Entre las actividades que se desarrollan en la Sociedad
Argentina de Escritores (SADE), con sede en Buenos Aires, se celebró en los
últimos días una conferencia sobre el Surrealismo, aunque con una mirada
superadora respecto a lo que entendemos tradicionalmente bajo esa denominación.
Presidió Graciela Maturo, investigadora de enorme experiencia y talento, que fue
acompañada por María Evangelina Vázquez, poeta y periodista y María Julia
Druille, miembro de la Academia de Literatura Infantil y Juvenil, editora y
coordinadora durante años de “La Serendipia”, un ciclo de poesía de afinidad
surrealista. La reunión resultó de enorme interés para el público.
Maturo, que es Doctora en Letras, poeta y docente, además de
escritora de numerosos libros académicos, tiene un largo historial en estudios
sobre el tema que constituyó su tesis de doctorado y en 1967 se materializó en un
libro. El surrealismo en la poesía
argentina fue reeditado con ciertas modificaciones en 2015 y espabiló un
poco los intereses en el trabajo de Bretón y otros tantos poetas del periodo a
quienes esta postura tocó de cerca. Pero lo novedoso es que el libro se dedica
también a la labor de artistas vernáculos de fuerte impronta surrealista, aunque
no siempre identificados como tales.
En un clima ameno, la autora abordó los contactos entre
Surrealismo y Vanguardias, aunque negó que el Surrealismo fuera una de ellas.
En un momento en que estaban de moda los manifiestos y
textos programáticos, se elaboraban respuestas específicas para cada disciplina.
En la literatura, contestaban a la siempre viva pregunta de qué es el poema. El
Surrealismo, por lo contrario, no se ocupaba de teorizar sobre el poema, o sobre
cuestiones puntuales. Era una visión de mundo. Surgió como una filosofía; se
interesaba por la vida toda, no sólo ni primordialmente por cuestiones de
expresión, de técnicas, de reflexión metatextual.
Introducido por María Evangelina Vázquez, el asunto de sus
contactos con el Dadaísmo fue resuelto como un antecedente que preparó el
terreno del surrealismo. (La figura de Tristán Tzara, común a ambos procesos y visiones,
es prueba de ello). Maturo considera que el Dadaísmo niega la institucionalidad
del arte, los museos, las bibliotecas, la academia, por un motivo simple: ve en
la Primera Guerra Mundial la huella más clara de la decepción. La imagen de la
ineficacia del arte para detener los horrores de la humanidad.
Maturo rescató en su ponencia a Aldo Pellegrini, quien
tradujo el primer manifiesto de Bretón y formó un grupo de aspirantes al título
de médicos (aunque resulte llamativo) que se reunían para estudiar esta nueva
“cosmovisión”. Ellos fundaron una Revista llamada “Que”, de 1929, que sólo tuvo
dos entregas. Sin embargo, a pesar del escaso espacio, la definición que
propone Pellegrini sigue siendo respetada.
El traductor consideraba al Surrealismo como un automatismo psíquico
puro, por cuyo medio se intenta expresar el funcionamiento real del pensamiento.
En este sentido, la expresión se torna un medio y no un
fin. El arte es el vehículo pero lo
verdaderamente esencial para esta visión es el descubrimiento de algunas
regiones del intelecto que no han sido tomadas en serio por las ciencias hasta
el siglo XX.
La difusión de la psicología en ámbitos populares
seguramente contribuyó al interés que suscitaron Bretón y sus seguidores.
Tal es el caso del universo onírico, que los surrealistas
han sabido elevar al mismo trono que le dio la psicología analítica de Jung, en
su condición de expresión prístina del inconsciente del soñador. Basta ver
algunos cuadros de Dalí para comprender lo revelador que puede llegar a ser el
sueño. En ocasiones, puede quitar el velo y revelar algo que escapa a la
subjetividad de un individuo. Así Jung soñó que la Segunda Guerra Mundial se
desataría inevitable, por dar un ejemplo. Y no se equivocó.
André Bretón
Bretón ha sido la cabeza detrás de la cual se alinearon los
surrealistas. El autor francés que quedó para siempre identificado con el
Surrealismo estuvo ordenado a la elaboración de tres manifiestos diferentes. El
primero, inaugural de la corriente, ponía el énfasis en la escritura automática
como clave para que se manifestara un orden que trasciende los deseos y la
voluntad del hombre. Aquello que llamamos “azar”, y en algunos casos
“Providencia”.
El azar no sólo se manifiesta en el devenir insospechado de
la vida. También el sueño es un elemento central para el descubrimiento ya no
de un orden universal inextricable, sino del orden interno que opera en el
inconsciente humano, un dominio subrepticio con que la vida dirige muchas más
tendencias que la misma razón.
El marxismo y la ruptura
En un segundo manifiesto, de 1930, prevalece su adhesión al
marxismo, en lo que tiene de impronta ética tanto su postura cuanto la del
comunismo. En un artículo que titula “El surrealismo al servicio de la
Revolución” registra esta perspectiva que tendrá desde 1929 hasta 1935. Y de la
que luego se distanciará, no sólo por las críticas que recibió del Partido Comunista,
en un texto titulado “Un cadáver”. También porque al acusarlo de “místico” y
“cura” desnudan su obsesión por un misterioso Sentido universal al que no pocas
veces menciona como Dios, él mismo, quien se opone abiertamente al discurso religioso.
La investigadora santafesina afirmaba que después del segundo
manifiesto, Bretón se empapó de textos gnósticos, llenos de esoterismo,
filosofía que va minando su trabajo de cuestiones trascendentalistas.
En el tercer manifiesto expresa su ruptura y cada vez con
mayor énfasis habla de “el gran misterio”, se pregunta quién guía desde fuera
lo que sucede al mundo, y desliza
asimismo otras huellas del viraje.
Graciela Maturo ilustró las críticas que se le hacían con un
ingeniosa ironía que ofuscó a Bretón. Allí se califica al Surrealismo como
“Capilla esotérica” donde quien se desvía diez centímetros para un lado o para
otro, es “excomulgado” por el “Papa” André Bretón.
Pero la mayor fortaleza del argumento bretoniano para romper
con el Partido Comunista es una pregunta de fondo. ¿Puede un autor que se la
pasa hablando de “espíritu y espiritualidad” explicarse todo estado de la
sociedad por una matriz económica?
Como estudiosa de la literatura y la cultura americana, la
autora fundó hace muchos años el Centro de Estudios Latinoamericanos, en donde confluyeron nombres de gran prestigio
en diversas áreas del conocimiento. Por ello, era inevitable que Maturo hablara
de la mirada crítica sobre la labor de André Bretón que manifiesta Alejo
Carpentier. El escritor y teórico compartió un tiempo europeo con surrealistas
de esa primera ola y al regresar a América en el ’39 se torna detractor del
movimiento tal cual se dio en Francia.
Él, que conoció muy bien a Bretón, dedicó textos a
desacreditarlo por su rigidez creciente. En el prólogo de El reino de este mundo, considerado un manifiesto de lo real
maravilloso, el autor califica de “baratillo” al surrealismo francés y
reivindica Latinoamérica como el único sitio en que el sustrato mestizo y la
concepción mítica no reduciría la magia y el misterio en técnicas formales
vacías.
Maturo confesó no estar de acuerdo con Carpentier en este punto,
aunque sí reconoce acercarse bastante a aquello de que “para ser surrealista
hay que ser americano”. La plenitud de la mirada en el ámbito de la literatura se
da en autores como Asturias, Cortázar, el mismo Carpentier, entre otros. Y el motivo
es que la cosmovisión americana incluye sin resistencia la antigua visión
mítica de los pueblos precolombinos que se mestizó y quedó en el sustrato de
todo pensamiento americano.
Serendipia
María Julia Druille aportó, durante el evento, un tema específico
de la naturaleza del surrealismo. Se trata del concepto de “Serendipia”: término
registrado por primera vez en Occidente como “serendipity”.El autor inglés
Horace Walpole, lo recupera de un cuento persa llamado “Tres príncipes de
Serendip”. En ese relato tradicional el sistema de gobierno de estos monarcas
está solventado en lo fortuito, en la flexibilidad para leer, detrás de lo que
sucede, una guía para la acción. Eso es lo que genera la bendición inesperada
de la serendipia, tal cual la concebimos hoy.
El público asistió a un intercambio de opiniones en la mesa.
Maturo aportó al diálogo sosteniendo que el surrealismo valoraba la mente
pasiva del hombre (desarrollar la escucha y aprender a mirar y estremecerse). Disentía,
sin embargo, con la opinión de Oscar del Barco. Para ella, se equivocaba el
filósofo cordobés al pensar que la construcción de un libro se debe a un
impulso irracional y místico, inspirado. Debe haber un trabajo racional de corrección,
una decisión de publicar y una serie de acciones deliberadas para que se
convierta en un libro una escritura cualquiera.
Druille utilizó algunos ejemplos literarios en que es
posible ver el sentido de la aventura y el disparador “sin rumbo”, tan afectos
a las preferencias de esta filosofía.
En El surrealismo en
la poesía argentina (2015), es posible encontrar todo esto y varios
estudios críticos sobre autores destacados de espíritu afín, pero de estas
geografías hispanoparlantes. Y ahí también se consigna la correspondencia epistolar
de Maturo con figuras como Alejandra Pizarnik, Enrique Molina, Julio Cortázar,
Francisco Madariaga y otros que aceptaron su condición de “surrealistas” según
los define Maturo.
Antes de terminar la charla, la experta regalaría al público
la descripción de una imagen en que un
hombre se metía en la cama, mientras un cartel rezaba: ¡Silencio: poeta
surrealista trabajando!
En síntesis, no en vano se parafrasea a Joan Miró, al decir
que lo interesante del surrealismo es que la obra artística no es un fin en sí
mismo. Vale especialmente por su condición de semilla que esparce poder
espermático y terreno psíquico y fértil; vale por ser el hilo que continúa la
cadena de lo profundamente humano.