Tradición y ruptura
Desde que el mundo ingresó en su etapa “Moderna”, la
originalidad se filtró en las artes como un objetivo innegable. Durante la Edad
Media, los artistas trabajaban con la premisa de imitar lo mejor posible los
modelos clásicos. Lo que hacía un hombre del siglo XIII debía parecerse, en lo
posible, a los productos griegos y romanos de la Antigüedad. Este propósito
detuvo mucho la innovación durante esos diez siglos de Medioevo.
Pero al despuntar una nueva sociedad todo aquél que
desarrollara una actividad creativa debió aplicarse a conquistar la
originalidad. De ello, de haber alcanzado un estilo propio y diferente se
prestigiaban los nombres. Y el prestigio, simple y llanamente, se pagaba. La
supervivencia, entonces, dependía en gran medida de la firma, de la innovación de cada creador.
Nuestros tiempos nuclean artistas que no atienden a esas
fuentes de la historia. Prescinden de lo anterior ignorando que si se desconoce
el canon, tampoco puede medirse la originalidad. Porque no hay creador que no dialogue con sus
lecturas previas. A ese contenido de clásicos universales o locales en el que
todo lector se reconoce llamamos “tradición”.
El corazón del ejercicio escritural es un permanente
contrapunto entre la tradición y la innovación, la emulación y la ruptura de
los modelos consagrados.
El viento que pasa explicita esta dinámica y revaloriza el
poder de los clásicos. El libro reúne una serie de textos que poseen un formato
cercano al ensayo, aunque el autor confiesa que se trata de prólogos ficticios.
El prólogo como género (esas primeras páginas que introducen
al lector en el universo de lo que vendrá) en muchos casos alerta sobre los
motivos que hacen relevante la lectura de lo prologado. En ocasiones, la
introducción informa lo que la crítica ha dicho y no pocas veces incluye una
polémica respecto a esas opiniones. Es un modo de recoger el guante del pasado
en este presente, para usarlo en la literatura del futuro.
El mecanismo novedoso
de escribir una serie de prólogos ficticios reconoce un antecedente en Borges.
Ya el autor de El Aleph se había
propuesto escribir cien prólogos a los libros que más disfrutó. Siguiendo el proyecto trunco de Borges, el
autor pampeano edifica sus textos como declaraciones de lo que hace
interesantes esas lecturas según su perspectiva. Senac es, en más de un
sentido, un continuador. Quien
permanezca atento a la selección de obras prologadas sabrá que también en eso está
presente Borges. Camus, a León Bloy, Swedenborg, Schopenhauer, Faulkner, Gorki,
Bukowski, Pascal, Castaneda, Melville, Kafka, Hesse, Rilke, Lobsang Rampa,
Confucio, Hölderlin, entre otros, se alzan en una muestra económica de una
cultura vasta y empapada de estética borgeana.
Pocos autores conceden tanta gratitud como Borges a la larga
lista de creadores y pensadores que dio la historia de la humanidad. Por ello
se enorgullece, no de lo que ha escrito, sino de lo que ha leído. Para él, la
tradición significa mucho más que un compendio de aportes individuales.
Considera, entre sus juegos filosóficos, que cada escritor podría ser un
amanuense, que presta su mano a una especie de “Espíritu”, el verdadero
creador. Ese “Espíritu” se manifiesta a lo largo de los siglos por medio de la
sucesión de voces diferentes.
Sin hacerse eco explícitamente, Senac aprehende y reproduce el
sentido sagrado que tiene la Tradición.
Y el libro del periodista, director de revistas culturales y
escritor pampeano, se dedica a hacer un gran portal. Un portal que nos abre la
posibilidad de acceder a lecturas lejanas en tiempo y geografía, aunque en
esencia, bien próximas. El secreto de la cercanía es su universalidad.
Muchos autores contemporáneos, seducidos por las pasiones momentáneas, no tienen como
Norte esa virtud. Sin embargo, la universalidad es la llave del tiempo. Sólo un
texto que haya calado en lo hondo del ser humano, puede permanecer más allá de
la batalla urgente de la que surgió.
Esas riñas coyunturales tendrán que ser un marco. Una
edición más de un conflicto sempiterno, que retorna eternamente bajo distintas
circunstancias. A ello se refiere Borges cuando menciona “la cíclica batalla de
Waterloo”. O Cortázar, cuando resalta en el título de su cuento que todos los
fuegos son el fuego fundamental, que todas las versiones del incendio son la
misma pira que reaparece en distinto tiempo y lugar.
“El
viento que pasa”, en su correr incesante, nos habla de eso: del tiempo
sucesivo puesto en la innovación y el tiempo detenido, eterno retorno de la
tradición. Cuanto más profundo es un conocimiento más retorna esencialmente,
aunque lo haga bajo distinta apariencia. Quienes sólo observan los datos
circunstanciales, se quedan en la mirada fragmentaria de la sucesión
permanente.
Aristóteles planteaba que la literatura y el arte debían ser
“imitatio”, “mímesis” de la vida real. Pero
los milenios que nos separan de él introdujeron otra idea del hecho artístico. El referente que se imita ya no es la realidad
sino otras obras artísticas. Porque en ellas emerge la verdad desnuda sin los
abalorios de la circunstancia. Por medio
de una “mentira”, se devela una verdad. En esta concepción gana aún más fuerza
la tradición.
Imágenes
Los prólogos de Senac, muy bien documentados, no se
inscriben en el canon académico que prefiere los tecnicismos. En cambio, exhiben
una sensibilidad poética que los distancia del vicio presuntuoso de cierta
escritura académica, deshumanizada y pretendidamente objetiva. La imagen, la
metáfora, el símbolo son herramientas fundamentales de estilo.
Quizá el mismo título del libro (“El viento que pasa”) se
explique por la relación explícita entre viento, soplo (Espíritu) e historia. “Así y todo creció fuerte junto a sus
libros y sus páginas sopladas por ese antiguo viento”. Ese espíritu que el
viento trae del pasado sobrevuela a los autores de hoy, susurrándoles al oído.
Guía a quienes se muestran dóciles, a los que se dejan instruir por él.
Detrás de la opinión sobre estéticas y cosmovisiones de
diversos textos, están el imaginario y la filosofía del autor. “Entre [los hombres] apenas vi este puñado
de autores que escribieron los libros de mi vida y que conforman esta biografía
salvaje, ese viento que pasa erizándome la cara.”
El autor de los prólogos deja adivinar su propia percepción
de mundo. Quizá hasta su propia historia, detrás de esta “biografía salvaje”. La
concepción de la literatura se va desnudando en detalles y, de algún modo,
explica la selección.
Los textos que rescata están signados por una mirada atenta
a lo metafísico, (a veces incluso por negación). La reflexión apunta a un mundo
iluminado bajo una luz soteriológica. No
se trata de observar al hombre como un ser aislado sino como un eslabón más de
todo lo existente, en quien se manifiesta con mayor estridencia la cifra de lo
creado.
Estrellas
Y el blanco de la búsqueda también se pronuncia en imagen.
Las estrellas. El cielo estrellado.
En efecto, si el viento aparece como el vehículo que supera
las distancias de tiempo y espacio, las estrellas son el destino final de todo
aventón. Los guías de la tradición levantan, como a quien hace dedo en la ruta,
a los hombres con quienes pueden dialogar. Y juntos, siguen viaje hacia el
destino esperanzado de la comprensión. No sólo de sí mismos, sino de la vida,
de la experiencia, de este mundo… A propósito de Pascal, Senac dice:
“Se elevan sobre
ellos los espíritus errantes y taciturnos que nos hacen pensar naturalmente.
Sus libros proyectan sobre nosotros visiones incompletas pero fascinantes de
sus viajes por las estrellas; y hablan, quisieran acallar a los incrédulos.”
La estrella simbólicamente convoca la virtud de la
esperanza. Y el viaje a las estrellas son los intentos a veces fallidos de
llegar a una comprensión del universo, a la cifra.
Magia
Tanto para los autores comentados como para el prologuista,
la realidad no sacia. Algo le falta para conformar el anhelo infinito del
hombre. Una sentencia de Kafka que se cita en su prólogo, así lo acredita:
“La realidad es
aquello con lo que no podemos estar satisfechos bajo ninguna circunstancia, que
jamás debemos idolatrar ni admirar, porque es casualidad, es lo que sobra de la
vida.”
Pero, esfumada por la belleza literaria, la realidad se
convierte en el paisaje que necesita pintar el verdadero artista, si quiere sobrevivir.
Y en asuntos de Magia, no hay excepción. Es de Borges de
quien dice Senac aprender más:
“Pero se nos ha
enseñado, Borges nos ha enseñado, acerca del género conjetural, cuya gracia son
símbolos y magias y pensamientos que se trepan a la materia hasta insinuarse y
vivir en ella. Todo eso, animado en libros y animado en historias, se impone a
los hombres, que sólo son visibles durante un momento.”
La magia es, en última instancia, la mirada primigenia y
eterna de un mundo en que la mayoría persigue lo fugaz. No es en ese
evanescente sueño de la realidad donde ha de buscarse la verdad. Ése será,
acaso, sólo un marco.
“[…] todos fuimos magos, […] a todos nosotros
nos vistió el fugaz ropaje de lo divino y […] ahora estamos desnudos de la peor
manera, […] recién volveremos a ver cuando la mirada corrija la realidad, cuando
vuele como tules las superficies del universo, cuando veamos las estrellas
arremolinadas en los corazones siempre abiertos de los niños, y nuestros ojos
vuelvan a ser aquellos pequeños cofres donde se agrupa el infinito.”