Pigmalión y los
efectos de la Palabra
Pigmalión era un Rey que aspiraba a casarse con una mujer
que fuera perfecta. Pero los años transcurrían y no daba con ninguna que
tuviera esa característica. Como no la hallaba, intentaba aplacar su ansiedad esculpiendo
figuras en mármol.
Un día terminó una obra y se enamoró de ella a un punto que
pidió a los dioses que le dieran la gracia de poder amar a esa mujer como una
criatura real.
Afrodita le envió un sueño en el que Galatea, como había
llamado a la escultura, cobraba vida. Temeroso de haberse engañado, el rey notó
que estaba cálida, que sus venas latían. Afrodita vio qué tan feliz lo había
hecho el sueño. Y, cuando despertó, la diosa le concedió el milagro y él, por
fin, tuvo su Reina.
El mito, como suele suceder, suscita diversas interpretaciones.
En principio, Pigmalión representa al artista que se enamora
de su obra, o al maestro que se siente orgulloso de su discípulo.
Los autores que además hacen docencia suelen recomendar, a dramaturgos,
poetas o narradores que, una vez terminada una producción, busquen una
distancia antes de cursarla para su publicación. El motivo es que todo artista
se identifica tanto con su trabajo que es incapaz de verla como la observaría
un tercero. Es preciso alejarse para poder reconocer su verdadero valor. Este
hecho explica el hábito de algunos artistas plásticos de tapar su producto por
un tiempo para redescubrirlo de pronto, en otro contexto.
Pero también, visto desde la pedagogía y la psicología, mediante este mito se retrata el “efecto
Pigmalión” cuyo interés es creciente en los últimos años.
¿De qué se trata? Un alumno, un hijo, un discípulo se esmera
por cumplir la expectativa del educador, tanto si es esperanzada como si
profetiza un desempeño negativo.
El niño en formación desconoce parcialmente los alcances y
las tendencias de su identidad, motivo por el cual toma las características que
le atribuyen los adultos y fatalmente cumple con ellas al actuar. Así sucede lo
que llamamos “profecía autocumplida”.
El peligro de cristalizar una personalidad tal cual es en
una circunstancia requiere una atención especial. No se trata de moldear
arcilla sino de edificar un hombre o una mujer.
Nuestra gramática distingue las cualidades, de los estados.
Técnicamente, una cualidad es parte del sujeto, y define las características
constituyentes de cada ser. En cambio, cuando se trata no de una condición sino
de un estado del sujeto al momento de cumplirse la acción estamos frente a un “predicativo”,
es decir, un modo de estar en ese preciso instante. Esta diferencia que
parecería ser formal es, en cambio, esencial. Pongamos un ejemplo:
El niño entregó, atolondrado,
la evaluación.
El niño atolondrado
entregó la evaluación.
En el primer caso, el niño no es atolondrado sino que estuvo
torpe en ese momento del examen. En el segundo, es así siempre. En ese
“siempre”, en esa cualidad calificada como inherente a su ser, hay una promesa
de eternidad.
Esta divergencia es medular a la hora de generar una
conciencia de sí. Porque todo aquello que sea un estado puede mejorarse. Pero
la condición de alguien promete permanencia, inalterabilidad y, en fin, determinismo.
El resultado de un modo y otro de decirlo puede tener
efectos a largo plazo. No será la primera vez que la Palabra crea realidades.
El mito, más que nunca en este caso, es una lección de
prudencia, de empatía y de inteligencia aplicada a la tarea de educar que,
tanto si somos padres como si cumplimos algún rol en la educación formal
debemos aprender sin excepción.