bretón y sus seguidores.
Tal es el caso del universo onírico, que los surrealistas han sabido elevar al mismo trono que le dio la psicología analítica de Jung, en su condición de expresión prístina del inconsciente del soñador. Basta ver algunos cuadros de Dalí para comprender lo revelador que puede llegar a ser el sueño. En ocasiones, puede quitar el velo y revelar algo que escapa a la subjetividad de un individuo. Así Jung soñó que la Segunda Guerra Mundial se desataría inevitable, por dar un ejemplo. Y no se equivocó.
André Bretón
Bretón ha sido la cabeza detrás de la cual se alinearon los surrealistas. El autor francés que quedó para siempre identificado con el Surrealismo estuvo ordenado a la elaboración de tres manifiestos diferentes. El primero, inaugural de la corriente, ponía el énfasis en la escritura automática como clave para que se manifestara un orden que trasciende los deseos y la voluntad del hombre. Aquello que llamamos “azar”, y en algunos casos “Providencia”.
El azar no sólo se manifiesta en el devenir insospechado de la vida. También el sueño es un elemento central para el descubrimiento ya no de un orden universal inextricable, sino del orden interno que opera en el inconsciente humano, un dominio subrepticio con que la vida dirige muchas más tendencias que la misma razón.
El marxismo y la ruptura
En un segundo manifiesto, de 1930, prevalece su adhesión al marxismo, en lo que tiene de impronta ética tanto su postura cuanto la del comunismo. En un artículo que titula “El surrealismo al servicio de la Revolución” registra esta perspectiva que tendrá desde 1929 hasta 1935. Y de la que luego se distanciará, no sólo por las críticas que recibió del Partido Comunista, en un texto titulado “Un cadáver”. También porque al acusarlo de “místico” y “cura” desnudan su obsesión por un misterioso Sentido universal al que no pocas veces menciona como Dios, él mismo, quien se opone abiertamente al discurso religioso. 
La investigadora santafesina afirmaba que después del segundo manifiesto, Bretón se empapó de textos gnósticos, llenos de esoterismo, filosofía que va minando su trabajo de cuestiones trascendentalistas.
En el tercer manifiesto expresa su ruptura y cada vez con mayor énfasis habla de “el gran misterio”, se pregunta quién guía desde fuera lo que sucede al mundo, y  desliza asimismo otras huellas del viraje.
Graciela Maturo ilustró las críticas que se le hacían con un ingeniosa ironía que ofuscó a Bretón. Allí se califica al Surrealismo como “Capilla esotérica” donde quien se desvía diez centímetros para un lado o para otro, es “excomulgado” por el “Papa” André Bretón.
Pero la mayor fortaleza del argumento bretoniano para romper con el Partido Comunista es una pregunta de fondo. ¿Puede un autor que se la pasa hablando de “espíritu y espiritualidad” explicarse todo estado de la sociedad por una matriz económica?
Como estudiosa de la literatura y la cultura americana, la autora fundó hace muchos años el Centro de Estudios Latinoamericanos,  en donde confluyeron nombres de gran prestigio en diversas áreas del conocimiento. Por ello, era inevitable que Maturo hablara de la mirada crítica sobre la labor de André Bretón que manifiesta Alejo Carpentier. El escritor y teórico compartió un tiempo europeo con surrealistas de esa primera ola y al regresar a América en el ’39 se torna detractor del movimiento tal cual se dio en Francia.
Él, que conoció muy bien a Bretón, dedicó textos a desacreditarlo por su rigidez creciente. En el prólogo de El reino de este mundo, considerado un manifiesto de lo real maravilloso, el autor califica de “baratillo” al surrealismo francés y reivindica Latinoamérica como el único sitio en que el sustrato mestizo y la concepción mítica no reduciría la magia y el misterio en técnicas formales vacías.
Maturo confesó no estar de acuerdo con Carpentier en este punto, aunque sí reconoce acercarse bastante a aquello de que “para ser surrealista hay que ser americano”. La plenitud de la mirada en el ámbito de la literatura se da en autores como Asturias, Cortázar, el mismo Carpentier, entre otros. Y el motivo es que la cosmovisión americana incluye sin resistencia la antigua visión mítica de los pueblos precolombinos que se mestizó y quedó en el sustrato de todo pensamiento americano.
Serendipia
María Julia Druille aportó, durante el evento, un tema específico de la naturaleza del surrealismo. Se trata del concepto de “Serendipia”: término registrado por primera vez en Occidente como “serendipity”.El autor inglés Horace Walpole, lo recupera de un cuento persa llamado “Tres príncipes de Serendip”. En ese relato tradicional el sistema de gobierno de estos monarcas está solventado en lo fortuito, en la flexibilidad para leer, detrás de lo que sucede, una guía para la acción. Eso es lo que genera la bendición inesperada de la serendipia, tal cual la concebimos hoy.
El público asistió a un intercambio de opiniones en la mesa. Maturo aportó al diálogo sosteniendo que el surrealismo valoraba la mente pasiva del hombre (desarrollar la escucha y aprender a mirar y estremecerse). Disentía, sin embargo, con la opinión de Oscar del Barco. Para ella, se equivocaba el filósofo cordobés al pensar que la construcción de un libro se debe a un impulso irracional y místico, inspirado. Debe haber un trabajo racional de corrección, una decisión de publicar y una serie de acciones deliberadas para que se convierta en un libro una escritura cualquiera.
Druille utilizó algunos ejemplos literarios en que es posible ver el sentido de la aventura y el disparador “sin rumbo”, tan afectos a las preferencias de esta filosofía.
En El surrealismo en la poesía argentina (2015), es posible encontrar todo esto y varios estudios críticos sobre autores destacados de espíritu afín, pero de estas geografías hispanoparlantes. Y ahí también se consigna la correspondencia epistolar de Maturo con figuras como Alejandra Pizarnik, Enrique Molina, Julio Cortázar, Francisco Madariaga y otros que aceptaron su condición de “surrealistas” según los define Maturo.
Antes de terminar la charla, la experta regalaría al público la  descripción de una imagen en que un hombre se metía en la cama, mientras un cartel rezaba: ¡Silencio: poeta surrealista trabajando!
En síntesis, no en vano se parafrasea a Joan Miró, al decir que lo interesante del surrealismo es que la obra artística no es un fin en sí mismo. Vale especialmente por su condición de semilla que esparce poder espermático y terreno psíquico y fértil; vale por ser el hilo que continúa la cadena de lo profundamente humano.





domingo, 28 de julio de 2019

Columnita de mitos. Dafne y Apolo


Apolo y Dafne, cazador cazado y presa que fue árbol
Dependiendo de qué frontis atravesemos en el templo del mito, hallaremos una enseñanza u otra. Se ha dicho por ahí que frente a toda obra el lector sólo se lee a sí mismo… Veamos qué le sopla al oído a cada quien el Mito de Dafne y Apolo.
Estaban en riña Apolo y el hijo de Afrodita, a quien los griegos llamaban “Eros” y los romanos, “Cupido”. Una criaturita alada que flechaba con dos saetas a sus víctimas. Una era de oro y despertaba el amor inmediato por quien primero se apareciera ante los ojos del herido. La otra, era de plata y generaba, con la misma premura, el rechazo.
Si bien Cupido lo hacía llevado por su capricho momentáneo y un ánimo hilarante, había aprendido a usar muy bien su arco. Estaba furioso con Apolo y sabía cómo vengarse. Por ello, lo siguió hasta el bosque y le asestó un flechazo áureo para que se enamorara de lo primero que viera. Lo que vio el dios Sol fue a Daphne, la segunda víctima de Cupido. A ella, con una saña imperdonable, la flechó el amorcito con la flecha de plata. Lo que sucedió después, ya pueden imaginarlo… Apolo comenzó a sufrir ese tormento que llamamos “amor”. Su adorada Dafne, en cambio, sólo supo escapar desesperada del sujeto que le resultaba desagradable.
Cuando descubrió que no sería fácil huir de un dios y mucho menos, de un dios enamorado, comprendió que necesitaría auxilio celestial y le pidió a su padre que le permitiera preservarse de éste y de todos los hombres: abrazaría la castidad. El dios le concedió el ruego y Dafne, frente a los ojos azorados de quien amaba las curvas de su cintura y la piel lustrosa de cada región de su cuerpo, se fue transformando en un laurel colosal. Un árbol de laurel.
Apolo no supo hacer más que llorar a los pies del torso que se tornó tallo y los miembros que fueron ramas o raíces. Así, con el líquido que vertió en llanto, no hizo sino regar las raíces de su amada para alzar incluso más la distancia interpuesta por Cupido.
El árbol es, para los estudiosos del símbolo, la imagen del deseo ascensional del hombre que hinca las raíces en tierra para no olvidar su naturaleza y, sin embargo, crece hacia lo alto y aspira a alcanzar el cielo.
Algunos intérpretes dirán que Dafne, como Diana, representa a quienes rechazan la vida marital y se consagran a otras vocaciones. ¿”Sublimación” habría dicho Freud?
Pero esta naturaleza polisémica del mito aun nos permite varias interpretaciones. Será posible descubrir el motivo por el cual Apolo siempre lleva una corona de laureles y gusta de premiar a sus atletas con esa tiara.
La actitud juguetona de Cupido y sus flechas, quizá retrate el carácter caprichoso e inexplicable que nos suscitan la atracción o el rechazo, cuando vemos por primera vez a alguien. Nada hay para hacer contra eso. Nada,  si nos empeñamos en evitar que nos arrase el amor o nos congele el rechazo de quien nos conmueve. Sólo ese amor ínfimo que es Eros podrá decidir el cariz de ese primer flechazo.  
Pero como en el mito cualquier flanco se abre portal, probablemente el costado que más aporte a nuestra experiencia actual es la paradoja de perseguir algo deseado y, en esa carrera, alejarlo más incluso. Cuanto más se acerque Apolo, más repudio sentirá Dafne.
Tal vez ésta sí sea una tragedia cotidiana de la que nadie está exento. Y la insistencia de retener lo adorado se convierta en la fórmula efectiva para que el amor se nos diluya, como agua, entre las manos.
Aunque… Dejemos que lo diga Garcilaso, que lo hace tanto mejor:

A Dafne ya los brazos le crecían,
y en luengos ramos vueltos se mostraban;
en verdes hojas vi que se tornaban
los cabellos que al oro escurecían.
De áspera corteza se cubrían
los tiernos miembros, que aún bullendo estaban;
los blancos pies en tierra se hincaban,
y en torcidas raíces se volvían.
Aquel que fue la causa de tal daño,
a fuerza de llorar, crecer hacía
el árbol que con lágrimas regaba.
¡Oh miserable estado, oh mal tamaño!
¡Que con lloralla crezca cada día
la causa y la razón por que lloraba!
                                                     GARCILASO DE LA VEGA

Columnita mitos. Edipo


El destino inexorable o Edipo, rey de Tebas
Hay un mito emblemático que se ha tornado tragedia de la mano de Sófocles, pero que pasado el periodo clásico siguió contándose narrativamente como era en el origen.
Se trata de Edipo. Nacido de sus padres Layo y Yocasta, es abandonado en un monte porque un oráculo aseguró que ese hijo mataría a su padre y se casaría con su madre. Con el horror lógico frente al presagio, Layo manda a un súbdito a deshacerse de él. El hombre agujerea un piecito del bebé y lo cuelga de un árbol para evitar convertirse en asesino, y convencido de que en ese estado de indefinición dejaba abierta la posibilidad de que los dioses definieran el futuro de la criatura. De la herida del pie toma su nombre Edipo. Con el pasar de las horas, un pastor del reino de Corinto se encuentra al niño. Lo libera y lo lleva hasta la estancia de los reyes, Pólibo y Mérope, quienes lo acogen con mucha alegría ya que el deseo de ser padres no les había sido concedido.
Edipo se cría con esos padres amorosos, pero en un banquete escucha de boca de un beodo algo que lo lleva al oráculo de Delfos. Allí se entera de que matará a su padre y se casará con su madre, pero sigue desconociendo su origen.
Para no cometer esas atrocidades, decide abandonar el reino y alejarse de sus padres. En el camino, se topa con un grupo de hombres, se enfurece y asesina a uno de ellos. El sujeto resulta ser Layo, rey de Tebas y su padre biológico.
Más tarde, es abordado por la esfinge, monstruo que sometía a la ciudad de Tebas al terror. Cada peregrino que la encontraba debía responder un acertijo. Si no lo lograba, la esfinge lo aniquilaba. La adivinanza decía: ¿Cuál es el animal que de mañana camina en cuatro patas, de tarde en dos y de noche en tres?
Edipo resolvió el dilema: “El hombre”, de niño gatea, de joven anda en sus dos piernas y de anciano usa los pies y un bastón. La esfinge paga con su muerte el hallazgo de Edipo, y con ello el héroe exime al pueblo de Tebas de su yugo.
Detrás de la figura de la esfinge es posible que haya lo mismo que detrás del Minotauro: un tributo. Las ciudades antiguas eran vencidas y luego de un saqueo inicial quedaban ligadas a la nación vencedora mediante una deuda que se pagaba regularmente. La esfinge podría representar el tributo que le pagaba Tebas a un pueblo enemigo.
Cuando Edipo la libera de esa opresión gana el derecho de ser rey. Así es como sucede a su padre Layo en el gobierno de Tebas y, naturalmente comparte el poder con Yocasta, con quien se casa, ignorante de que se trata de su madre.
Sófocles dedica su tragedia Edipo Rey a la investigación que el héroe lleva a cabo para conocer por qué la ciudad sufre epidemias y malogra sus cosechas. De a poco va comprendiendo quién es y con quién se ha casado. Incapaz de seguir viendo esos sacrilegios, se quita los ojos, mientras su madre se suicida.
La historia busca transmitir patéticamente la creencia en un destino inexorable propio de la Civilización Griega. Edipo corre escapando de su sino y en la carrera se encuentra con él.
Durante el proceso de reconstrucción, Yocasta se preserva de saber la verdad e intenta convencerlo de que no busque más. Pero Edipo es un héroe noble y siente que es su responsabilidad acabar con los males de la ciudad. En ocasiones se deja llevar por la hybris (desenfreno), pero debe su inevitable infortunio al error fatal, el asesinato de Layo.
La historia de Edipo sometido injustamente por el destino servía para educar las emociones de los ciudadanos antiguos mediante la catarsis que purificaba todo sentimiento negativo. El hombre común tendía a preguntarse qué males podrían lloverle a él si al gran héroe tebano la vida lo castiga así. Aprendía, de tal modo, a evitar su propio error fatal por medio de la prudencia y la mesura.


domingo, 30 de junio de 2019

La estupidez de la codicia. El rey Midas.



Es sabido que los griegos tenían en la mesura el ideal del hombre. Eran, lo que según Nietzsche califica, “apolíneos”, es decir, buscadores incansables del equilibrio, de lo conveniente, de la justa medida, de la prudencia, etc.
También es célebre la diferencia entre  el concepto de la actividad laboral concebida por el pueblo heleno y la exaltación del trabajo y sus réditos que tuvieron luego los romanos.
Otium y negotium certifican etimológicamente la diferencia. Para los griegos, el término positivo era el ocio, y su negación “Neg” “Otium” era aquel tiempo que el hombre necesariamente debía dedicar a conseguir las necesidades materiales básicas. Ese periodo diario era un verdadero hurto a la educación y el ejercicio de aquello que dignifica al hombre: el ocio, la reflexión, el estudio, la creación artística, etc. Es decir,  las actividades dignas de ser ponderadas. A partir de la Civilización Romana, este concepto se invirtió. Pragmáticos como eran, los romanos consideraron desde tiempos muy remotos que lo importante era la riqueza y que se lograba mediante esfuerzos en el trabajo o en la guerra.
A partir de entonces, el mundo occidental fue adoptando esta concepción alternativamente, aunque la ponderación de la materia por encima de todo jamás remitió y llega hasta nuestros días.
No obstante, los griegos, con su espíritu apolíneo, habían pensado combatir el materialismo de un modo sugestivo. Tomaron la fama de un rey Frigio para forjar el mito.
El rey Midas, en efecto, fue un soberano que expandió su imperio en muy poco tiempo.
Cuenta la historia que, cuando murió Orfeo, Dionisio (el dios del vino y el desenfreno), partió de Tracia. En el camino, su guardián Sileno, anciano y beodo como estaba, se perdió.
Unos frigios lo hallaron y lo llevaron ante Midas, el rey. Cuando él lo vio supo de inmediato que se trataba del guardián de Dionisio. No fue extraño porque Midas se había convertido al culto de Dionisio recientemente. Por eso, ofreció un banquete de diez platos en honor de Sileno y cuando todos hubieron hartado el hambre y la sed, condujo una comitiva para reunir al guardián  con su señor. Dionisio los recibió con enorme alegría. Como pago por la generosidad de Midas, le ofreció cumplirle un deseo.
El Rey, imberbe como solemos ser muchos de sus congéneres aun milenios después, cometió la estulticia de pedir que se le concediera un don. El de convertir en oro todo lo que tocaba.
El imperio frigio comenzó a enriquecerse sin límites, al mismo tiempo que Midas ayunaba y se abrazaba al insomnio sin remedio. Bastaba con que tocara su cama para que ésta se tornara metal rígido y frío. Cada vez que quería llevar agua a su boca, el líquido se solidificaba en un lingote de oro y de ningún modo calmaba su sed. Lo mismo sucedía con los alimentos. 
Cuando la situación se tornó insostenible, Midas acudió a Dionisio y le rogó que le quitara el don recibido. Después de sumergirse en la fuente que representa la sabiduría, Midas perdió su don pero ganó su vida.
Y su ejemplo sigue enseñando la estupidez de la codicia que pone, por encima de todo, el dinero, los metales preciosos, las joyas. Ninguna de esas cosas puede garantizar la supervivencia y sí conspira contra ella.
No hace falta citar ningún caso para saber que la carrera material destruye vidas, genera  infartos y, en fin, siempre se pierde. A medida que alguien se enriquece, adquiere nuevas necesidades. Cambian sus referentes, se encarecen sus gustos y vuelve a sentirse pobre. Es la historia de nunca acabar y la fórmula perfecta de la infelicidad.
En suma, la lección del rey Midas es una de las enseñanzas míticas más vigentes milenios más tarde. Y los griegos vuelven a proponer por su intermedio, que incluso en la conquista de la riqueza, lo ideal es la moderación, una ambición “apolínea”.


domingo, 16 de junio de 2019

Columna de mitos. Hefesto o la Resiliencia


Antes de que el Olimpo fuera la residencia de los dioses, existieron los mitos que revelan la cosmogonía o creación del mundo natural. Los relatos olímpicos corresponden a una generación posterior y ya no explican cuestiones del origen del universo, sino que expresan potencias psicológicas, emocionales o intelectuales. Describen, sobretodo, conductas comunes a todas las épocas. El interés que despiertan estos últimos mitos sigue siendo enorme, especialmente dentro del ámbito de las artes y la psicología. Entre esos dioses hay uno que propone una de las lecciones más útiles para transitar la vida.
Se trata del dios Hefesto, o Hefaístos, dependiendo de la traducción.
Cuenta la historia que Hera y Zeus gestaron un hijo que, al nacer, se convirtió en el horror de su madre. Era extremadamente feo y Hera sintió una vergüenza y una furia impresionante cuando lo vio. Quiso deshacerse de él antes de que el mundo lo conociera. Por eso, lo arrojó desde la cima del Olimpo. El niño tardó días en impactar contra el suelo. Y el golpe no lo mató, pero sí dañó su motricidad y lo dejó rengo para siempre.
Con un comienzo como ése, la vida no parecía prometer demasiado. Ahora no sólo debía sobreponerse a un aspecto poco agradable, tenía en la cojera un defecto que sería también una limitación física. Pero, por añadidura, debía procesar el rechazo de quien se suponía debía amarlo más que nadie, aunque fuera por instinto.
Sumido en dificultades semejantes, Hefesto se topó con la diosa Tetis, una deidad marítima que lo ayudó a recuperarse y ordenó que se le  enseñara el oficio de orfebre. Hefesto, compensando sus faltas con una capacidad de trabajo impensada para un dios, logró dominar el arte de engarzar y tallar las piedras preciosas y los metales más finos. Con ellos adornó las muñecas, los lóbulos, la frente y los brazos de Tetis, en franca muestra de gratitud. En el ejercicio de sus habilidades fue tomando confianza en sí mismo y aprendiendo a valorarse como no pudo hacerlo su madre. Su espíritu inquieto y el entusiasmo renovado con cada producto de sus manos lo llevaron a  conquistar nuevas habilidades. Es por ello que comenzó a manipular metales a gran escala y construyó su famosa fragua. La misma que los romanos llamaron “la fragua de Vulcano”. En ella, fabricó las mejores armas para los guerreros del mundo antiguo, pero también las herramientas de los dioses.
Él creó la famosa armadura de Aquiles, el indiscutible héroe aqueo de la Guerra de Troya, no sólo porque su madre Tetis se lo pidió, sino también porque compartía con él la condición: Aquiles también tenía un punto débil adquirido en los primeros minutos de vida, con el que debía lidiar para siempre.
Poco a poco, Hefesto fue sobreponiéndose a sus limitaciones y fortaleciendo una personalidad tenaz. Si la naturaleza le quitó la gracia de un aspecto bello o la perfección de sus piernas, le dio una voluntad férrea (por decirlo en el lenguaje de su fragua).
Hefesto representa el fuego interior, el ímpetu superador que tienen quienes están hechos para superarse. Sus habilidades no dejan de correr límites, de perfeccionarse, haciendo de este hijo despreciado el más necesario de los dioses.
El mito enseña que si bien no podemos elegir los dones ni las limitaciones que recibimos por herencia al momento de nacer, sí habremos de escoger qué hacer con ellos. Como atañía a los guerreros que le encargaban armaduras, el desarrollo de la persistencia y la tenacidad podrían suplir las virtudes negadas en suerte y llevarlos a vencer la batalla.
Del ejemplo de Hefesto incluso hoy es posible aprender. Será la lección de la “resiliencia”, como se ha dado en llamar a la habilidad para levantarse,  por grande y duradera que haya sido la caída, para volver a intentarlo.

domingo, 2 de junio de 2019

Columnita de mitos. Gea y Urano; Rea y Cronos


Dos matrimonios
En la mitología griega algunos personajes no pueden pensarse sin su cónyuge.  Aparecen como figuras que actúan en conjunto, fuerzas que se asocian para hacer efectiva su acción.
Tal es el caso de Gea y Urano. Su unión es lo que da origen al universo. Representan el enlace entre cielo y tierra. Gea es la tierra y a ello debemos el prefijo “gea/o” para hablar de cualquier concepto geográfico. Urano es el Cielo, el dios de dioses que inauguró el trono en los mitos helénicos. Luego fue destronado por Cronos, que como imagen del tiempo, parece habernos bajado la bóveda y haberle puesto techo a nuestras posibilidades, antes infinitas.
Lo cierto es que si en la genética del mundo están Gea y Urano, eso significa que todo lo que vive en él posee los principios de estos dos dioses.
Gea, como tierra, representa el principio material que compone todas las cosas. Incluyendo al hombre. El cuerpo, la materia, lo físico. Las necesidades de la carne como la alimentación, el abrigo, y todo aquello que atañe a la materialidad,  los instintos, etc.
Urano, como Cielo, representa el aire, lo espiritual, lo inmaterial. Este principio, aunque menos evidente, compone todo lo que ha sido creado. Este hecho nos anticipa algo que la filosofía dirá mucho después: todo lo vivo tiene ánima, alma, soplo primero de vida. “Forma” le llamará Aristóteles. El cristianismo hablará de alma y espíritu, pero muchas serán las culturas que sostengan su idea de hombre y de mundo en estos dos principios, el material (Gea) y el espiritual (Urano). En tal caso, cada vez que se gesta una vida vuelven a amarse Gea y Urano.
Otro matrimonio sugestivo, que vendría muy bien que conociera el mundo moderno, es el de Cronos y Rea. Estos dos dioses heredarán el poder supremo en el panteón griego.
Rea es la potencia germinativa que poseen todos los seres vivos. Ese principio que se implica en la reproducción pero también en cualquier acción creativa que dé una nueva realidad al mundo. Todo proyecto supone a Rea. Se trata de la capacidad natural que tenemos para realizar algo. Los dones personales, una salud reproductiva aceptable, las aptitudes para ésta u aquella actividad, son asimilables a Rea.
Cronos, en cambio, representa el tiempo, ya lo hemos dicho en alguna de nuestras columnas anteriores.
Si ambos esposos se congregan en una acción, es probable que haya generación de un nuevo ser o una nueva realidad. Pero si uno de ellos permanece ausente, no será posible la realización.
Una persona que haya sido dotada por un oído musical y comprenda que debe aplicar el esfuerzo durante un tiempo prolongado para aprender a ejecutar algún instrumento será capaz de producir música nueva, de crear…
Pero si ese mismo ser sólo está dispuesto a montarse en el don que posee y produce algo inmediato es probable que no logre lo deseado. Para que haya creación es preciso tanto una capacidad natural cuanto tiempo para desarrollarla. Lo mismo sucedería si la capacidad germinativa de nuestros huesos intentara saldar una quebradura y no inmovilizáramos los treinta días necesarios el brazo en cuestión.  Capacidad natural más tiempo es la clave.
La inmediatez que promete la vida moderna parece ir contra ese principio que los griegos llamaban Cronos y aun en la contemporaneidad sigue siendo fundamental el matrimonio de Rea y Cronos.
Si Rea estuviera ausente, por más esfuerzo que se destine, no se realizará el objetivo. Es preciso comprender que si no nos asiste Rea es porque no está en nuestra naturaleza ser eso que deseamos. Este hecho que al mundo moderno le parece injusto, sólo muestra que desconocemos nuestro verdadero don.  Hemos sido dotados de otros dones que darán otros frutos.
El conocimiento más profundo de uno mismo quizá arroje la respuesta. Tal vez recordando el matrimonio mítico de Rea y Cronos podamos proponernos y perseverar en aquello para lo que nuestra naturaleza ha sido hecha. Y la consagración a ese fin será seguramente motivo de genuina felicidad.